Hay como dos aspectos distintos, aunque complementarios, en esta película. Por un lado, se trata de “cine de arte” en su doble sentido de película que ostenta su propia artisticidad y de que el principal medio para hacerlo es retratar una imagen estereotipada del Arte con A mayúscula, apta para rebotar en la visión que los espectadores podrán tener de la propia película que están viendo. En este caso se facilitan las cosas, porque en vez de lidiar con alguna de las bellas artes, se eligió las que integran el cotidiano (real o pretendido) de un público más afín a la ostentación que a esforzarse por las incomodidades espirituales de lo sublime. El personaje principal es un costurero de elite. Se trata de un personaje ficticio, aunque el director Paul Thomas Anderson dijo que se basó en aspectos de la personalidad y la vida del español Cristóbal Balenciaga. La acción no se ubica en el vulgar ahora, sino en unos glamorosos años 50. Y no en el vulgar aquí de Anderson (el valle de San Fernando, en California, que había sido escenario de todas sus películas anteriores), sino en la más espléndida y europea Londres. El costurero reina en una mansión de varios pisos y varios ambientes, donde viste a reinas, princesas y millonarias de distintos países. La alta costura no será una de las bellas artes, pero es tratada de la misma manera que, por ejemplo, la música en bagayos tipo Amada inmortal (Bernard Rose, 1995): depende de la inspiración, y esta viene por intermedio de una musa. Cuando llega la inspiración, el Artista se permite tratar mal a todo el mundo, incluida la musa, mientras su alma se retuerce con los tormentos inherentes a la creación (¡cómo sufren los grandes hombres!). De ahí salen unos vestidos hermosos, o así deberíamos considerarlos (hay un par que se parecen mucho a la indumentaria de Blancanieves). Si luego el vestido es usado por una mujer indigna, como esa gorducha pasada de años que seca en él su transpiración y se emborracha, el Artista se siente insultado y llega a invadir la habitación de la señora para quitarle el vestido y llevárselo, no sea cosa de que se mancille el valor de su Obra (las mayúsculas intentan emular la cursilería de ese retrato).
El Artista se caracteriza por la clase y el buen gusto a todo nivel: se viste y se peina con suma elegancia, tiene un impecable acento británico y una expresión oral precisa y espirituosa. Es exigente en materia gastronómica, y la cámara se regodea en planos de detalle de platos refinados (tres espárragos y un poquito de salsa, dispuestos como si fueran arte zen). Sólo su hermana Cyril parece asemejársele en cuanto a los altísimos criterios para todo y puede reconocer, sólo por el rastro, que Alma usa un perfume de sándalo con agua de rosas. El costurero maneja un Bristol 405, y cuando necesita descansar va a uno de esos pueblitos europeos con casas antiguas preciosas y pequeños cafés en que sirven cositas deliciosas.
Para mostrar todo eso, ni que hablar, hubo un trabajo de dirección de arte cuidadísimo. La fotografía es exquisita en los encuadres, iluminaciones, movimientos, composición de volúmenes y colores. Y, lo que es aun más impresionante, se difundió que el propio Anderson hizo la fotografía (sin crédito), en colaboración con el equipo de cámara. El personaje principal está actuado por un actor prestigioso y tan escaso como los espárragos del mencionado plato (Daniel Day- Lewis hizo sólo siete películas en los últimos 20 años, no filmaba desde Lincoln –Steven Spielberg, 2012– y anunció que ya no va a actuar luego de esta producción). Hay música casi todo el tiempo: en cuanto los personajes emprenden cualquier tipo de acción (cocinar, coser, pasear, subir la escalera, preparar una exposición) empieza a sonar música bonita, elegante y refinada: Oscar Peterson, Duke Ellington, Hector Berlioz, Johannes Brahms, Gabriel Fauré, Claude Debussy, Maurice Ravel, y unas piezas para piano y cuerdas escritas especialmente por Jonny Greenwood (de Radiohead).
El otro aspecto de la película es mucho más interesante: se trata de una historia de amor algo bizarra. El costurero, que lleva el significativo apellido Woodcock (que podría traducirse como “pija de palo”), tiene, pese a su vida recluida y dedicada al trabajo, bastante éxito en la seducción de jovencitas muy bellas, a las que lleva a vivir a su casa hasta que se harta, las despacha y se consigue otra. Al inicio de la película lo vemos terminar una de esas relaciones e iniciar otra con la moza de un café, llamada Alma. Ella lo inspira a inventar algunos vestidos, él la usa como molde y le enseña a desfilar. Pero la condición de todo eso es que Alma tiene que hacer sólo lo que Woodcock quiere, de la manera que él quiere, y absolutamente nada que se salga de sus planes. Hasta el hecho de que ella ponga manteca en una tostada – acción debidamente magnificada en la mezcla de sonido– le resulta insoportable al costurero, porque lo distrae de su concentración en el trabajo. Alma siente fascinación y admiración por ese “gran hombre”, pero no está dispuesta a ocupar el rol servil de sus antecesoras. Quiere un vínculo más de doble vía, en el que ella también pueda proponer, y tener sus satisfacciones. Lo busca, se equivoca terriblemente en algunos de sus intentos, pero insiste, y finalmente encuentra una manera muy retorcida de lograrlo.
Descrita así, la trama suena como una comedia ligera. No puedo dejar de pensar en la película deliciosa que habrían podido dirigir, a partir de esta anécdota básica, George Cuckor, Billy Wilder o Preston Sturges, actuada, por ejemplo, por Christopher Plummer y Marilyn Monroe. En cambio, aquí todo es serio, ampuloso, como si Anderson aspirara a uno de esos dilemas morales a lo Lars von Trier, pero sin más sustancia que la de la comedia que se perdió de hacer (si hubiera podido).
El hilo fantasma (Phantom Thread), dirigida por Paul Thomas Anderson. Estados Unidos, 2017. Con Daniel Day-Lewis, Vicky Krieps, Lesley Manville. Grupocine Punta Carretas y Torre de los Profesionales; Life Cinemas 21 y Alfabeta; Movie Montevideo y Portones; shopping de Punta del Este.