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Micaela Domínguez Prost. Foto: Andrés Cuenca

Matrioshkas suizas

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“El molino quemado” es, en la superficie, un documental sobre uno de los mitos más insignes de Nueva Helvecia: la historia de un molino, su dueño, su mujer y su amante, y la reducción a cenizas de uno de los emblemas productivos de la zona, con la intención de tapar un asesinato. Sin embargo, conforme transcurre el film, uno nota que la temática va virando, para centrarse no sólo en un retrato de ese ordenado pueblo de 12.000 habitantes, sino también en cómo se construye el mito de una patria en común, aunque esta sea un país tan distante como Suiza. Estuvimos hablando con Micaela Domínguez Prost, codirectora, junto con Cecilia Langwagen y Martín Chamorro, de esta película que tuvo su estreno el jueves en la sala B del auditorio Nelly Goitiño y se proyecta en Cinemateca Pocitos hasta el 26 de este mes.

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–Un elemento interesante de la forma en que se fue gestando El molino quemado es que empezó siendo un proyecto de alumnos de la Escuela de Cine del Uruguay (ECU) de Cinemateca, donde trabajabas, y luego te sumaste a la dirección. ¿Cómo fue?

–No eran alumnos míos: yo era asistente de guion en la ECU, donde fundamentalmente hablábamos de guiones de ficción. En una ocasión, Cecilia Langwagen y Martín Chamorro dijeron: “¿Podemos preguntar algo que no iría tanto para esta clase?”. Javier Olivera, que es un profesor y director argentino, dijo que sí, y contaron que querían desarrollar un proyecto documental acerca del molino quemado de Nueva Helvecia. Dijeron: “Tenemos ideas y personajes que nos interesan, pero no sabemos cómo desarrollar ese guion”. Yo me colgué, les pedí que me mostraran algo de material y me fui metiendo de a poquito. No mucho tiempo después me fui de la ECU, ellos terminaron la carrera y empezó el trabajo conjunto.

–¿Cuándo te diste cuenta de que ahí podía haber una película?

–Cuando contaron la historia me interesó, y después me gustó lo colgados que eran para filmar. Lo hacían desde diferentes ángulos con el auto en movimiento. Un día se habían levantado al amanecer para filmar el campo y unos perros que venían... es decir, habían ido para allá sin una idea clara de qué registrar, pero le habían puesto mucha energía a esa búsqueda. Vi que tenían potencial y que en cierta medida compartíamos los mismos intereses.

–¿La idea del molino surgió como un concepto inicial desde el que se desarrolló todo lo demás o fue una metáfora que se fue armando conforme iban recopilando material?

–Al principio la base fue el molino: ellos dos conocían la historia de antemano, por parentesco y por lo que otras personas les habían contado. Después nos dimos cuenta de que el molino en sí es sólo un edificio que se prendió fuego, y de que si eso hubiera pasado en Montevideo, no tendría mucha difusión. Lo que realmente nos apasionaba era el vínculo que la gente tenía con el molino, los diferentes grados de obsesión con esas historias que se contaban. Empezamos a virar el foco a “qué raro, distinto y especial es este pueblo”. Darnos cuenta de que no nos interesaba tanto preguntarnos qué había pasado en el molino fue un puntapié importante del proyecto.

–Si fuera sólo sobre la leyenda del molino quemado, resultaría simplemente una especie de capítulo largo de Voces anónimas.

–Es que, de hecho, hay capítulos de Voces anónimas sobre el molino quemado, de los típicos en que se meten de noche y todo, pero a nosotros no nos interesaba realmente eso de “ah, por acá hay fantasmas”.

–Igual hay un minisegmento que tiene esa forma de documental de caza de fantasmas.

–Sí, todo el documental va y viene entre el molino y el pueblo, tiene muchos segmentos. Hay como un diálogo entre la cotidianidad y la parte más mágica del molino; tratamos de generar ese contraste a nivel sonoro y a nivel visual. Están esa parte de la llanura y el campo; la parte del molino, donde todo es como muy tupido y misterioso; y después el interior de las casas, bajando a un nivel mucho más cotidiano.

–El documental tiene dos textos muy potentes, que son las intervenciones del prólogo y el epílogo. ¿Por qué resolvieron que esas frases abrieran y cerraran el documental?

–La verdad es que no me acuerdo de cómo surgió. Eduardo Bertinat es una persona que no estaba en un principio, pero es muy amigo de Omar Moreira [un historiador residente en Nueva Helvecia, cuyo relato viste el epílogo], vive en Paraguay y era la persona que mejor representaba la nostalgia, porque está lejos y vuelve muy poco; su infancia transcurrió muy cerca del molino, y cada vez que vuelve tiene que volver allá. La mayor parte de la gente de Nueva Helvecia no va mucho: si sos de ahí no vas, como pasa con todo. Bertinat tenía eso escrito acerca de cómo, cuando era niño, miraba ese paisaje y trataba de recrear con su imaginación cómo sería el molino cuando todavía estaba funcionando; nos interesó incluir esa mirada de niño que trataba de llegar a aquella época. Creo que le pasa mucho a la gente de ahí: imaginarse cómo era el molino cuando funcionaba. De hecho, César Montelongo, el guía no oficial del molino, cuenta que su sueño es comprar ese campo, poner carretas y rearmar todo como era. Hay una necesidad de volver a ese momento que es como una utopía del pasado. Pero también quisimos mostrar que la vida en aquellos tiempos no era genial, que había un montón de gente que emigraba porque tenía muchísimos problemas y pasaba hambre. En Nueva Helvecia persiste la idea del molino majestuoso que les daba trabajo a todas las familias y después se prendió fuego, como una catástrofe medio Titanic. No sé si eso fue tan así, ya que una de las teorías que se manejan es que no daba trabajo ni muchas ganancias, y lo prendieron fuego para cobrar el seguro. Yo no sé, ni siquiera sé si el molino fue una buena inversión o no, y creo que nadie lo sabe. Pero sí está esa añoranza de un pasado mejor, en relación con lo que en realidad fue un tiempo complicado para toda la gente de la región.

–También está la idea de una raíz común suiza.

–Sí, también tienen eso, que es muy raro. Por ejemplo, mi familia es de una región de la Pampa en la que hubo mucha migración alemana y rusa, pero no tienen ese grado de pertenencia tan fuerte. O sea, saben que tienen ascendencia alemana y conservan palabras, pero no salen vestidos con trajes típicos, no ponen escudos y banderas ni celebran fiestas alemanas. En esa región de mi familia la raíz se da más bien como algo de hecho, como sucede en la mayoría de los casos. Uno sabe de dónde son sus abuelos, pero vos no decís: “Voy a aprender danza lituana”. En Nueva Helvecia hay una racionalización y una conciencia de esa historia quizá exagerada. En el hotel Nirvana nos contaban que cuando van suizos no lo pueden creer, porque allá hay una identificación con una Suiza del pasado, y algunos dicen: “Yo comí en Nueva Helvecia comida como la que preparaban mis abuelos, pero que ya no se prepara así en Suiza”. Se pasaron de generación a generación recetas que en Suiza evolucionaron, pero que en Nueva Helvecia, con esa necesidad de mantener todo, no cambiaron.

–Hay un juego bastante divertido entre esa añoranza de Nueva Helvecia por Suiza y la clásica añoranza uruguaya de un país que se supone que era “la Suiza de América”.

–Sí, nos pareció interesante por eso de lo chiquito. Suiza es un país chiquito en Europa, Uruguay es un país chiquito en América, y Nueva Helvecia es un pueblo chiquito en Uruguay. Es como tratar de generar burbujas, porque Nueva Helvecia es un pueblo que está bastante bien, que es muy limpio y muy ordenado, y entonces es una pequeña Suiza dentro de la pequeña Suiza que es Uruguay.

–Siempre habrá un suizo para otro suizo.

–Exactamente, y van a generarse nuevas subsuizas para todo el mundo.

–¿Qué sensaciones te trajo la primera función que se hizo en Nueva Helvecia?

–Fue bastante fuerte, no sólo porque estaba completamente lleno, sino también porque estaban todos. La gente que había participado en la película, la del club de tiro, la del grupo de baile, los niños, los viejos. Todos. Era una especie de El gran pez [Tim Burton, 2003] al ver entrar a mucha gente e identificar caras conocidas, incluso algunas que habíamos olvidado. Eso fue lo más fuerte. No pensé en ningún momento que íbamos a llenar esa sala, porque es enorme, y cuando llegó el momento en que no dejaron entrar más gente me impactó.

–Vos viviste en varios países, y tenés una noción de lo que es la fragmentación de una nacionalidad. Esta película toca de lleno eso.

–Claro, es que la idea de nación siempre la sentí falsa. Yo no creo que una persona de Nueva Helvecia se sienta igual que un montevideano. Es una especie de forma de protegerse, como todas las etiquetas. Realmente es mentira, creo que un montevideano tiene mucho más que ver con un porteño que con alguien de Nueva Helvecia. Esto del agua, de la crecida, de que si llueve o no llueve, y cómo eso determina si el resto del año vas a vivir bien o mal... con eso, ¿qué importa si sos uruguayo, argentino o español? Lo que importa es si vivís del campo o no. No soy una persona que crea mucho en el concepto de patria, y no me siento tampoco argentina. No sé bien qué es lo que comparto con los argentinos. Entonces, me cuesta mucho sentir orgullo o vergüenza por cosas argentinas, porque son cosas que hacen otras personas, y, a menos que yo haya participado activamente en ese logro o en ese fracaso, no me importa. No me interesa de dónde era Gardel, ponele, me chupa un huevo, porque yo no estaba cuando Gardel cantó. Nunca entendí eso de que Gardel es uruguayo o Gardel es argentino, si yo no tuve nada que ver con Gardel.

–Martín Caparrós comenta en Contra el cambio. Un hiperviaje al apocalipsis climático (2010) que muchos se molestan cuando ven a gente de pueblos originarios que deja su ropa tradicional para ponerse una camiseta o un pantalón, pero que entre los porteños nadie se escandaliza porque alguien no se vista, por ejemplo, con un traje típico de la zona de Calabria o de Piamonte. La película me hizo pensar un poco en eso, al señalar la rareza de uruguayos que se visten de suizos.

–A mí también me resulta raro, porque aparte los cambios también tienen que ver con cuestiones climáticas. En Nueva Helvecia, varios nos contaban que los primeros suizos construyeron casas con el techo diseñado para que no cayera la nieve. Después se dieron cuenta de que era al pedo, porque no nevaba, pero hay casas hechas con ese techito. Y lo mismo con la ropa, que es para otro clima. Un chaleco de ese material no es para andar en Nueva Helvecia; hay que hacer un esfuerzo para vestirse así, y está bien cambiar, también. El tema es que es un concepto raro, porque el traje típico es casi siempre equivalente a “traje de antes”, o la ropa que llevaban los inmigrantes cuando llegaron a los países que los acogieron. Es decir, las ideas de lo que es un traje típico muchas veces están construidas en base a la mirada de los otros. A mí me pasó eso cuando viví en Noruega: en mi universidad cada uno tenía que llevar un traje típico de su país para cierto tipo de reuniones, y yo realmente no sabía qué ponerme. De repente estaba la posibilidad de vestirme de paisana, pero me pasaba eso que te decía de la nacionalidad; pensaba “¿ese es mi traje típico?, ¿quién se viste así en Bahía Blanca, salvo para disfrazarse en un acto en el que se baila la chacarera?”. Mi traje típico es lo que me pongo todos los días.

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