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René Magritte. Foto: s/d de autor

Esta es una nota sobre Magritte

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Rivalidad entre sombreros: ¿cuál será el bombín más famoso de la historia? ¿El de Charles Chaplin, que cubría (levantado a menudo, socarronamente obsequioso) la cabeza de su álter ego, el “tramp”, o alguno de los innumerables pintados por René Magritte sobre hombres sin atributos al estilo de Robert Musil, ya productos de una total uniformidad burguesa del sujeto, en sus memorables cuadros surrealistas? Sobre la maleabilidad del uso simbólico del bombín se podría escribir mucho: para Chaplin, accesorio clave del astuto rebelde anarquista; para Magritte, elemento representativo del conformista gris. Resulta un objeto tan extremadamente flexible que pueden alardear de él, con la misma desenvoltura, tanto los drugos malvados de La naranja mecánica como las cholas bolivianas.

Pero esta no es una nota sobre bombines. Es una nota sobre Magritte: Bélgica está en plenas conmemoraciones por los 50 años del fallecimiento de su artista más célebre y celebrado –en 2016, la revista Time Out lo posicionó entre los 15 pintores más famosos de todos los tiempos–, con itinerarios turísticos y muestras. La más llamativa prevé la reconstrucción tridimensional, con posibilidad de recorridas, de algunos de sus cuadros. Abrirá en setiembre en el superfuturístico Atomium de Bruselas (edificio formado por esferas gigantes que reproducen la estructura de un cristal de hierro ampliado billones de veces y que se parecen, curiosamente, a aquellas pintadas por el mismo Magritte en La voz de los vientos, de 1928): además de una muy cuestionable disneyworldización de la obra magrittiana, parece ir en sentido contrario con respecto a la dimensión minimal, íntima, seguramente no monumental del belga (incluso cuando pinta cosas gigantescas, como en El castillo en los Pirineos –1961–), hija de un surrealismo parco, lacónico, clasicista, antitético al de su rival (en notoriedad) Salvador Dalí, todo alucinación, redundancia y barroquismo.

Tal vez se trató también de un surrealismo un poco provinciano, aunque en temas de arte, en los años 20 del siglo pasado –cuando Magritte empezaba su carrera con una especie de cubismo gráfico– todo era provinciano con respecto a París. De hecho, su relación con el grupo de André Breton fue estable, pero siempre marcada por cierto distanciamiento ideológico (contrariamente al apoyo incondicional del grupo surrealista belga, que siempre orbitó alrededor del pintor): en última instancia, y pese a un izquierdismo común, la existencia hiperburguesa de Magritte fastidiaba a varios de los surrealistas au service de la révolution que operaban en Francia. Eso emerge, por ejemplo, en el tipo de onirismo empleado: ningún río de pintura “automática” guiada por el inconsciente, más bien todo calculado como en un chiste perfecto y cerrado, sin fisuras; ninguna acumulación de rarezas o mera exaltación de lo estrafalario, más bien agudas paradojas, construidas y presentadas impasiblemente, una a la vez. Magritte juega, desde 1925, a construir un repertorio de imágenes que se descarrilan de la lógica y la física, a menudo mediante sutiles deslices, provocando un asombro controlado y pulsante, siempre mediante soluciones ingeniosas (que a veces son superlativamente refinadas, como en La máscara vacía –1928–, y otras veces más torpes, como en La facultad imaginativa –1948–). Su fuerza, cimentada también en un estilo pictórico realista –sin los esmeros técnicos de un Dalí o la inventiva de un Max Ernst– fue impresionar a todo público, creando imágenes que no pueden dejar de chocar, llevando al espectador, más que a la maravilla como puente hacia la emancipación de las cadenas cotidianas (que tanto buscaba Breton), a cierta angustia de ver finalmente una “realidad liberada del sentido banal o extraordinario que se le asocia”, como declaró.

Asombro matemático

Banal y extraordinario son, efectivamente, términos fundamentales para entender su parábola. Es el contraste entre unos objetos y otros, en reducido número y todos sin trascendencia aparente (sombreros, manzanas, paraguas, jaulas, huevos, nubes montañas, árboles, etcétera), lo que determina la fractura de lo familiar. Un lautréamontismo (el famoso encuentro de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección) no febril, casi de oficinista, que, justamente en virtud de lo nimio de sus términos, empuja despiadadamente al espectador a la trampa visual y conceptual, descolocándolo.

Magritte se sirvió de diferentes fórmulas para lograrlo. Está, por ejemplo, tal vez como principal empuje, la metamorfosis: en Descubrimiento (1927) vemos a una modelo desnuda cuya piel se está tornando madera; en La invención colectiva (1934) a una sirena “al revés”; en Homenaje a Mack Sennett (1937) a un camisón que ha desarrollado senos y sexo femeninos; en El modelo rojo (del mismo año), a zapatos que se vuelven pies (exacerbando una de sus mejores intuiciones, la confusión de continente y contenido); en Los compañeros del miedo (1942), a unas hojas que se transforman en lechuzas, mientras en una serie de los años 50 todo lo que se presenta sobre el lienzo parece petrificado. La desproporción es otro recurso: la manzana y la rosa que ocupan un cuarto entero de Cámara de escucha (1958) y La tumba de los luchadores (1961); las mujeres gigantescas, a menudo en presencia de hombres pequeños, en freudianísimos cuadros de los años 30, o el anillo que envuelve un piano en La mano afortunada (1953). Emplea la continuidad entre representación y realidad, como en los cuadros que muestran cuadros que se superponen al paisaje (por ejemplo, La condición humana II –1935–), y también la levitación ha sido elemento clave (por ejemplo, en La flecha de Zenón –1964–), así como el ocultamiento del rostro mediante elementos insólitos (la luz en El principio del placer –1937–, o una flor en La gran guerra –1964–) y la fragmentación/amputación del cuerpo, como en La astucia simétrica (1927) y La evidencia eterna (1930), cuadritos separados que se focalizan en diferentes partes de un desnudo femenino y que, colgados en la secuencia correcta, dan (y no dan) la idea de la figura entera.

El giro lingüístico

La palabra era importante para Magritte, como el juego de los títulos evidencia: la usaba como otra forma de desalojo, brecha entre la dimensión pictórica y un nombre –a menudo con resonancias filosóficas– que nunca la describe. Empero, sus obras más contundentes son aquellas en las que la palabra está pintada. Por supuesto, la estrella entre estas es su notoria pipa de La traición de la imagen (1928-1929): parece superfluo describirla, pero lo hago en honor al pleonasmo, posiblemente querido por Magritte y presente en el cuadro: bajo un elemental dibujo de una pipa, la leyenda “esto no es una pipa”. Redonda y desconcertante solución gráfica para ilustrar la eterna lucha entre representación, lengua (símbolo) y realidad, y la imposibilidad de asir plenamente las tres; citada o evocada hasta el cansancio (aun en obras uruguayas y, obviamente, en el título de esta nota). Ya popular, fue catapultada a nuevos niveles de notoriedad (sobre todo académica) en los 60, cuando Michel Foucault le dedicó un libro para desmontar la confiabilidad de los enunciados.

Magritte utiliza un estilo neutro en “la pipa” y sus variantes, y en otras piezas que retoman ideas parecidas, como las de La clave de los sueños (1927-1930), casillas con imágenes y leyendas que no se corresponden, salvo en un caso. Mucho del poder para desviar al espectador de sus caminos pavimentados de lugares comunes reside, justamente, en ese estilo cristalino, aparentemente inequívoco, y por eso ideal para vehicular equívocos.

Paréntesis estridente

Si dicha claridad, casi cartesianismo figurativo, al servicio de lo perturbador (que tuvo, claro, antecedentes, como la metafísica de Giorgio de Chirico, bien conocida por Magritte), siempre fue el punto fuerte del pintor, no extraña el malestar que causaron, tanto en el público como en la crítica, dos breves fases –el “período Renoir” y el “período Vache”– en las que el artista exploró formas de pintar que parecen recargar tanto el impresionismo como el expresionismo.

En los años 40, Magritte se dirige hacia un lirismo inédito y molesto para muchos, incluso después de varios años: es significativa la definición de Robert Hughes a fines de los 70 de esa producción como “pesados mazacotes” de ardua digestión. Las telas “Renoir” –de 1943 y 1944, en plena guerra, y que por ende huyen, con su liviandad y colores brillantes, de lo sombrío del momento– se valen de pinceladas borrosas, tonos encendidos y una clara referencia al viejo pintor francés, no abandonando (pero sí diluyendo) el contenido “misterioso” típico de su estilo: el kitsch se filtra peligrosamente en lienzos como El primer día, en el que un violinista toca para una bailarina liliputiense que danza en su falda o El universo prohibido, con su sirena acomodada en un sofá. Más radical aun es la serie “Vache” (cuya influencia colorista parece ser la de Matisse), creada burlonamente adrede para su primera muestra personal parisina, en 1948: descuido total del trazo, irresolución, velocidad de ejecución (en vez del habitual detenimiento), una especie de condensación de todo lo que se puede considerar mala pintura, cuyo apogeo tal vez sea El mutilado, retrato de un barbudo de cuyo rostro brotan pipas como si fuesen excrecencias, frutos de alguna enfermedad rara. Fue rechazada unánimemente por crítica y público en su momento (tanto que el belga volvió de inmediato a su estilo habitual), pero probablemente “estudiada” en los 80 por los integrantes de la ola neoexpresionista en virtud de su “suciedad”.

Se puede cuestionar si las imágenes de Magritte conservan, aunque sea parcialmente, el potencial de fascinación que tenían cuando aparecieron por primera vez, sobre todo a causa de la explotación de su imaginario en el campo publicitario, o el uso casi salvaje de reproducciones de sus cuadros en cada ámbito imaginable. Posiblemente no, pero su vaticinio de 1959 puede considerarse cumplido: “Mi pintura no es otra cosa que la descripción (que renunció a la originalidad y a la fantasía) de un pensamiento cuyos términos son figuras del mundo visible. Estas figuras se reúnen en un orden que no puede dejar indiferente a nadie”. En efecto, nadie quedó indiferente.

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