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Maze Runner: The Death Cure. Foto: cortesía Twentieth Century Fox

Pobre maldita multitud

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Cine | “Maze Runner: La cura mortal”.

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Maze Runner: La cura mortal (Maze Runner: The Death Cure), dirigida por Wes Ball. Con Dylan O’Brien, Kaya Scodelario, Aidan Gillen. Estados Unidos, 2018. Cine Ejido, Life Punta Carretas, Movie Montevideo, Nuevocentro, Portones, Costa Urbana, Las Piedras Shopping, Punta Shopping, Stella (Colonia), Colonia Shopping, Shopping Paysandú.

Este es el estamento final de la trilogía Maze Runner. Las primeras dos entregas fueron en 2014 y 2015; la demora en la finalización y el estreno de la película de cierre se debió a que el actor protagónico, Dylan O’Brien, se lastimó gravemente en las filmaciones y debieron interrumpirlas por más de un año, hasta que se recuperara. La trilogía integra una moda de películas distópicas con personajes adolescentes/juveniles que están destinadas a ese mismo público, y que también comprende a otras, como City of Bones (Ciudad de hueso, 2013), The Giver (El dador de recuerdos, 2014) y Divergente (2014, con continuaciones en 2015 y 2016). Todas ellas vinieron con el rastro del éxito espectacular de Los juegos del hambre (2012, con continuaciones en 2013, 2014 y 2015). Si bien ninguna se acercó a la taquilla de esta última serie, quizá Maze Runner la supere en interés y en el brillo de la realización.

Maze Runner partía de una situación original e interesante: un grupo de adolescentes (autodenominados gladers) aparece en un lugar al que no saben cómo llegaron, ya que todos perdieron la memoria. Ese espacio era una enorme plaza amurallada: de vez en cuando los muros se abrían y entraban criaturas extrañas y peligrosas, otras veces eran ellos quienes se atrevían a ingresar por esas entradas, nada más que para encontrarse con laberintos llenos de amenazas, de las que tenían que escapar para no ser aniquilados. Al igual que en Los juegos del hambre, no se encontró la manera de desarrollar esa premisa sin que se volviera repetitiva, y las continuaciones tienen muy poco que ver con la buena idea que les dio origen: son esencialmente historias de jóvenes rebeldes que combaten poderosísimas instituciones malvadas, en un contexto fantasioso. Aquí todos los gladers recuperaron sus memorias y ya no figura la plaza, salvo por una escena muy breve en la que Minho tiene que correr por un laberinto para huir de un monstruo (de alguna manera había que justificar el título de la serie).

La justificación para toda la situación es pueril: un virus convirtió –o está en vías de convertir– a casi toda la humanidad en zombis (aquí se llaman cranks). Los gladers son inmunes a ese virus, y una institución poderosa llamada WCKD (se pronuncia wicked, “malvado”, en inglés) los estudia en pos de encontrar una cura para la infección. Los procedimientos para el estudio son inverosímilmente retorcidos (incluida la millonaria farsa del laberinto poblado de monstruos en la primera película).

La realización, en cambio, es excepcionalmente buena. O’Brien es un actor muy simpático y carismático, de los pocos que logran salir bien –sin volverse ampuloso– cuando la mano viene de tomar alguna decisión heroica y partir decidido hacia el peligro, con ínfimas chances de éxito, ya sea por el bien de su mejor amigo o de toda la humanidad. Y la dirección de Wes Ball es fantástica, sobre todo en las escenas de acción. Su ópera prima fue la primera entrega de la serie, Maze Runner: Correr o morir (2014). Antes hizo un corto (Ruin, 2011, que es sensacional y se puede ver en Youtube), trabajó en efectos especiales y en la gráfica de créditos de películas. Los productores no quisieron cambiarlo de ninguna manera, y la trilogía Maze Runner se convirtió en la única de este ciclo de sagas distópicas juveniles íntegramente firmada por un mismo director.

Ruin era esencialmente una persecución de ocho minutos, con un breve prólogo y epílogo. Este largometraje consiste en una yuxtaposición de escenas de ese tipo, muy distintas unas de otras, alternadas con respiros destinados a motivar los siguientes episodios y a desarrollar a los personajes. Todas las secuencias de acción están hechas con maestría. La película empieza in medias res, con un grupo de rebeldes que persiguen un tren y son, a su vez, perseguidos por una nave voladora. Hay que ver el dinamismo de las tomas, la creatividad de las situaciones, el ritmo, el suspenso, la manera en que el visual es creativo y complejo, y al mismo tiempo siempre claro. Uno siempre tiene la referencia clara de cómo va la situación. Luego de eso, las secuencias de acción incluyen a los gladers que atraviesan un túnel infestado de cranks; la mencionada escena con Minho en el laberinto; Brenda, que se escapa de las fuerzas policiales en un ómnibus lleno de niños (en un momento el ómnibus está colgado de una grúa a la altura de los últimos pisos de un rascacielos); la invasión del laboratorio de WCKD y los tiroteos subsiguientes; el intento de rescate de dos gladers en la azotea de un edificio en llamas y presto a colapsar.

Rebelde con causa

Tomando cierta distancia, es curioso observar cómo la idea de la guerrilla guevarista y la de la utopía basada en una visión idealizada de una sociedad tribal igualitaria siempre tienen la primacía moral contra el Goliat corporativo-imperialista-tecnológico. Las alegorías de la guerrilla sólo lucen malvadas cuando amenazan algo similar a la familia de clase media (ahí la guerrilla se convierte automáticamente en un grupo de fanáticos psicópatas), y por ese motivo esta saga omite cuidadosamente a las familias, ya que así no embarra la claridad del circuito de heroísmo/villanía que da sentido a esta anécdota, y además mantiene las tensiones al nivel del grupo de adolescentes. Dicho sea de paso, también está omitido el sexo: los deseos siempre quedan más bien como atracción platónica o afinidad especial entre compinches.

Esta película introduce un segundo grado de rebeldía que complica las cosas. Por un lado, está la rebelión constructiva liderada por los gladers, todos muchachitos de clase media, con la complicidad de un par de “latinos” (Jorge y Brenda) oriundos de otros contextos. Por otro lado, están los disconformes que residen en los asentamientos alrededor de Last City. Esta es, como indica su nombre, el último bastión de civilización, una espléndida ciudad moderna, a lo Hong Kong, que está cercada por un muro casi inexpugnable. Los desclasados que viven en las afueras del muro y tienen prohibido entrar son constantemente bombardeados por la Policía cada vez que se acercan al portón (las resonancias de angustias actuales son evidentes: el muro antimexicanos de Donald Trump, la crisis de refugiados de Medio Oriente y África). La película no demoniza a esas víctimas, pero tampoco empatiza con ellas, y el ídolo de la facción rebelde es un sujeto con el rostro deformado (seguramente por algún enfrentamiento con las fuerzas del orden) y sin nariz. Las fosas nasales expuestas y los ojos saltados le dan una expresión cadavérica, como si fuera un emblema de la muerte; como suele pasar, el “nosotros” son personajes de clase media y los pobres son la alteridad. No queda claro cuál es el peor aspecto de la distopía, si esa situación polarizada en la que se sacrifica a la mayoría de la humanidad o la reversión de esa situación en una invasión bárbara, en que la horda –tomada por justificado rencor– destruye todo, incluso el centro donde reside la tecnología y el saber que era la esperanza inmediata de salvación de la mayor parte de la humanidad. Sí, matan a los villanos, pero con ellos condenan a la muerte a casi todos los demás, invasores incluidos.

Pero la dinámica del cine hollywoodense no está basada en la consideración por la humanidad, sino en los personajes con quienes nos identificamos, y por eso resulta mucho más trágica la muerte de algunos personajes individualizados queribles. También hay algunos que se las arreglan para salvar su propio pellejo y quizá vivir tranquilos para el resto de sus vidas, así que eso contará como final feliz.

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