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María Wernicke. Foto: Milagro Lagarejo

Tres lenguajes

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En el ámbito de la literatura infantil y juvenil, María Wernicke (Buenos Aires, 1958) no necesita presentaciones. Con una trayectoria extensa que incluye decenas de libros en los que ilustró textos de otros escritores, es también dueña de una voz personalísima como autora integral, en una línea de trabajo que comenzó con Uno y otro (2006) y continuó con Haiku (2011), Papá y yo a veces (2010 en portugués, 2013 en español), Hay días (2012) y Cuando estamos juntas (2016), entre otros. En estos días estuvo en Montevideo para participar como jurado en la cuarta edición del Premio de Ilustración de Literatura Infantil y Juvenil que otorga el Ministerio de Educación y Cultura, y aprovechó para dar una charla sobre uno de los últimos libros en los que realizó ilustraciones, El regalo de los Reyes Magos (2016, con texto de O Henry, o sea, del estadounidense William Sydney Porter –1862-1910–), que ganó el premio de la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de Argentina (ALIJA) en la categoría de mejor labor editorial. La entrevista con la diaria fue una charla distendida en la que también participaron la escritora Mercedes Calvo, la artista Natacha Ortega y los anfitriones de Espacio Dinámica, la distribuidora que trae a Uruguay numerosos libros de Wernicke.

–Viniste a Montevideo porque integrás el jurado del Premio de Ilustración de Literatura Infantil y Juvenil. ¿Qué importancia tiene este tipo de premios?

–El premio de ilustración, sobre un proyecto que puede continuar, me parece espectacular, porque además de lo económico es una distinción que implica apoyo, incentivo, acompañamiento. Qué maravilla que salga desde [el Ministerio de Educación y] Cultura y no sea algo que inventa una editorial. Que salga del Estado es algo que debería pasar en todos los países. En Argentina todavía no lo logramos: ALIJA otorga una cantidad de premios todos los años, y uno de ellos es a la ilustración, pero de libros editados. En este premio uruguayo se evalúa la capacidad narrativa: los postulantes tienen que mandar de tres a cinco ilustraciones del mismo tamaño y debe haber una narración desde la imagen. Se evalúan la imagen, la calidad, la técnica, la originalidad y la narración, que es fundamental, porque si no, ya no es ilustración.

–Además de eso, diste una charla sobre El regalo de los Reyes Magos, un libro que recibió en mayo el premio de ALIJA a la labor editorial y que, al igual que buena parte de tu obra, está editado en Calibroscopio.

–Judith [Wilhelm, directora y editora de Calibroscopio, junto con Walter Binder] me ofreció ese texto y yo no me sentí cómoda con él. La modalidad con ella es: “Yo te doy el texto y vos hacé lo que quieras”. La realidad es que ese libro lo trabajé sola, por mi cuenta, sin compartir absolutamente nada hasta que sentí que tenía algo y le dije: “Este va a ser el camino”. Después deshice ese camino, volví a empezar. Fue un proceso larguísimo. En general, cuando Judith y Walter me dan un texto para ilustrar, no comparto mi proceso con ellos. Recién empezamos a trabajar juntos cuando les doy mi propuesta, que está terminada. Sobre eso por ahí aparece algún cambio, pero son cositas, porque además me encargo del diseño, trabajo con el libro completo. Lo único que acordamos de entrada fue el formato. Ya nos conocemos desde hace muchos años y confían plenamente en que algo bueno va a salir, y se entregan. Con otras editoriales, como me pasó con Planeta, donde hace poco salieron dos libros de Guillermo Saccomanno [El nene y la sombra y El nene y el piojo] y falta el tercero, de entrada les pedí no tener contacto con ellos mientras hacía mi proceso, y les dije que si confiaban en mí les entregaba el libro terminado. Confiaron, y fue lo que hice: estuve un año con esos libros. En general, mis bocetos no muestran demasiado, son anotaciones que hago para mí. Son mínimas en serio, mamarrachitos. Lo que pasa es que no me gusta someterme a evaluación; no lo soporto, me traba. Y ahora puedo trabajar de esta manera, porque a lo largo de los más de 20 años que hace que estoy en esto, el proceso siempre fue presentar bocetos que son evaluados, te piden cambios, volvés a bocetar, entregás, hacés un primer original, lo mandás, te lo aprueban, vuelve, hasta que podés seguir con todo el libro. Eso me endurece, me pone en una situación de estar por debajo de, porque la palabra final la tiene el editor y me quita toda la polenta que puedo traer como autora de la imagen, de una nueva narración que acompaña a la palabra escrita.

–Ahora contás con una trayectoria que te permite trabajar más libremente.

–Me lo permite. El trabajo va creciendo a medida que avanza, y puedo llegar hasta la mitad del libro –en general, ya sobre los originales me pasa esto– y que aparezca algo inesperado, algo que no planeé, que leo en mis propias imágenes y que me lleva nuevamente al comienzo. A veces es algo que puedo incorporar sin desechar todo el original anterior. Pero un libro lo hice tres veces, hasta que me mandé. ¡Pobres editores! En ese caso, había presentado bocetos y, después de largas discusiones en torno al personaje principal, los aprobaron, hice los originales y, cuando iba a entregarlos, cambié y en tres días hice el libro íntegro de nuevo. El día que fui a entregar llevé un CD con todo nuevo: había respetado la narración, pero la estética era totalmente otra. Llegué a la editorial y les dije: “Lo único que les tengo que avisar es que no es lo que vieron”. No lo podían creer. Y cuando lo vieron me dijeron: “¡Qué bueno! ¡Esto es Wernicke!”. Someterme –porque siento que me someto con esta cosa de presentar bocetos– me provoca una inseguridad terrible, porque dependo de la aprobación del otro, y no de la autocrítica. Todo va a parar al otro, y yo necesito la autocrítica, que es la que me permite volver a hacerlo si me parece necesario. Con El regalo de los Reyes Magos tuve tres comienzos muy marcados y los abandoné. Recién en el tercero avancé. El primero se lo mandé a los editores. Eran algunas imágenes, nada más. Estaban felices y yo también, pero me trabé y no había forma de salir. Algo que me gustaba mucho lo fui endureciendo, y ya no... Les dije: “Les aviso que no creo que sea lo primero que vieron”. Ah... Desilusión. Yo era la primera desilusionada, porque eso era lo que quería y no pude: limitaciones.

–Tenés un estilo muy reconocible, más allá de lo amplia y diversa que es tu obra.

–Si ves la estética de mis libros, han ido variando, pero hay algo... Soy yo. Es eso: al final soy yo, haciendo ensayos de ser distinta o de ser todas las muchas yo que pueda ser. No es lo mismo un texto que otro, ni al ilustrar textos escritos por otros ni con los propios: el color o el material que use, por ejemplo, están en relación con una forma de sentir algo que provoca ese texto. Aunque cuando yo hago mis propios libros –texto escrito, diseño e imagen– pienso todo junto: los tres lenguajes están en el mismo lugar. Voy alternando: en ocasiones hay más fuerza en la palabra, en otras la fuerza de lo que se cuenta está en la imagen.

–En tus trabajos, texto e ilustración están imbricados: no es posible imaginar una cosa sin la otra.

–Con Iris Rivera hicimos Haiku, un texto que ya había sido editado en una revista. Yo no lo conocía. Lo distinto respecto de otros proyectos fue que trabajamos solas: el contrato llegó después, cuando teníamos el proyecto que queríamos. Iris es una tipa muy generosa, muy abierta, y nos conocimos trabajando en ese texto. Fue maravilloso porque realmente hubo un intercambio, entre las dos establecimos un ritmo. Fue casi como si yo lo escribiera, o casi como si ella lo ilustrara, porque fuimos flexibles, nos dimos mucho espacio para intercambiar, para no fijarnos en que “esta es mi imagen” o “esta es mi palabra”. Salió un proyecto que fue creciendo a medida que lo íbamos haciendo. Era escuchar, escucharnos mucho.

–También trabajaste con ella en Quién soy. Relatos sobre identidad (2013), un conjunto de cuentos sobre historias de nietos recuperados.

–Pero ahí trabajamos por separado. Ella se juntó con Jimena [Vicario] para que le contara la historia, y yo no quería tener contacto con ninguna de las dos, porque sentía que Iris había escrito el texto a partir de ese encuentro, y yo no quería ilustrar a partir de eso: quería ilustrar literatura, no la vida real. No quería ver fotos, nada, nada, sino trabajar desde mi experiencia y mis vivencias. La dictadura es un tema que me tocó vivir, ya adolescente: no era una nena de cinco años, tenía 17. Quería sentir a partir de ese texto y de mi propia vivencia. Y fue muy fuerte. Muy fuerte. Me movilizó mucho. A partir de eso pude hablar de cosas de las que no había hablado más que con muy pocas personas. Para todos los que estuvimos en ese libro fue así. Me juntaba con Istvan [Schritter, Istvansch], acompañándolo a buscar material para sus ilustraciones y no podíamos parar de hablar de la conmoción que nos provocaba y de lo que nos costó ilustrar.

–Esa temática aparece también en Cuando estamos juntas.

–Antes de ser ilustradora, siempre escribí, desde adolescente; me tomé en serio mis cuadernos, escribía y escribía. Y tengo cosas escritas que están en relación con Cuando estamos juntas, sin siquiera haber imaginado que algún día iba a ilustrar o hacer un libro sobre eso. La dictadura fue un tema del que había hablado muy poco, me marcó al punto de sentir que hay cosas que de verdad no puedo hablar con cualquiera, que tengo que saber con quién estoy para poder hablarlas. Me quedó el síndrome del enmudecimiento, la paranoia de que no sé quién está al lado mío, de que no voy a decir a boca de jarro todo lo que pienso; un miedo que nos marcó a toda una generación. Con el cuento de Quién soy fui consciente de hasta qué punto me había marcado. Yo ya tenía más de 50 años, y te hablo de cuando tenía 17. Aquel libro significó empezar a hablar, y por eso me animé a contar esa historia de Cuando estamos juntas y a meterme con un tema político, social, que llevaba conmigo y es parte de mi vida: la lucha gremial.

–Antes de Cuando estamos juntas habías publicado Papá y yo a veces. Ambos se caracterizan por la concisión, por un decir muy fuerte pero sutil.

–Se armó una trilogía, pero en realidad no lo pensé antes. Se armó después, a medida que iba teniendo uno, otro y otro libro. Me decía: estoy contando dentro del mismo mundo, estoy pisando el mismo terreno; la cronología fue Papá y yo a veces, Hay días y Cuando estamos juntas. Cuando estaba haciendo Papá y yo a veces, jamás me imaginé que iba a haber otro libro con el mismo formato, la misma tipografía y un lenguaje similar. El texto en el que se basa en realidad es algo que escribí de distintas formas a lo largo de 30 años. Seis años antes de que se publicara, de que fuera libro, estaba con Iris –ya habíamos hecho Haiku– en un congreso, y en el momento de salir a almorzar me dice: “¿En qué andás?”. “Ahí estoy, queriendo escribir algo sobre la muerte”. Entonces me mira y me dice: “¿Tema: ‘la muerte’?”, y me pone cara de asco. “¿Cómo es eso? ¿‘Voy a escribir sobre cómo lavarse los dientes, voy a escribir sobre ‘tema...’?”. Me gastó con eso. Cuando pude empezar a armar algo a partir de lo que daba vueltas en mí, que no era un texto, no era una palabra, eran sentimientos, vivencias, cosas que me marcaron, me di cuenta de que había algo que quería contar, y de que era hablar de la vida. Algo muy personal, muy íntimo, vivencial y que venía escribiendo desde hacía millones de años, desde que murió mi papá [Enrique Wernicke –1915-1968–, destacado narrador]. Mi viejo murió cuando yo tenía diez años, y así y todo me marcó muy a fondo, porque era un tipo apasionado, que amaba las plantas, la naturaleza, los animales, y yo tenía vivencias previas a los diez años que me marcaron de por vida. Quería hablar de eso: de la vida, no de la muerte. Con los otros dos libros también hay una cosa vivencial. No puedo decir que son autobiográficos, pero tienen una raíz que está en el recuerdo y en cosas muy sentidas. Cuando me dicen que llegué a transmitir algo de forma potente, lo agradezco, porque hay una búsqueda, que es la de escribir un choclo así y empezar a sacar, a sacar, a sacar, a no tener adornos. Pulir y que quede lo esencial. Buscar la palabra justa y la imagen justa. Tratar de llegar con algo al otro y no distraerlo. La búsqueda no va tanto por el lado de la belleza, sino de qué quiero transmitir, qué quiero contar, qué es lo importante.

–De Hay días, más que el texto, más que las ilustraciones, emocionan los silencios. Cuando en la primera escena la nena dice “mamá” y das vuelta la página y no hay nada más que la madre, hay una escena de escucha impresionante.

–Para mí es muy importante ese aire. Por eso la elección de tanto blanco, el manejo del espacio. Ahora estoy dando por primera vez un taller, en Buenos Aires, a dos chicas que son ilustradoras y querían trabajar la escritura en función de la imagen. Cuando me descubro hablando de las comas, de los puntos y coma, de los puntos y aparte, me doy cuenta de cuánto de esa puntuación, a la que le tengo un respeto infernal, llevo a la imagen. Y en eso me marcó mi vieja [Rosa Dror Alacid], escritora y correctora de las mejores. Aprendí muchísimo con ella. Cartas a Enrique es su único libro, pero, escriba lo que escriba, es impecable, una maravilla. Aprendí con ella mucho más que con mi viejo; con él no aprendí: lo leí. Pero desde que empecé a creer que lo que estaba haciendo podía tener título, mi vieja, con todo el cuidado del mundo, venía con el lápiz de escribir negro, que se podía borrar, y la goma al lado, a sugerir, a explicar: me corregía poniendo todas las opciones. Hasta el día de hoy, todo lo consulto y lo veo con ella. Imaginate el respeto, el cuidado que tiene que haber tenido para hacerlo con una hija, porque por ahí con otra persona es más fácil, pero yo la mandaba a la mierda. Ella trataba de cuidarme, y sobre todo de no bloquearme.

–¿Cómo fueron tus inicios en la escritura?

–Yo fui a Bellas Artes un año, a los 17. En realidad, empecé renegando de mi escritura, porque mi viejo era escritor, mi vieja era escritora, mi vieja trabajaba como redactora en revistas, la casa estaba llena de libros, y yo desde chica decía: voy a ser pintora, voy a ser bailarina, carnicera, relojera, qué sé yo. Pero no escritora. Así y todo, a los seis años, mi viejo me regaló una máquina de escribir en miniatura, que era una réplica de las primeras. A esa edad escribí el primer cuento. Los dos estaban todo el día taca, taca, taca en la máquina de escribir, y para mí era un juguete maravilloso. Después, nada: los dibujos, los dibujos, los dibujos. Y además, no leía. No quería leer, me aburría. Además, no quería libros viejos: en mi casa estaba lleno de libros viejos, yo quería libros nuevos. Para hacerme leer me regalaban un libro y me decían: “Cuando termines este, te regalamos otro”. Leía la primera página y la última, y decía: “Ya está”, porque lo que a mí me gustaba era el olor de los libros nuevos, pero no me gustaba leer. Empecé a leer de grande. En la adolescencia, a los 17, por ahí: poesía, ciencia ficción, policiales. Ahí arranqué. No quería saber nada con los libros y acá estoy.

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