Dicen que los homenajes hay que hacerlos en vida. No sé si los homenajes, pero sí los reconocimientos, o como quieran llamarlos; digamos, esas cosas que no hay que quedarse sin decir. Sucede que hace algún tiempo un músico que conozco apenas (Fernando de Moraes) publicó en Facebook unas fotos del maravilloso y microscópico camarín de Guambia, cuyas paredes de un amarillo intenso, por suerte, aún hoy, en el nuevo boliche que ocupa esa casa (El Chamuyo), están iguales, llenas de dibujos y frases escritas por muchos de los innumerables artistas que pasaron por ahí. Nos pusimos a chatear y, ¡claro!, mencionamos varias veces a Antonio Dabezies (su dueño y regente), y terminamos diciendo cuánto lo extrañábamos.
Porque era así: uno llegaba a probar sonido, tipo a las seis de la tarde, cargado de instrumentos, y capaz que Antonio ya lo invitaba con una. Andaba por ahí, dando vueltas, hablando poco, y de repente te decía cosas como “Che, ¿cuándo van a renovar el repertorio? Hace años que vienen haciendo lo mismo”. Y agregaba, con una sonrisa: “Son unos ladrones”.
Sentado atrás de la consola de sonido y, sobre todo, manejando las luces, se divertía como un niño. Estaba siempre atento a lo que se hablaba entre canción y canción, o a las letras, y de repente nos mandaba un apagón, o prendía la bola de espejos, siempre en consonancia con algo que se acababa de decir o cantar. Y como quien mete un chiste, claro. Desde allá arriba no veíamos su sonrisa pilla, pero la sabíamos de memoria.
Una vez llegamos y había hecho unos preciosos cartelitos, con mango y todo, para que sacáramos en tal parte de tal canción. Así daba placer preparar un espectáculo.
Porque Guambia era eso: placer. Las increíbles sillas y mesas de plástico eran un toque de terrajez barata (no muy acorde con el precio de las picadas, je). Me encantaban. Y no era casualidad que el lugar se llenara tan a menudo. Los espectáculos ahí siempre salían bien, y eso se debía a la onda del público, generada por la magia del lugar, y la magia del lugar se llamaba Antonio.
No hubo ni habrá, jamás, un lugar donde tantos músicos nos sintiéramos como en casa. Era nuestro nido, y no hay pájaros sin nido. Respetados hasta la exageración, bien tratados hasta el cariño, acaso inmerecido. Sepan que no es muy común, para quienes ejercemos esta profesión, sentir esas cosas. Ese buen ambiente propiciaba calidez y calidad, y ahí vi espectáculos increíbles de artistas que en otros sitios eran simplemente buenos, correctos. Inventarlo y mantenerlo tantos años fue hacer mucho por la cultura. Cuando íbamos a tocar por ahí, a alguna fiesta ajena, y nos tenían esperando horas en una habitación helada y a pico seco (lo cual, por suerte, no pasa siempre), uno lo soportaba mucho mejor –me doy cuenta ahora– porque su vida artística se dividía entre esos páramos y Guambia.
El público también se contagiaba; una mezcla perfecta de espectadores de teatro y de boliche. Y tal vez en esa ambigüedad radicaba gran parte del misterio del lugar.
El título de la nota no obedece sólo al placer de evocar la canción homónima, sino también a que, realmente, hay que estar un poco piroldo para hacer todo lo que hizo este hombre. No tengo vocación de autor de biografías, pero baste citar (además de todo lo aquí mencionado) a la revista El Dedo, que quedó grabada en la memoria de una generación como una especie de estallido libertario de alegría, en las postrimerías de la noche más larga y gris de nuestras vidas. Locos de esos que el poeta decía que ya no hay. Y sí, cada vez hay menos locos de esos, y más de los otros.
Claro que fue triste verlo pasar los últimos tiempos del boliche cansado de hacer trámites y más trámites para lograr habilitaciones parciales y fugaces del local, que debían renovarse permanentemente, abonando cada vez los gastos correspondientes. Crueldades de la vida, burreces de las bestias que destruyen o dejan destruir lo que se supone que deberían cuidar y fomentar. Sin embargo, las últimas funciones fueron fiestas. Agridulces, pero fiestas al fin; despedidas cargadas de emociones, amores y recuerdos, y también de dudas sobre el futuro de todos nosotros.
Termino acá, sin final, proponiendo (yo, pero en nombre de un montón) un brindis inmenso y eterno a la salud de todos los que pasaron alguna vez por ese gran monumento a la felicidad, ubicado en la calle 25 de Mayo. Músicos variopintos, actores, público, el inolvidable personal de la cantina y, por supuesto, un brindis por vos, Antonio: el namberguán de los namberguanes.