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Al borde de un misterio

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Conocí a John Ashbery poco después de mi llegada a Nueva York, en 1975. Yo me alojaba en el Seminario Teológico Episcopal del barrio de Chelsea, en Manhattan. Quizá por falta de vocaciones, ofrecían en alquiler algunos cuartos. Acabado de mudar, un poeta joven invitó a leer a Ashbery precisamente en el seminario. Fui a su lectura y lo conocí. Teníamos un amigo en común, Severo Sarduy. Pero ya antes, en Londres (circa 1973) yo había ido a una lectura suya dentro del ciclo del Instituto de Artes Contemporáneas, organizado por otra poeta joven de Estados Unidos, Ann Lauterbach. El hecho es que nos hicimos amigos y lo visité con cierta regularidad en su apartamento de Chelsea, a dos o tres cuadras de mi lugar de residencia. Su último libro entonces era Three Poems, una obra ambiciosa de poesía en prosa que desató su registro del poema largo. Inmediatamente después de conocerlo, un libro suyo de ese mismo año, Self-portrait in a Convex Mirror, ganó los tres premios principales de la crítica estadounidense (el Pulitzer, el National Book Award y el National Book Critics Circle Prize). Dentro de la obra de Ashbery es un libro anómalo, en el sentido de que desde el título está personalizado y esto sirvió de anzuelo a los críticos en busca de una identidad personal o confesional. Por supuesto, el poema principal del libro no está centrado en Ashbery mismo, sino en una pintura del Parmigianino, y contrasta con otros títulos de tipo impersonal (A Wave, Flowchart), pero el Autorretrato significó reconocimiento y celebridad, lo cual no quiere decir aceptación ni comprensión de su poesía. Varios críticos en distintos momentos atacaron su obra. Por ejemplo, cierta reseña en el New York Review of Books escrita por un tal Ehrenpreis sin duda lo hirió, y lo vi llorar. Me dijo: “Escribí al NYRB y les dije que esa reseña había sido el empujón que necesitaba para renovar mi suscripción”.

Ashbery hereda una tradición poética del inglés que va desde John Keats hasta Wallace Stevens o Wystan Auden, quien escribió el prefacio a su primer libro de poemas. Caminando juntos por el sur de Manhattan, me indicaba: aquí vivió Stevens en tal y cual época, aquí vivió Auden. Más allá de esto, la vuelta de tuerca que orientó su poética está relacionada con su estadía de diez años en París, donde asimiló la tradición poética francesa, en particular el surrealismo y, a través del surrealismo, al uruguayo Lautréamont (uno de sus títulos es Hotel Lautréamont). Le gustaba mucho Hebdomeros, un libro de prosa poética de Giorgio de Chirico. De hecho, me prestó su ejemplar. En Francia escribió un libro de rompimiento, The Tennis Court Oath, que escandalizó a los lectores estadounidenses a causa del non sequitur de sus líneas descoyuntadas y desconcertantes. El surrealismo no explica su poesía, pero es un extra insoslayable que tiene que ver con el montaje, los saltos desconcertantes dentro de una sintaxis compleja, el abigarramiento de asociaciones; en breve, el carácter desafiante de su obra, que la hizo tan difícil de asimilar para el público anglosajón. En libros posteriores, la mixtura se hace más sutil y sabia, pero el descubrimiento del surrealismo, como posibilidad de escritura más que como imitación de su corpus, le permitió volverse irresponsable y, por lo tanto, prolífico. Es el margen que lo distinguió de sus antecesores y contemporáneos en idioma inglés.

Más allá de esto, su escritura es única. Su humor, por ejemplo, es completamente propio, y ajeno al surrealismo. De un modo aun más radical, podría decirse que su poética es kafkiana, ya que gira alrededor de un centro inaccesible, como El castillo. Esto hace que los razonamientos y especulaciones de sus largos discursos poéticos tengan un aire cómico y absurdo, y su única justificación no es el conocimiento que aportan, sino los “mordiscos de atención placentera”. No es posible mantener la atención a través de esos saltos bruscos, de modo que todo queda en “mordiscos”, en fragmentos a los que prestamos una atención intensa pero discontinua. Contra el “yoísmo” romántico o confesional, su poesía avanza apoyándose en los seis pronombres personales, desplazando en gran proporción a la primera persona del singular. Suele apoyarse en un nosotros, un , un él. De manera que el cariz confesional común a mucha poesía se diluye en cierta impersonalidad razonante, que hace difícil o imposible situar a un sujeto poético. El poema aquí es la voz de nadie, la voz de las cosas, ni siquiera una voz. Es un “paisaje de humor sin música escrito por la música”, “un flautín casi inaudible”, “una banda de sonido visible”, o un “cuarteto” en que cada instrumento alterna y se entrelaza con los otros. Irónico y sereno, bordea un misterio.

Por intermedio de Ashbery también conocí y frecuenté a su amigo el poeta James Schuyler, con quien había escrito su única novela, A Nest of Ninnies. Debo decir que, después de Wallace Stevens, Ashbery es el poeta estadounidense que más me ha interesado a lo largo de mi vida. Mis traducciones de sus poemas, bajo el título Como un proyecto del que nadie habla, me sirvieron para asimilar su poética y sus procedimientos. Muerto a los 90, habiendo publicado más de una veintena de libros, es alguien plenamente realizado. La vida le concedió la oportunidad de culminar su empresa. Ahora, Tel qu’en Lui-même enfin l’éternité le change (“cómo la eternidad por fin lo transforma en Sí mismo”, según el verso de Mallarmé) podemos apreciar el conjunto, su obra transfigurada por el hecho de cerrarse sobre sí misma, pero también abierta, devenida el trasfondo fecundante decisivo de la poesía nueva que la sucede en el tiempo.

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