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Can. De izquierda a derecha: Irmin Schmidt, Holger Czukay, Damo Suzuki, Jaki Leibezeit y Michael Karoli. Foto: s/d de autor

Hecho en Alemania

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Durante los años 50 y 60 se mantuvo la idea del rock ’n’ roll como una creación anglosajona (principalmente afroestadounidense) y un monopolio cultural correspondiente a ese origen, con apenas epígonos entusiastas en algunos países, de mayor o menor calidad pero siempre relegados a un rol subordinado y mimético. El primer gran desafío creativo a ese monopolio provendría de un país que se había enfrentado –militar e ideológicamente– con el mundo anglosajón a lo largo de todo el siglo XX, que había sido derrotado en los campos de batalla y dividido como nación, con una generación de jóvenes crecidos en un territorio devastado y avergonzados de esos padres y abuelos que habían generado el nazismo. Pero Alemania también hervía con una mezcla de rebeldía hacia ese pasado inmediato y la conciencia de poseer una de las tradiciones culturales, especialmente en lo musical, más destacadas y vanguardistas de Europa, y de esa generación de jóvenes, de la que surgieron tanto la guerrilla urbana de la banda Baader-Meinhof como el cine de Rainer W Fassbinder y Werner Herzog, surgiría también el más notable de los movimientos rockeros de la Europa continental, el algo despectivamente llamado krautrock, en alusión al mote (kraut, abreviación de sauerkraut, chucrut) que los soldados aliados les daban a sus adversarios alemanes en los frentes de guerra. El krautrock era tan diverso como reconocible en su espíritu y climas. Incluía bandas de rock pesado y psicodélico (Amon Düül II), pioneros del pop electrónico (Kraftwerk), experimentadores en el formato canción (Faust), precursores del minimalismo (Neu!), proto-ambient (Cluster) o compositores de bandas de sonido poco tradicionales (Popol Vuh). Y, por supuesto, ese proyecto inclasificable llamado Can.

Accidentes afortunados

El bajista Holger Czukay nació en 1938, en la disputada ciudad de Danzig (ahora perteneciente a Polonia y llamada Gdańsk), y creció en los turbulentos desplazamientos de poblaciones posteriores a la ocupación rusa del fin de la guerra. Interesado en el sonido y la música, había estudiado en Berlín junto al estadounidense John Cage, y luego en Colonia fue alumno del compositor de vanguardia Karl-Heinz Stockhausen, pero en lugar de dedicarse a interpretar o componer música, prefirió simplemente enseñarla. Uno de sus alumnos, un joven y arrogante guitarrista llamado Michael Karoli, le hizo conocer a The Beatles y los experimentos sonoros de su tema “I Am The Walrus”. Al mismo tiempo, uno de sus antiguos compañeros de estudios, el tecladista Irmin Schmidt, volvió de Estados Unidos impresionado por las exploraciones de una banda poco popular que había tenido la suerte de ver, The Velvet Underground, y ambos decidieron –aunque ya eran treintañeros, una edad avanzada para los rockeros de la época– formar un grupo de rock que se moviera en una dirección tan innovadora como la que habían aprendido de sus maestros en la música clásica. Sumando al baterista Jaki Liebezeit, a Karoli y a un más bien desafinado vocalista estadounidense negro llamado Malcolm Mooney, crearon en 1968 Can.

Una característica notable de esa banda fue que, al menos en su formación clásica, el equilibrio de poderes, notoriedad y talento entre sus integrantes era total, ya que todos contribuían –a veces en forma violentamente conflictiva, por lo que se sabe– a la elaboración del sonido grupal. Aun así, Czukay tenía un rol particular y en el fondo decisivo, como productor, seleccionador y estructurador: a partir de largas improvisaciones colectivas, elegía y articulaba los momentos más interesantes. “No estábamos pensando –diría décadas después a la revista Mojo–. Cuando hacés música en compañía, tenés que alcanzar un accidente en común”.

Czukay y Liebezeit fueron además los creadores del ritmo particularmente distintivo del krautrock, al que denominaron motorik (como un motor), caracterizado por un beat de batería maquinal y minimalista en 4/4, que se mantiene como un pulso constante y sin grandes cortes, emulando a una máquina de ritmo. Esto fue adoptado con resultados más mecánicos por otras bandas, como Neu! y Kraftwerk, pero no había nada maquinal ni inhumano en el motorik de Can, que en los discos parecía entrar en una suerte de trance mántrico, con un inimitable groove que ejemplifica a la perfección la frase de Brian Eno acerca de que “la repetición es una forma de cambio”. Aquellas bases, tribales, pacientes y enroscadas, capaces de hacer creer que el funk fue inventado por unos científicos germanos, serían una parte tan constitutiva del sonido de la banda que borrarían el concepto, habitual en el rock anglosajón, de que lo principal son las guitarras, los teclados o las voces. En particular, Czukay se distinguió por tocar en las octavas más agudas de su bajo eléctrico y cumpliendo con la exigencia del baterista Liebezeit, quien le decía: “Holger, no toques donde yo toco. Nunca trates de doblar un bombo, tocá en otra parte”.

Can editó en 1969 su primer disco, Monster Movie, con claras influencias de The Velvet Underground (mucho antes de que eso fuera algo habitual) en los teclados y los beats repetitivos, y una extensa improvisación de 20 minutos titulada “Yoo Doo Right”, que en realidad era un extracto de seis horas de jam. Pronto Mooney abandonó la banda, luego de una crisis nerviosa y de que su psiquiatra le recomendara alejarse de algo tan caótico como la música de esa banda. No fue exactamente una gran pérdida en lo interpretativo, pero, fieles a su ideología poco convencional, los restantes miembros del grupo no lo sustituyeron por alguien más profesional, sino por lo contrario: un melenudo cantante callejero japonés llamado Damo Suzuki, a quien Czukay y Schmidt encontraron por casualidad haciendo lo suyo y pasando la gorra en la puerta de un bar. La elección era más bien arriesgada –Suzuki no era un cantante más afinado o convencional que Mooney, y ni siquiera manejaba bien el inglés–, pero su resultado fueron tres de los discos más sorprendentes y majestuosamente creativos de los 70.

Los años dorados

Aunque Suzuki era, más que un cantante propiamente dicho, un agente libre y un performer caótico que intervenía las canciones, los tres discos que Can grabó con él son lo mejor de toda su producción, y tal vez del krautrock en general. El primero de ellos, Tago Mago (1971) es el más extremo y experimental de su carrera, y a más de 40 años de su edición sigue siendo difícil, intrincado y, a la vez, hipnótico. Se trata de un álbum doble con varios temas muy extensos, que hacen parecer canciones pop a lo más psicodélico de la obra de grupos como Pink Floyd, Soft Machine o Grateful Dead. Con una clara inspiración lisérgica, pero también de las búsquedas sonoras de la música culta contemporánea, el free jazz y la electrónica, Tago Mago es un largo viaje de atmósferas, improvisación, ruidismo y un notable sentido del ritmo, que hasta el día de hoy resulta difícil comparar con algo, a pesar de la cantidad de músicos que han intentado reproducir su sonido. Su sucesor, Ege Bamyasi (1972), era en cambio una depuración de Tago Mago, que compactaba sus ideas rítmicas y sonoras en un formato de canción más tradicional y melódico, aunque tampoco se parece a nada. Descrito como el disco favorito de rockeros indie como Thurston Moore (Sonic Youth) o Stephen Malkmus (Pavement), tal vez sea la mejor puerta de entrada a la obra más personal de Can. Future Days (1973) culminaría la deslumbrante trilogía y sería el último disco con Suzuki, aunque el japonés aparecería en algunos temas improvisados (y excelentes) en la edición de sesiones radiales del DJ británico John Peel, uno de los principales difusores de la obra de los alemanes en Reino Unido. En Future Days recogerían la experimentación formal de Tago Mago, pero con una inclinación mucho más relajada, radiante y precursora de la música ambient. Es un disco muy elaborado y con una profunda serenidad melódica, que sorprende menos que los anteriores pero gana en belleza pura y en una emotividad que no es precisamente la cualidad más notoria de la banda.

Después, con Schmidt como cantante, siguieron lanzando discos –un tanto más convencionales y funky– en los que se pueden encontrar varias joyas, pero nunca repitieron las cimas de creación y riesgo de aquella trilogía. Aunque nunca fueron una banda realmente popular fuera de Alemania, lograron volverse un grupo de culto en Inglaterra, donde produjeron una gran impresión sobre todo en la generación del after-punk, y fueron idolatrados por músicos como John Lydon (Sex Pistols, PIL), Ian Curtis (Joy Division), Julian Cope y Mark E Smith (The Fall), en cuyas obras es fácil reconocer ideas y conceptos sónicos de los alemanes. También fueron objeto de culto de la generación indie de los 90, y siguen siendo sampleados y venerados, ya no sólo por músicos elitistas y más o menos underground, sino con el reconocimiento de una banda clásica.

Czukay abandonó Can en 1977, pero siguió relacionado con la banda y participando en algunas de sus reuniones, dedicado principalmente a la producción y la experimentación en el sonido. En 2001 falleció Karoli, a principios de este año murió su compañero de bases, Jaki Liebezeit, y meses después la esposa del bajista. El martes, Czukay fue encontrado muerto en su casa de Weilerwist, el antiguo estudio de Can, y su muerte fue comentada en forma proporcional al prestigio que su trabajo le había ganado: lentamente y lejos de las luminarias mediáticas que nunca le interesaron.

A principios de este siglo, a la revista alemana Sueddeutsche Zeitung-Magazin se le ocurrió cruzar a los ya sexagenarios Czukay y Schmidt con algunos de sus fans más famosos, los integrantes de la banda de britpop inglesa Blur, entonces en la cima de su fama. Los poco impresionados alemanes se dedicaron a tratar con mucha sorna a sus algo pretenciosos admiradores y jóvenes colegas, y Czukay les dejó en claro su integridad artística y el camino férreamente personal que Can había elegido en su momento. Dijo el bajista: “Para nosotros no era una opción tocar rock ’n’ roll estadounidense. No importa lo buenos que eventualmente pudiéramos ser [dedicándose a eso], siempre habríamos sido de segunda clase. Pero queríamos ser los número uno, por eso creamos nuestro propio universo”. Un universo musical que sigue tan vivo e independiente como hace 40 años, más allá de quién se haya muerto o cuándo.

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