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Washington Benavides. Foto: Pablo Vignali (archivo, junio de 2015)

Colegas y amigos recuerdan a Washington “Bocha” Benavides

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Para Onetti, la muerte sólo se podía estimar como un detalle, y eso es lo que vivió el domingo Bocha Benavides: el poeta, letrista, ensayista y docente que falleció a los 87 años. Para muchos, aún resuenan los ecos de sus versos, el énfasis de su lectura, las incansables recomendaciones de autores rusos, estadounidenses, latinoamericanos. Extraños nombres que sólo adquirían sentido con su entusiasmo. Podían ser Mijaíl Bulgákov, TS Eliot, Ezra Pound y Emily Dickinson; Raymond Carver, Antonio Machado o Circe Maia. Lo que contaba era promover el placer por la lectura e incluso el desafío de la escritura. Sin respetar el canon, sin limitarse a exámenes inflexibles, sin aspavientos.

Trabajó como docente de literatura en secundaria y en la Facultad de Humanidades desde 1985, fue el maestro del Grupo de Tacuarembó, que se convirtió en la primera escuela para artistas como Eduardo Darnauchans, Héctor Numa Moraes y Eduardo Milán. Sus primeros textos los publicó en la revista Asir, y en 1955 se enfrentó a la inverosímil quema de su primer libro, Tata Vizcacha, cuando ni siquiera se sospechaba un golpe de Estado: “Lo que es yo, nunca me aflijo y a todito me hago el sordo”, decía el narrador, satirizando a una serie de personajes locales a partir de la moral vizcachera. El libro terminó siendo incinerado en una plaza por un grupo de extrema derecha que lo denunciaba por soviético, cuando su inspiración era el estadounidense Edgar Lee Masters.

Su nutrida obra, que incluye libros claves de la literatura uruguaya como Las milongas (1965) y Hokusai (1975), de culto para tantas generaciones, ocupa un lugar muy significativo en su trayectoria y le valió la identificación como “central poética”, por parte de Heber Raviolo en Marcha. Textos suyos fueron musicalizados por Alfredo Zitarrosa (23, entre ellos “Como un jazmín del país” y “Tanta vida en cuatro versos”), Eduardo Darnauchans (“El instrumento”), Daniel Viglietti (“Yo no soy de por aquí”) y Héctor Numa Moraes (“Viene viene”, “La Filadelfia real”), entre varios otros.

Hace un tiempo, cuando se enteró de que el Bocha estaba internado, el escritor y poeta Horacio Cavallo le envió una carta, en la que le decía todo eso que había callado tanto tiempo: “Te admiro desde hace muchos años. Mi formación, pese a haber envidiado sanamente a esos muchachos de Tacuarembó que entraban a tu casa a ver los vinilos y comer arroz con leche de Nené, fue en un altillo y con los libros que tenía a mano. Así que ya en mi adolescencia, gracias a Banda Oriental y a Darnauchans, y a programas de radio, conocí tu obra y fui profundizando en ella. Yo te agarré de maestro pero nunca te lo dije”, admitió, evocando una obra que fue signada por la musicalidad de sus versos, neoclásicos, vanguardistas o experimentales. Y más adelante agrega, “Para escribir mis primeros sonetos leí cien veces los de Los pies clavados y algunos fueron saliendo, primero balbuceantes y después un poco más seguros. Hasta te escribí uno en aquellos tiempos, pero nunca pude volver a encontrarlo. Pasaron los años y tuve el privilegio de que comentaras que te había gustado mi primer poemario. Guardo con orgullo una Brecha donde me nombrás como un poeta atendible. Y para mí eso siempre tuvo un peso enorme. Nunca te conté mucho de mi vida, pero trabajé como obrero muchos años, y cuando entraba al baño de la fábrica a fumar un pucho me llevaba un pedazo de papel de estraza y garabateaba un poema”.

De su obra, los libros que más lo impactaron fueron Las milongas y otras canciones y Los pies clavados. Para Cavallo se trata de los mayores sonetistas del país, y tanto lo admiró, que fue de oyente a su materia de Humanidades –Literatura moderna y contemporánea– e integró el taller literario que organizaba en sus horas libres, en el que también apostó por establecer vínculos y visibilizar la producción contemporánea. También destaca su papel en el canto popular, desde el que difundió la poesía mediante la fusión con propuestas musicales magistrales.

Numa Moraes inició en 1966 su colaboración compositiva con Benavides, que duró más de 50 años. Lo conoció en el liceo de Tacuarembó –“lo que te puedo decir es que sus clases no se olvidan más”–, pero el primer cruce fue cuando al Bocha le entregaron el Premio Nacional de Poesía. A Numa le pidieron que participara, e interpretó obras inéditas de otros poetas. Lejos de una actitud de formateo, Benavides alentaba a sus discípulos en sus características propias: “Nos mostraba todos los caminos que uno podía transitar. El Darno era un tipo muy culto, y agarró para el lado del rock y Bob Dylan, y la poesía antigua. En el caso de Carlitos [Benavídez, sobrino del Bocha] y el mío, respondimos a la raíz folclórica. Pero en esa época yo escuchaba todo, música clásica, folclórica, rock. No tenía esquemas. Y siempre nos marcaba lo que era de nivel, pero sin obligarnos. De pronto, si ponía al lado una letra de Palito Ortega y un poema de Juan Gelman o Antonio Machado, la distancia era enorme, y te lo hacía ver. Ahí escuché por primera vez de Gelman, conocí a Juan Cunha, me enteré de una señora que se llamaba Circe Maia. Lo que hacía era abrir un mundo. Para mí fue como un padre. Y de alguna manera, aunque no lo dijera, siempre me guio, hasta el último momento: en el último disco que grabé [Recordando a Yupanqui] está la marca del Bocha, porque cuando estaba antes de editarlo se me ocurrió contarle, y me dijo ‘supongo que habrás grabado ‘Sin caballo y en Montiel’, la mejor milonga de Yupanqui’. Y no, no la había grabado. Fui al estudio, llamé a [Mauricio] Ubal y la grabé. Hace unos días me había mandado tres poemas del poeta brasileño Manuel Bandeira y me dijo: ‘Mirá, tenés que ponerle música a esto, que es precioso. Vamos a hacer un disco para niños’. Y eso unos días antes de esta caída”.

Alcides Abella, el director de Banda Oriental –la editorial histórica de Benavides–, le recordó a la diaria que el primer libro que le publicaron fue Poemas de la ciega, de 1968, al que siguieron una quincena de títulos de poesía y de prosa poética. De hecho, mañana sale de la imprenta su última obra, El doctor, el mago y el juglar, que se presentará en la Feria del Libro. “La cercanía fue tal –cuenta–, que el Bocha apareció en la editorial en 1967, y cada tanto venía en vacaciones. Una de esas veces vino con un chiquilín que tocaba la guitarra y cantaba muy bien, y era Darnauchans. En las siguientes visitas vino con Eduardo Larbanois y con un muchacho de unos 15 años, que se llamaba Numa Moraes y había musicalizado a Bécquer. Estábamos a media cuadra de 18 de Julio, con las bombas de agua, las manifestaciones, los estudiantes, y él cantando una poesía impactante”. Cuando lo destituyeron del liceo de Tacuarembó, Benavides se mudó a Montevideo y comenzó a trabajar como cobrador de la editorial: “También nos escribió muchísimos prólogos y varias traducciones. Porque era tan abierto a lo que venía de Estados Unidos e Inglaterra, como a lo de Francia, o a la obra de poetas medievales, o a un nuevo y desconocido autor latinoamericano. Era de una curiosidad infatigable. Como no participaba en ningún circuito cultural, muchos no valoraron lo que él significó. La dimensión del Bocha no se calibró: está muy estudiado como creador de música popular, como traductor, como poeta, pero no se estudió al Bocha docente, que fue excepcional”, advierte.

Si te parece

Desde Tacuarembó, la inigualable Circe Maia comentó a la diaria que lamenta la pérdida de un amigo. La autora de Dualidades conoció a Benavides de adolescente, cuando llegaba de vacaciones a Tacuarembó. Después, cuando se instaló en la ciudad norteña, Circe comenzó a trabajar como docente de filosofía. “Como éramos colegas, conversábamos en los recreos. Mi amistad es de esa época”, dice. Sus recuerdos más recientes son de cuando él y su esposa iban a veranear al lado del lago Iporá, donde se dedicaban a recordar aquellos tiempos. “Todavía hablo con los que tuvieron al Bocha como docente, y lo recuerdan mucho. Incluso hace unos años se formó la cátedra Washington Benavides [que se dedica a organizar talleres y actividades artísticas] y el año pasado di por primera vez en ella un tallercito de poesía y traducción”, cuenta.

Sobre su obra, reconoce que eran poetas muy distintos, pero no en cuanto a la disciplina, ya que eran grandes admiradores de Machado, por ejemplo, y coincidían en varios autores. “Me sentía muy cercana a sus milongas, y a su libro Fotos [1986], que me parece espléndido. Recuerdo el final de un poema inédito, que conocí durante esas visitas que hacía a Tacuarembó, cuando nos reuníamos en la casa del doctor Seoane. Creo que se llamaba ‘El fin’, y decía, ‘no el polvo, no el hueso, no la sombra. El verdadero fin: esfera blanca de reloj sin horas’. Eso me había impresionado, por la desaparición del tiempo de un reloj sin horas”, observa la poeta que, en sus versos, logra detener la destrucción del tiempo.

En El doctor, el mago y el juglar, uno de los poemas reza: “No puedo despedirte, Tomás de Mattos: / Ya sé que debes irte / donde no hay bibliotecas, / ni arrebatos [...] Tomás, no puedo / soltarte la mano gordezuela / el solo gesto me consuela / Y me aleja del miedo... / Así que: hasta mañana / Gran Tomás, / no vengas muy temprano, / quiero dormir un poco más / y en paz”. Entre su descanso, sus nuevas bibliotecas y arrebatos, la literatura seguirá siendo su destino. Y es que no fue de por aquí, no fue este pago su pago. Y es que parece cosa de tango. Parece, pero no es.

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