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The Disaster Artist.

Los pasos hacia el abismo

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Por una vez, la traducción del nombre de esta película es más sutil o elíptica que el título original, ya que The Disaster Artist (“el artista del desastre”) ha sido subtitulada en castellano “Obra maestra”, denominación claramente irónica hacia un film que trata de una de las peores obras que haya visto el séptimo arte. En la edición del miércoles (ver ladiaria.com.uy/UQi), ya nos referimos en forma extensa a The Room, una película independiente de 2003 dirigida, escrita, producida y protagonizada por el excéntrico y misterioso millonario (probablemente polaco) Tommy Wiseau, que es considerada una de las peores películas de todos los tiempos, tan espantosa que –a pesar de ser un dramón– resulta muy graciosa, lo cual la convirtió en un objeto de culto. Entre sus fans está el actor James Franco, quien decidió dirigir esta biopic que narra la génesis y producción de The Room, interpretando él mismo al inefable Wiseau. La película ha sido muy bien recibida por la crítica y le valió a Franco un Globo de Oro por su actuación, pero a pesar de ser una historia ágil y divertida, es también un ejercicio tan formal como fútil de reverencia irónica al arte de mala calidad.

Uno de los problemas de The Disaster Artist está en la simple, y endogámica, selección del elenco. Pensada como vehículo de lucimiento propio por Franco –un buen actor algo propenso al exceso empalagoso de tics–, el director-protagonista pasó por alto algunas inadecuaciones suyas para el rol de Wiseau. En primer lugar, Franco es un galán hollywoodense (tal vez demasiado casanova, en vista de las acusaciones contra él que están emergiendo), autosuficiente y atractivo; es decir, que representa realmente lo que Wiseau, aumentando su involuntario patetismo, creía ser. Además, en una película que intenta recrear a otra y a sus protagonistas en forma mimética, las diferencias se hacen mucho más visibles, más allá del esfuerzo histriónico y las buenas intenciones: James Franco es notoriamente más joven, alto y buen mozo que Wiseau, y que haya seleccionado a su hermano Dave para el rol de Greg Sestero potencia los desaciertos del casting, porque la pareja profesional –al parecer, no sentimental, ya que la relación que se muestra entre ellos es más bien una amistad un tanto infantil– de los personajes que interpretan los Franco era profundamente despareja (lo que le aporta una gracia extra al triángulo amoroso/amistoso de The Room, por las grandes diferencias entre el casi adolescente, fornido y súper yanqui Sestero y el extravagante, veterano y claramente extranjero –aunque no lo admitiera– Wiseau). En cambio, en The Disaster Artist ambos son de edades similares, Dave Franco es un poco más bajo que James (mientras que Sestero es más alto que Wiseau) y, como es frecuente, los hermanos tienen cierto parecido. Son detalles que podrían pasarse por alto en otra película, y al fin y al cabo se trata de una recreación ficcional, pero como la intención es muchas veces imitar el modelo cuadro a cuadro, hacen cierto ruido que va a incordiar en especial a los fans fetichistas de The Room.

Sin embargo, no son estas inadecuaciones de elenco lo más discutible de The Disaster Artist, sino más bien la falta de vuelo en general del irónico homenaje. A diferencia de Tim Burton, que en su Ed Wood (1994) había esbozado algunas preguntas válidas sobre la naturaleza y lo relativo de la calidad artística, además de mostrar un genuino afecto por la obra del no menos desastroso director cuyo nombre da título a la película (una de las escasas obras emotivas del habitualmente formalista Burton), James Franco no va más allá de la reproducción –a veces graciosa, a veces riéndose con Wiseau, a veces riéndose de él– del film original, dentro de un marco respetuoso y explotador a la vez. La película, llena de cameos de actores famosos vinculados con el director –algunos reconocibles, otros bajo espesas capas de maquillaje–, se plantea en cierta forma como una de las funciones de medianoche de The Room, en la que sus fans repiten los absurdos diálogos y se reconocen en el disfrute un poquitín morboso de este calambre cinematográfico. Pero nunca se adentra en el misterio –tanto biográfico como sensible– que impulsó a Wiseau a llevar adelante semejante abominación: apenas vuelve a contar sus gracias. Como suele pasar con las biopics, el público ideal de The Disaster Artist seguramente será el que no haya visto The Room ni conozca su desastrosa e inverosímil historia. Para los que sí están familiarizados con ella, no pasa mucho de ser una cuidadosa y dedicada redundancia.

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