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Las horas más oscuras.

Guerra y paz

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Cine | Drama histórico.

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Ficha

“Las horas más oscuras” (Darkest Hour), dirigida por Joe Wright. Con Gary Oldman, Lily James, Kristin Scott Thomas. Reino Unido, 2017. Grupocine Las Piedras, Punta Carretas, Rivera, Torre de los Profesionales; Alfabeta; shopping de Colonia, Punta del Este y Salto; Movie Montevideo, Portones, Punta Carretas.

La popularidad de Winston Churchill (1874-1965) como figura histórica británica y mundial se puede ver como contracara de la posición de Adolf Hitler como el personaje más villanesco de la historia de la humanidad. Churchill fue –sin discusión– racista y decididamente imperialista, y si su papel en la Segunda Guerra Mundial no hubiera eclipsado el recuerdo de sus muchos fracasos podría ser recordado como uno de los responsables de la mayor derrota militar británica (la batalla de Gallipoli, en 1915, que finalizó con unos 60.000 soldados aliados muertos). Ni siquiera fue, como esta película parece asumir, un opositor ideológico de Hitler, por quien expresó admiración en distintas ocasiones. Lo que sí tuvo, y le valió la votación como “el mayor británico de todos los tiempos” en la famosa encuesta de 2002, fue la visión estratégica de que Reino Unido debería prepararse militarmente para frenar y anular las pretensiones hitlerianas de englobar a Europa –islas británicas incluidas– en un Tercer Reich. Y tuvo el liderazgo, la obstinación y la suerte fundamentales para lograrlo. De haber actuado de otra manera o con menos decisión y habilidad, viviríamos en un mundo muy distinto, y probablemente peor. Quien mantuvo una postura opuesta a la suya fue el anterior primer ministro Neville Chamberlain (1869- 1940), que favorecía un acuerdo de paz con Alemania y hoy en día representa tanto la actitud pusilánime como el ingenuo intento de conciliación con un monstruo que no merece confianza y está pronto para devorarte: el abandono egoísta de los vecinos europeos.

Las horas más oscuras describe justo este momento crucial, desde la renuncia de Chamberlain a inicios de mayo de 1940 –cuando Alemania recién había ocupado Dinamarca y Noruega– hasta el rescate de Dunkerque, que finalizó el 4 de junio (esta historia es el telón de fondo político del reciente film bélico Dunkerque, de Christopher Nolan). La línea de desarrollo implica a un Churchill confiado en que los demás países europeos podrían resistir la embestida germana con el apoyo británico; luego el desaliento y casi parálisis del mandatario frente a la serie de victorias arrasadoras del enemigo; y, finalmente, la decisión de resistir a cualquier costo. En el momento “más oscuro” gana peso la posibilidad, alentada por Chamberlain y el vizconde de Halifax, de negociar un acuerdo de paz.

Usualmente, tendemos a generalizar y a extrapolar a moralejas aquellas actitudes que una narrativa plantea como correctas. Mientras leamos esta película como “Churchill merece nuestra admiración y nuestro agradecimiento por haberse plantado en forma intransigente contra Hitler” la cosa es indiscutible, pero es difícil no leerla como “frente a fuerzas que se oponen a nuestros países y nuestro bienestar no hay contemplación posible; pensar que la hay es una estupidez suicida, y es mejor usar toda la fuerza de la que disponemos para aplastarlas”. El director Joe Wright parece haber tenido conciencia de ello y trató de darlo vuelta, en forma no muy convincente, declarando en entrevistas que el mensaje de la película es de resistencia, como la que, por suerte, observa en el pueblo estadounidense, que no parece aceptar con pasividad las atrocidades que propone Donald Trump (esto sería Hitler = Trump, Churchill = ciudadanos de espíritu democrático). Es medio forzado: en todo caso, es mucho más fácil e inmediato, dada la jerarquía del personaje y su fundamentada argumentación, hacer la equivalencia Churchill = Bush/Trump, Hitler = fuerzas enemigas del mundo desarrollado, y Chamberlain = pacifistas.

Es evidente, de cualquier manera, que la intención de la película no fue hacer una declaración sobre el mundo actual. Se trata de una más en la fatigosa suma de películas y series británicas sobre los grandes mandatarios de aquellos momentos cruciales de su historia nacional.

El personaje y su encanto

Ese tipo de películas suele tener tres gracias principales: 1. el relato que involucra personajes y episodios que se volvieron míticos; 2. la afirmación reconfortante de los valores nacionales (producto de orgullo para los británicos y de deslumbramiento para extranjeros que sientan atracción por ese mundo de aristócratas); y 3. el ejercicio de reconstrucción, que además de la dirección de arte suele involucrar el esfuerzo de algún tremendo actor que personifica la figura reverenciada, para que el público evalúe hasta qué punto le salió parecido y logró acercarse al carisma y gravedad que se supone que tuvo el personaje.

Empezando por lo último, Gary Oldman viene ganando premios importantes por su personificación de Churchill, que le requirió unas 200 horas acostado en la sala de maquillaje, además de comprometer la propia salud fumando unos 25.000 dólares de habanos. Sin duda, el trabajo involucra un gran virtuosismo en el uso del cuerpo, de la voz y de la observación de ciertas inflexiones. Junto a eso está el prodigioso maquillaje del japonés Kazuhiro Tsuji, que proveyó al actor de amplios cachetes, lunares y grandes entradas en el cuero cabelludo. Es sensacional, y efectivamente parece que estamos viendo un rostro natural, curioso híbrido entre Oldman y Churchill. En cuanto a la personificación, como suele ocurrir, involucra una exageración que bordea la caricatura. Oldman, que tenía seis años cuando se murió Churchill, en 1965, interpreta un personaje mucho más avejentado y excéntrico que lo que lucía el primer ministro en 1940. Esto quizá se deba también al propósito dramático de presentar, inicialmente, una figura por la que pocos daban crédito, pero que finalmente sorprendería con su vigor, carisma y lucidez, pese a su rara apariencia (gruñidos, silencios raros en que pareciera que su mente se apagaba durante largos segundos, torpeza social, comportamiento errático en momentos de importantes decisiones). Todo eso contribuye a una pátina de comedia en una película de trasfondo serio. Es medio triste que la maravillosa escuela actoral británica se contagie de un criterio circense de actuación a lo Hollywood, que premia especialmente el sacrificarse en cámara para diversión del espectador (véase ese excelente actor que es Leonardo DiCaprio, que terminó ganando su primer Oscar por zambullirse en agua helada y comer un hígado crudo).

Con respecto al punto 2 (afirmación de valores nacionales), la película sigue el mismo periplo de La reina (Stephen Frears, 2006). El primer ministro tiene relaciones tirantes con el rey, comete errores y hace apreciaciones equivocadas sobre la capacidad de aguante bélico de franceses y belgas. De pronto, Jorge VI empieza a entender su punto de vista, le tiende un voto de confianza, le da algunos consejos –que Churchill decide atender–, y todo se empieza a encaminar. Pero todavía falta un elemento para completar el crecimiento del personaje-mandatario: el pueblo. Churchill, quien nunca en la vida tomó un medio de transporte colectivo urbano, decide subirse al subte y preguntarle a la gente su opinión sobre asuntos básicos. A partir de entonces, consagrado por el rey y por el pueblo inglés, se carga del aura superheroico que le va a permitir conducir el país y el mundo libre hacia la victoria.

Finalmente, el punto 1 (personajes o sucesos míticos): la película pinta un momento fascinante y decisivo en la historia de la humanidad. Hubiera sido genial lidiar con sus dilemas y conflictos sin las afectaciones inherentes a los demás puntos, pero se da al revés, e incluso agregaron otras afectaciones más. Alternamos, sobre todo, entre dos puntos de vista: el del propio Churchill y el de su secretaria Elizabeth Layton. Esta es pintada como una muchacha común que se escandaliza un poco con las excentricidades del líder y le teme un poquito, pero aprende a admirarlo, siente nervios cuando lo va a ver por primera vez –y nosotros, que también lo veremos por primera vez, deberíamos compartir su expectativa, así como, luego, reírnos un poco cuando lo descubrimos irreverente, impredecible, chistoso; o deberíamos sentirnos privilegiados por poder verlo en la intimidad en trajes menores–. Las expresiones de Elizabeth, sobreexplicadas por la actriz Lily James y los primeros planos que las enfatizan, nos dicen todo el tiempo cosas como “ojo, estamos atestiguando un gran momento histórico”, “qué gran hombre”, “qué loco es, hay que bancarlo pero... qué admirable”. Las caras que pone Elizabeth son la versión facial de la actitud, igualmente infantil, de la música incidental, casi omnipresente e igualmente explicadita: este es un momento solemne e importante (oh), aquí (ja, ja, ja) es el interludio cómico, aquí (snif) debemos sentir una profunda congoja.

Diálogos y efectismos

La acción está hecha esencialmente de diálogos. En vez de asumirlo, el director opta por un estilo emperifollado que trata de rodear a las ocurrencias con “cine”, entendido como movimientos de cámara complejos, cortes rítmicos y llamativos (Churchill está dictando el texto de un discurso y cortamos a un plano de detalle de las letras siendo tipeadas), reencuadres en ventanitas y puertas, ángulos estrafalarios (mientras pasa un avión tenemos el picado cenital de un niño que está mirando hacia arriba con la mano cerrada alrededor del ojo para bloquear la luz del sol o para imitar una luneta; de ahí cortamos al ángulo opuesto, en que vemos el avión desde abajo rodeado por la mano del niño), uso expresivo del sonido (Churchill irritado con el discurso de Hitler en la radio golpea la puerta y el discurso silencia completamente). Unos pocos de esos recursos tienen algún sentido compositivo (como los travellings laterales en cámara lenta y con teleobjetivo mientras Churchill es trasladado en limusina, mostrando la manera como ve a la distancia a “la gente”, hasta que decide mezclarse con ella, y de pronto todos los movimientos ganan su velocidad normal y se vuelven menos distantes). Por lo general, se trata esencialmente de adornos un poco histéricos. Es como si el realizador pensara que ver a “Churchill” salvando el mundo occidental en una maravillosa “Londres de 1940” no tuviera interés intrínseco alguno, y una película que parte de tal premisa de anestesia audiovisual/ conceptual difícilmente pueda llegar a algo digno.

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