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The Velvet Underground (de izquierda a derecha, Lou Reed, Sterling Morrison, John Cale y Maureen Tucker) presentando White Light/White Heat. Foto: s/d de autor

Hoy se cumplen 50 años de la edición del segundo disco de The Velvet Underground

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Editar

1968 era un momento de crisis para la banda neoyorquina The Velvet Underground; luego de que el año anterior transcurriera entre idas y vueltas con la edición de su primer disco –The Velvet Underground & Nico, que había tenido un largo proceso de edición–, la banda se había distanciado profesionalmente de su mentor, el pintor Andy Warhol, y había echado (o ella se había ido por su cuenta) a la cantante alemana Nico, que para muchos era la (muy bella) cara del grupo. El disco, que confiaban en que iba a ser recibido como la obra maestra que evidentemente era, había tenido una acogida apenas tibia, en parte por problemas de distribución (fue necesario hacer dos veces la portada, debido a un juicio iniciado por alguien que aparecía en una de las fotos, y el sello promovió muy discretamente a esta obra que hoy en día llamarían “problemática”) y en parte porque iba bastante a contramano del Zeitgeist de una cultura que estaba atravesando el florido “verano del amor”, y al que este grupo de degenerados de Nueva York le ofrecía una colección de canciones sobre abuso de drogas, paranoia, sadomasoquismo y soledad.

Para peor, los dos líderes creativos del grupo, el guitarrista y cantante Lou Reed y el multiinstrumentista John Cale, habían entrado en una colisión de egos tanto a nivel creativo como amoroso (ambos habían estado involucrados sentimental y sexualmente con la ahora ausente Nico), a lo que había que sumarle un consumo intenso de alcohol y drogas de ambos personajes. En medio de este panorama turbulento y poco auspicioso, The Velvet Underground se metió en el estudio para grabar el disco más hostil, ruidoso y subversivo (y menos comercial) que se hubiera escuchado hasta el momento, el oscuro y magnífico White Light/White Heat (“Luz blanca, calor blanco”), editado el 30 de enero de 1968 y que sigue siendo una obra tan incómoda, voluptuosa y arrasadora como lo era hace medio siglo.

Sonrisa de calavera

Es muy frecuente que se denomine a The Velvet Underground “padrinos del punk y del rock subterráneo”, pero si se revisa su obra se nota que –aun cuando es profundamente experimental y transgresora– tiene mucho más en común con el folk rock y las melodías suaves y psicodélicas de fines de los años 60 que con otras bandas de la época, que fueron más brutales y genuinamente punks, como MC5 y The Stooges. Pero la obra que define a los integrantes de la Velvet como patriarcas del ruido y el abuso sónico, incluso mucho más allá de las fronteras del punk o del heavy metal, es este White Light/White Heat, en el que, tras haber experimentado con el ruido y las disonancias heredadas de la vanguardia en su disco debut, decidían soltar amarras del concepto mismo de música pop. Era, según John Cale, “un disco muy rabioso... El primero tenía cierta gentileza, cierta belleza. El segundo era conscientemente antibelleza”.

Grabado en apenas dos días y compuesto en su mayor parte a partir de ideas que habían ido desarrollando e improvisando en vivo, el disco era consecuencia de todos los factores que se mencionaron al principio de esta nota, pero también de sus condiciones de producción. Desde un principio no sólo se planteó grabarlo prácticamente en vivo en el estudio, y casi sin overdubs (regrabaciones y agregados), invitados o instrumentos no habituales en sus conciertos, sino que además tuvo mucho que ver que, gracias a un auspicio de la marca, la banda contó con nuevos amplificadores Vox, notables por su volumen, que aprovecharon a subir al máximo durante las sesiones.

Este disco capaz de asustar a ingenieros de sonido contenía seis canciones, dos de ellas muy extensas (“The Gift” y “Sister Ray”), y desde la tapa anunciaba que se trataba de algo muy distinto de su disco debut. Si The Velvet Underground & Nico tenía una tapa muy luminosa, con una banana sobre un fondo inmaculadamente blanco diseñada por Warhol, la de White Light/White Heat era completamente oscura: una superficie negra con el nombre de la banda y el disco en letras blancas, más bien pequeñas. Pero la portada tiene su trampa, ya que no se trata de una lámina de color negro uniforme, sino que con un poco de atención podemos notar que en su esquina inferior derecha se puede distinguir, en otro tono de negro, un brazo con una calavera tatuada. Un trabajo más sutil que la llamada banana cover del primer disco, también idea de Warhol, pero mucho más en sintonía con la temática y la estética de un disco en el que la banda parecía abrazar todos los tópicos siniestros con los que ya se asociaba su nombre.

Sin embargo, algo que no suele notarse de este disco oscuro y maligno es que –a pesar de su considerable violencia lírica y de sus letras sobre orgías homosexuales, operaciones fallidas, infidelidades, drogas fuertes y muerte–, es un disco de comedia, lleno de un humor negrísimo, pero humor al fin. Todas las canciones tienen un toque farsesco, a veces más evidente, como en “The Gift”–un relato sobre un hombre que se envía a sí mismo, por correo, a su novia y lo matan por error al abrir el paquete– o “Lady Godiva’s Operation”. Otras veces es más sutil, como el doble sentido de la única canción “sentimental” del disco, “Here She Comes Now”, que no refiere al arribo de una chica a ningún lugar sino a su orgasmo (come, “llegar”en inglés, tiene la misma doble lectura que “acabar” en castellano). O el tono de esnobismo casual con el que se cuenta el flash de la inyección de anfetaminas en “White Light/White Heat”, muy distinto del colapso existencial que producía la droga en “Heroin”, del disco anterior.

Pero el humor se nota –más que en las irónicas y perversas letras de Reed– en algunas de las más notorias decisiones musicales, que parecen inspiradas en el deseo de ir a donde ninguna banda de rock-pop había ido, pero también en las simples ganas de incordiar al oyente y a la compañía de discos. Así, en la sensual e hipnótica “Lady Godiva’s Operation”, clara heredera de las melodías circulares y ligeramente orientales de “Venus in Furs” y “All Tomorrow’s Parties”, Cale canta con elegancia morbosa acerca de una intervención quirúrgica en la que algo sale definitivamente mal, cuando, de pronto, Reed lo releva en un verso (a un volumen muy distinto y con un fraseo mucho más torpe) y se alternan hasta el final. “White Light/White Heat” sigue una estructura de rock más o menos tradicional (aunque cubierto de saturación de guitarra fuzz) en la que, cuando está cerca de finalizar el tema, Cale no sólo mete una nota fuera de escala, sino que la repite como si quisiera destruir la canción, que finalmente se disuelve en un caos que emula el deslumbramiento del efecto de la droga a la que le canta.

En “The Gift” la voz y la música están completamente separadas en el estéreo, por lo que uno puede escuchar el tema sólo como un relato o como un instrumental, algo que se logra al bajar el volumen de uno de los dos canales. También es evidente que hay un gran sentido del humor detrás de los superestridentes acoples de la guitarra de Reed en “I Heard Her Call My Name”, un rock que parece querer aproximarse a las descargas eléctricas que desarrollaba entonces Jimi Hendrix, pero que en este caso están tocadas por un guitarrista mucho más inepto, que sustituye el virtuosismo distorsionado por puro ruido atonal, más cerca del free jazz más descontrolado que de los vuelos inspirados en el blues.

Y, por supuesto, ¿cómo no apreciar la gracia detrás de ese monumental “me cago en todo” que es la desmesurada, torrencial, estruendosa y casi insoportable “Sister Ray”, que cuenta con la sorprendente extensión de casi 18 minutos? Casi todo un lado en el que cada integrante de la banda parece querer pasarles por arriba en volumen a sus compañeros, y Reed medio improvisa una letra sobre una orgía llena de drogas, sangre y marineros, poblada por personajes que parecen haber salido del mundo sórdido y desafiante de la novela Última salida para Brooklyn (1964), de Hubert Selby Jr, uno de los ídolos de Reed. En este disco todo puede ser acompañado con una sonrisa maliciosa, pero nunca se convierte en una broma que se agota detrás de la sorpresa original, sino que va revelando más capas de violencia, trance y puro ruido, que hacen que sea, además de un objeto atronador, una auténtica obra de arte.

La luz que conduce al túnel

Tal vez no todo en este disco pueda ser calificado de “musical”, pero ninguno de estos recursos extremos es gratuito o un mero chiste conceptual que pudiera emparentar a White Light/White Heat con ejercicios de provocación pseudovanguardista, como Two Virgins (1968), de John Lennon y Yoko Ono, o con la música involuntariamente caótica de The Shaggs. Hay una voluntad artística muy determinada detrás de este disco difícil y peleador: “Estábamos todos tirando en la misma dirección. Puede ser que nos estuviéramos arrastrando el uno al otro hacia un precipicio, pero definitivamente estábamos yendo en la misma dirección”, diría, décadas más tarde, el guitarrista Sterling Morrison.

Por supuesto que el disco fue un fracaso de ventas y ni siquiera contó con el éxito que le permitiera que la banda permaneciera unida. Reed expulsó a Cale, para luego redireccionar la banda hacia un terreno mucho más sentimental, literario y apacible, como fue el album The Velvet Underground (1969), otra obra maestra que cambiaba por completo el concepto sonoro, sin que por eso dejara de sonar como The Velvet Underground. De este modo se completó una trilogía de discos de enorme variedad musical, riesgo conceptual y calidad poética, que posiblemente sólo sea comparable con el período más visionario de Bob Dylan (1965-1967) o con el más inspirado de The Rolling Stones (1968-1971), pero que, a diferencia de estos, tuvo un impacto mucho más gradual y tardío. En 2013 el crítico David Malet describía la pausa posterior al estribillo, y el estallido de feedback que la sucede en “I Heard Her Call My Name”, como “el mayor segundo de la música grabada en la historia del rock’n’roll”, y hay muchos segundos intensos en este tsunami de vinilo.

A 50 años de su edición, White Light/White Heat sigue siendo capaz de provocar asombro, miedo y placer. De hacer que la gente se vaya de donde se lo está escuchando, al tiempo que pide “avísenme cuando termine”, o que se quede hechizada contemplando la profundidad del abismo al que estos cuatro músicos se arrojaron, y por la persistencia magnética de su soberbia caída.

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