No es raro que las óperas primas realizadas en un ámbito independiente reposen en reminiscencias autobiográficas de sus autores. Esto es especialmente frecuente en mujeres, quizá debido a que las jóvenes cineastas sienten que los asuntos y tratamientos de los guiones que podrían servirles como modelo no reflejan en forma convincente su perspectiva femenina, y recurren a sus propias vivencias. Greta Gerwig dice que con esta película que escribió y dirigió sola quiso hacer algo así como la contrapartida femenina de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959) o Boyhood (Richard Linklater, 2014). Que no es una autobiografía, pero sí una ficción en un contexto muy cercano al que ella vivió. Gerwig cumplió 18 años en 2001 en Sacramento, California, y ese año se mudó a Nueva York. Su personaje, Christine McPherson, pasa por el mismo proceso en 2003 (quizá el corrimiento de dos años haya tenido el propósito de no entreverar el asunto del desarrollo personal con la ocurrencia traumática ineludible del 11 de setiembre).
La película lidia con varios de los tópicos del coming of age: los conflictos con la familia y los profesores, las amistades, las ansiedades vinculadas con la identidad, el estatus en el ambiente liceal y el baile de la prom night, el primer beso, la primera relación sexual, las primeras frustraciones amorosas. Como actriz, Gerwig es la principal estrella del mumblecore, un género de cine indie basado en diálogos abundantes y ágiles, humor quirky, actuaciones restringidas y énfasis en vínculos personales más que en el desarrollo anecdótico (además de actuar en algunos exponentes del género, coescribió algunos guiones y codirigió en 2008 Nights and Weekends con Joe Swanberg, el más prolífico director de mumblecore). No sorprende que haya aquí una importante influencia de ese género, muy especialmente en la primera escena larga (el viaje en auto de la protagonista con su madre). Pero la realización trasciende, en estilo y alcance temático, ambos tanto el coming of age como el mumblecore.
El asunto central es la pertenencia. A los 17 años, Christine está, como casi todo adolescente, algo impaciente con su condición de virgen y sin novio. Construyó una sensibilidad demócrata-izquierdista peleada con el conservadurismo de su entorno (el clima belicista pos 11 de setiembre, el póster de Reagan, la conferencia antiaborto). Está desconforme con todo lo que la rodea, incluida la ciudad de Sacramento, el colegio católico en que cursa el último año del bachillerato, el barrio modesto en que vive, su familia medio disfuncional (padre desempleado y desesperanzado, madre incomprensiva, un hermano adoptivo con el que no parece tener vínculo alguno, situación de aprieto económico y perspectivas limitadas). Entonces adopta el extraño nombre Lady Bird, se pinta el pelo color zanahoria, fantasea con los muchachos apuestos y de “buena familia” y con las casonas de los barrios opulentos, y sueña con irse al extremo opuesto del país y estudiar en una universidad neoyorquina, aunque su actitud rebelde en el liceo compromete sus notas y aleja aun más esa posibilidad. En un momento extremo, relega a su amiga Julie (también de familia modesta, y además gordita, impopular) para sumarse al círculo de Jenna, pituca, sexy y con novio.
La anécdota pinta la profundización de esos rechazos y, tras un conjunto de ocurrencias significativas, la reconexión de Christine con sus orígenes, con los aspectos buenos que tiene aun lo malo de su formación, y con esa cosa loca de que, por más que una persona reniegue de sus raíces, a la larga estas son una parte ineludible de ella. A tal efecto, es esencial la mirada de la película, siempre pronta a encontrar el sentido de las emociones encontradas, a apreciar los motivos y esfuerzos de personajes muy distintos entre sí. El moralismo de la monja Sarah (que en el baile vigila que las parejas no aprieten demasiado, o que las gurisas no usen la pollera demasiado corta) queda como un rasgo anecdótico ante su bondad y humildad, y es ella quien dice la frase central de la película: “¿No te parece que quizá sean la misma cosa amor y atención?”. Es una observación crucial para que Lady Bird se percate de que, en el fondo, ama a Sacramento aunque siga firme en el propósito de abandonarla y trascenderla. La película adopta ese mismo principio, una de las claves para que respire tanta vida y amor, aunque tiene también sus costados ácidos y satíricos. Y en lo visual se regodea con la arquitectura, las calles, los paisajes de Sacramento. Hay una conciliación incluso con la formación religiosa: la visita a una iglesia católica y la belleza de la composición para coro “Rosa Mystica”, de Chrysogonus Waddell, van a conducir a la conclusión del film.
La anécdota parece ser también una reacción por hartazgo ante el hecho de que, en el cine como en la sociedad, el éxito de la mujer se suele relatar en función del vínculo amoroso con un varón: aquí, las tres arremetidas eróticas de Christine no llegan a consumarse o resultan insatisfactorias. Una de las culminaciones de la película va a ser una consagración de la amistad y complicidad entre mujeres, mostrada como algo tanto o más valioso que un vínculo de pareja. En ese tenor femenino/feminista, se da por asumido el vínculo afectuoso y cómplice entre Lady Bird y su padre,y el centro energético y temático está en la relación conflictiva con su madre (y la alternancia o ambivalencia entre cercanía interdependiente y distancia orgullosa y crítica gana un espesor especial en las actuaciones formidables de Saoirse Ronan y Laurie Metcalf).
Como tantas películas de coming of age y tantas de mumblecore, la acción devanea entre situaciones, como si fuera un álbum de recuerdos, y el espectador tarda en captar los ejes temáticos. Esa sensación amorfa, sin embargo, es engañosa, porque Gerwig no tiene nada que envidiarle a un Frank Capra en materia de concentración, agilidad y lógica, aunque aquí la cohesión se obtenga a partir de principios, propósitos y recursos muy distintos. Este film, en el que la protagonista dice que quiere ir a la costa este porque ahí “está la cultura”, arranca con citas-homenajes a dos autores californianos (Joan Didion y John Steinbeck –eso sí, ambos migrados a Nueva York–) en el primer minuto de proyección. La primera imagen diegética es un precioso plano de los rostros de Christine y su madre acostadas en la misma cama, unidas en la intimidad, pero sus posturas también se pueden interpretar como un enfrentamiento (es como un póster que anuncia una pelea de boxeo). En los 20 segundos que dura el primer diálogo entre ambas ya se nos define una serie de características (las dudas de la hija sobre su pertenencia a Sacramento, el realismo crudo de la madre, las diferencias entre la desprolijidad de una y la obsesividad de la otra).
Un trabajo estilístico de rara inteligencia y sensibilidad impregna de sentido varios aspectos formales: encuadres que se reiteran, movimientos de cámara o ausencia de estos, colores, motivos musicales, objetos. El montaje, en particular, es de lo mejor que se haya visto en el cine estadounidense del último año (que no esté nominado a un Oscar es un indicio más, por si hacía falta, de la superficialidad con que se suele manejar la Academia). Abundan las superposiciones o yuxtaposiciones significativas: en los créditos de presentación, el cura dice un sermón y casi cada frase resuena con algo que se ve en ese momento. El criterio para yuxtaponer las escenas es muchas veces de asociación y contraste: Christine le asegura a un personaje que no le va a revelar un secreto a la mamá de este, y cortamos a la escena en que el padre Leviatch le pide a la madre de Christine que no le cuente algo a su hija; Lady Bird y Julie comentan un error cometido por la mamá de esta cuando tenía 19, y cortamos a una conferencista que habla del error cometido por su madre cuando era adolescente. A veces esos significados se dan en lo gráfico: Jenna se zambulle y queda Lady Bird sola en el encuadre; cortamos al salón de clase, con Lady Bird, en el mismo lugar del encuadre, sentada al lado de la silla vacía donde debería estar Julie. O, en forma más ostensiva y de sentido más explícito, casi al final de la película, la alternancia entre planos de Christine y de su madre manejando. Y ni que hablar de las breves secuencias sintéticas, juguetonas y rítmicas hechas de planos que aíslan momentos discontinuos pero significativos de determinado episodio.
Todo eso se coordina con una puesta en escena también excepcional. En un momento de predominio de pantallas chicas, en el que casi todo, salvo las escenas de acción, se resuelve con primeros planos, Gerwig pone mucho énfasis en el trabajo corporal en planos enteros: las manifestaciones de alegría, furia o expectativa de Lady Bird, Danny cohibido abrazándola, Julie con los brazos a los costados, como empujados hacia fuera por su gordura. Los encuadres están concebidos con inusual inteligencia narrativa y visual: Christine se prueba un vestido azul (que no le queda muy bien); a su izquierda hay un vestido azul colgado y a su derecha está la madre con su uniforme azul de enfermera. De pronto, descubre el vestido perfecto, con el que queda deslumbrante, de un tono rosado que se destaca entre los dos referentes azules que lo enmarcan (y ese rosado remite además a otros atributos previos de Lady Bird: el yeso en un antebrazo izquierdo durante la primera mitad del metraje, la pared de su habitación). Esto, a su vez, ayudará a potenciar el comentario medio irritante que hace la madre en ese momento.
La banda musical consiste mayormente en canciones pop (algo muy común en películas estadounidenses de coming of age), pero la música incidental de Jon Brion, para vientos y con una base entre jazzística y folk, es preciosa y original: cada vez que aparece, parece dirigirse a la definición del tema, que llega en los créditos finales, y en ese momento el tema es como el falso recuerdo de algo que en realidad nunca se había escuchado en su versión acabada, algo nuevo compuesto a partir de ideas viejas, y contribuye a delinear el periplo vital, emocional y conceptual de esta tremenda película.
Lady Bird, dirigida por Greta Gerwig. Estados Unidos, 2017. Con Saoirse Ronan, Laurie Metcalf y Tracy Letts. Grupocine Punta Carretas y Torre de los Profesionales; Life Cinemas Alfabeta; Movie Montevideo, Portones y Punta Carretas; shoppings de Las Piedras y Punta del Este.