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La senda de los detectives

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Una manera especialmente interesante, me parece, de leer La procesión infinita, la tercera y más reciente novela de Diego Trelles Paz (Lima, 1977), es a partir del otro libro publicado este año por su autor, el ensayo Detectives perdidos en la ciudad oscura, que lamentablemente no se consigue en Montevideo (pero sí la novela). En sus páginas, Trelles Paz propone y desarrolla la noción de “novela policial alternativa hispanoamericana”, un “modelo en formación dentro de la rama de la literatura detectivesca que nace de la necesidad de conciliar la incompatibilidad manifiesta entre la ideología, el imaginario y los mecanismos narrativos presentes en la novela policíaca, mayoritariamente anglosajona, y la compleja realidad de los países latinoamericanos”, y que encuentra en Borges a un precursor, pasa por la obra de los mexicanos Vicente Leñero y Jorge Ibargüengoitia, y desemboca en Los detectives salvajes (1998), de Roberto Bolaño, su primer momento de plena realización y esplendor. Esta “novela policial alternativa” se sirve de procedimientos del género negro o policial (en particular de modos de lectura) para construir narraciones que no son propuestas como policiales (como pasa con la post ciencia ficción, aquella que retoma los lugares comunes del género desde el mainstream), pero que notoriamente incluyen algunos de sus elementos consabidos: crímenes y pesquisas, por ejemplo, pero no necesariamente detectives o policías. Y acaso lo más importante: son novelas que se repliegan en enigmas: el lector, devenido el verdadero detective en el asunto, no necesariamente contará con todo lo que haga falta para “resolver” el misterio, que permanecerá opaco para él. Por supuesto, quienes leyeron Los detectives salvajes entenderán por qué Trelles Paz le confiere cierto lugar paradigmático en cuanto al policial alternativo: terminada esa obra, las pocas respuestas han generado ante todo más –y muchas– preguntas, violentando así la lógica del whodunnit, aquella forma del relato detectivesco en que la verdad última de la trama es quién es el asesino.

Entonces, La procesión infinita admite (reclama, quizá) ser leída desde la noción del policial alternativo propuesta por su autor, casi como si en el par ensayo/novela operase algo así como la presentación de una teoría y su práctica. En rigor, Trelles Paz ya había trabajado estas pautas en sus novelas anteriores –El círculo de los escritores asesinos (2005) y Bioy (2012)–, y ambas quedan de alguna manera absorbidas por La procesión infinita: la primera mediante una alusión (que pasa inadvertida para quien no la ha leído) en el primer capítulo, acerca de la muerte de un crítico literario, y la segunda transfigurada en otro libro, titulado Borges (por supuesto, Borges + Bioy = Bustos Domecq, autor de relatos policiales) y escrito por Diego, uno de los personajes del libro.

También reclama La procesión infinita, gozosamente, más de una lectura. Su enigma principal (no el único) pasa por un posible asesinato –a ver si me las arreglo para no spoilear–, y la novela se organiza intercalando las voces de los personajes vinculados o vinculables con el hecho (y, por supuesto, con varios tantos asuntos), que se mueven desde Lima hasta París y Berlín, de 2000 a 2015. Es fácil pensar enseguida en Los detectives salvajes, y el quinto capítulo de la primera parte retoma la organización de la sección más extensa de la novela de Bolaño (pequeños relatos notoriamente orales, precedidos por una indicación del emisor junto al lugar y la fecha de emisión). Sin embargo, en la recreación de estilos y modos narrativos que resuelve felizmente Trelles Paz cabe leer el impulso de no quedarse en el círculo de aquella novela fundacional de la literatura latinoamericana del siglo XXI sino, más bien, expandirla hacia otros lugares y fundirla con otras tradiciones. Así, por ejemplo, el tercer capítulo de la primera parte (que transcurre en Lima durante 2000 y es, por tanto, el momento más lejano en el tiempo de la obra), narrado en tercera persona (con abundante discurso indirecto libre) por un narrador innominado, organiza un juego de flashbacks, digresiones y rupturas de la linealidad, que alcanza a parecerse a los capítulos de la primera parte de El arcoíris de gravedad (1973), de Thomas Pynchon.

La novela, además, puede ser leída como un gran diagnóstico de la realidad peruana en su historia reciente, y de alguna manera parece darle más vueltas a aquella pregunta de cuándo se jodió el Perú que hacía el personaje de Zabalita en Conversación en la catedral (1969), de Mario Vargas Llosa: es decir, Perú sigue jodido, y a cada momento vuelve a joderse. La novela de Trelles Paz –que se instala marcadamente en una tradición tanto epigonal como parricida en cuanto al influjo de Vargas Llosa– emplea ciertos modos y usos de la narrativa histórica cuando remite a los primeros años del siglo XXI y deja al lector el trabajo de proseguir esas líneas, de trazar el diseño o constelación que conecta todos los puntos. Una vez más, el lector como detective y la narración como el problema, pero lo más interesante de La procesión infinita es que desde distintos puntos de vista son diferentes los enigmas, como si la novela fuese un extraño cuerpo poliédrico y cristalino que, en su rotación, genera distorsiones y espejismos. Uno de sus protagonistas –Diego, el autor de Borges– indaga e investiga, pero corresponde a los lectores indagar e investigar sus motivos para hacerlo, tanto como pasar en limpio (si es posible) sus conclusiones.

Dije antes que vale la pena leer La procesión infinita desde Detectives perdidos en la ciudad oscura; ahora, para cerrar, se me ocurre que también conviene leerla junto a Los ojos de una ciudad china (2016), de Gabriel Peveroni, otra novela cosmopolita, coral, posbolañana, con enigmas. Las dos, qué duda cabe, están entre lo mejor que se ha publicado en lengua castellana en lo que va del siglo.

La procesión infinita, de Diego Trelles Paz. Anagrama, 2017. 215 páginas.

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