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Pecera.

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Este es un documental que, esencialmente, documenta. Enfoca un aspecto localizado (la situación de quienes se quedaron sin su fuente laboral y decidieron luchar por ella) de un episodio también relativamente localizado, aunque ilustrativo de una situación más amplia (la quiebra del Frigorífico Pesquero del Uruguay, Fripur). No busca analizar la situación, no brinda un panorama sobre el alcance de la empresa, su forma de funcionamiento y los posibles motivos de la mencionada quiebra, no abstrae de lo que sucedió cuestiones estructurales o éticas. Formalmente, dentro de las condiciones de un presupuesto al parecer exiguo, es una realización prolija, con encuadres cuidados, imágenes claras y preocupación por la articulación rítmica en el montaje. Donde el sonido directo no quedó lo bastante neto, se agregan subtítulos. No parece concebido prioritariamente como “documental creativo” (aunque tiene varios detalles creativos), sino que antepone su función de registro, documento y acción social a todo lo demás.

Hay una introducción en la que vemos encuadres estáticos de pintadas sindicales callejeras y escuchamos un montaje de audios (procedentes, al parecer, de programas periodísticos), que arman un mosaico visual-sonoro de la conflictividad laboral a mediados de 2015: en la educación pública, con los trabajadores de la Intendencia de Montevideo, relacionada con el desempleo y, en ese marco, el shock del cierre de Fripur, que dejaba sin trabajo a 960 personas que trabajaban allí (86% mujeres), sin perspectiva concreta siquiera de indemnizaciones por despido. Esas imágenes callejeras y voces periodísticas van a ser nuestra única instancia generalizadora. En adelante, las únicas voces que escucharemos serán las de las propias trabajadoras, y todas las tomas se ubicarán en el interior de la planta de Fripur.

Hay una transición interesante entre esa introducción callejera y el grueso de la película: se acallan las voces de los locutores periodísticos y tenemos una serie de imágenes del exterior de la planta. La cámara pasa hacia dentro y, en forma casi desafiante, enfoca el cartel que dice que está prohibida la entrada a personas ajenas a la empresa: lo vemos desde atrás, ya transgredida en los hechos la prohibición: un espejo nos ayuda a leer el contenido invertido del letrero. Es como si la cámara se asumiera en los hechos como un factor más en la ocupación de la planta, solidarizándose con las trabajadoras que se turnarían para cuidarla y mantenerla durante un año entero, con la expectativa de que la deuda de la empresa con ellas les valiera una apropiación de las instalaciones, para seguir con la producción bajo la forma de una cooperativa. En medio de lejanos susurros de las obreras, emerge una voz individualizada, a la que pronto corresponderá un rostro: el de Marlen Marrero, el “personaje” más destacado del documental.

De ahí en más, la película oscila entre el esquema de “cabezas parlantes” –entrevistas con trabajadoras, en las que nunca se escuchan las preguntas– y lo observacional –la cámara aparentemente invisible captando conversaciones y situaciones espontáneas–. Esos dos formatos de documental a veces están articulados con planos estáticos de espacios vacíos que recuerdan las imágenes callejeras del inicio, y por sucintos carteles que indican el paso de las estaciones del año.

Dentro de esos límites acotados es mucho lo que se informa y lo que se transmite. Por un lado, en lo anímico: los espacios enormes de la planta, cuidadosamente mantenidos por sus ocupantes, que conservan la esperanza de seguir trabajando ahí: ver esos ambientes es desolador –porque imaginamos cómo serían llenos de gente, con las máquinas funcionando, produciendo–, pero al mismo tiempo resulta conmovedor ser testigo del afecto con que el colectivo de trabajadoras los mantiene impecablemente limpios y bien cuidados.

La parte más intensa de la película es la primera serie de “cabezas parlantes”, donde distintas trabajadoras hablan de sus condiciones laborales antes de la quiebra. Lo que relatan es muy feo: debía ser realmente terrible trabajar en las partes refrigeradas de la planta, con todo mojado, sobre todo teniendo en cuenta que los implementos de uso obligatorio proporcionados por la empresa casi siempre eran inadecuados (las camperas muchas veces no tenían cierre y estaban agujereadas; para atenuar el frío las empleadas las trataban de cerrar con cinta adhesiva). Algunas trabajadoras se sentían frustradas por depender de un trabajo en el que no podían tener pintadas las uñas. Un pescador observa que, como casi todo el personal empleado, él es divorciado, porque era imposible conservar el vínculo familiar con un trabajo que implica una ausencia casi constante, a veces por lapsos de unos 70 días. El ruido en la planta era tan fuerte que casi no podían escucharse entre sí. Los mandos medios ejercían una prepotencia sádica sobre sus subordinadas (aunque ahora están igual de desempleados que ellas, en muchos casos unidos en la misma movida gremial por su fuente de trabajo). Había una alevosa persecución contra la actividad sindical. Y sin embargo, dice Marlen emocionada, le parte el corazón ver la planta detenida, y no puede dejar de sentir mucha pena por la quiebra de una empresa a la que dedicó su vida, aunque, cuando funcionaba, detestaba estar allí: los misteriosos y contradictorios mecanismos del apego. Más adelante, comentará la manera en que el cierre contribuyó a que las personas que trabajaban allí se conocieran mejor y se unieran, y sobre todo la sensación, mucho más amigable, de poder recorrer toda la planta, sentirla suya, sin que hubiera algún encargado botón gruñendo que hacia tal lado no se puede pasar.

El resto de la película es más diluido: el aguante, el cotidiano, el contar las moneditas de las colectas solidarias, los relatos del hambre y las ollas populares, el pasar el tiempo hablando de cualquier cosa, alguna reunión sindical. Vemos la manera en que Marlen Marrero ascendió, de ser una más, a la condición de una especie de líder o, al menos, de corazón de la movida, de pieza aglutinadora.

La cronología histórica se encargó sola de un detalle lírico: las primeras imágenes son del invierno de 2015 (justo enseguida de la quiebra de Fripur), luego vienen la primavera, el verano y el otoño, pautados por un optimismo con respecto a la posibilidad de que se concrete la cooperativa. Todo desemboca en el invierno de 2016, cuando nos encontramos con el único comentario objetivo de la película, en un par de letreros. Se dice que Fripur fue adquirida por una empresa canadiense, que puso 17 millones de dólares para las deudas, de los cuales 71% se destinarían a la devolución de préstamos bancarios y el 29% restante a los demás deudores, incluidos los trabajadores. Ellos recibirán no más de la mitad de lo que se les adeuda. No se aclara mucho más. Entiendo que la propuesta de la cooperativa se frustró. No queda claro si alguien de quienes trabajaban allí antes de la quiebra pasó a la nueva empresa, y, en tal caso, qué sucedió en ese sentido con los “personajes” que llegamos a individualizar en la película. Seguramente serían cuestiones no del todo resueltas al momento de finalizar el montaje.

Por lo tanto, la película no llega a concluir. Asumo que debe seguir irresuelta la situación de buena parte de esas casi 1.000 personas que se quedaron sin trabajo y sin cotidiano, a quienes este documental nos permite conocer, acompañar, visibilizar, dejando doler la frustración por una sociedad que no logra garantizar el ejercicio de los derechos mínimos que ella misma tiene instituidos.

  • Pecera, dirigida por Emiliano Grassi. Uruguay, 2017. Cinemateca 18.
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