En los medios de comunicación (incluyendo a las redes sociales) se suele destacar que las convenciones dedicadas al cómic (comicons) en Estados Unidos atraen a multitudes, y se interpreta que eso significa una nueva primavera para la historieta. El fenómeno se ha extendido a San Pablo, donde la Comicon Experience convocó a unas 170.000 personas, superando a las estadounidenses. La gran carnada que explica la popularidad de estos festivales es, por lo general, la presencia de estrellas de cine y actores de televisión vinculados con adaptaciones de cómics. Del otro lado del Atlántico, el festival de Angoulême, en Francia, acaba de cumplir 45 años y recibió en cuatro días a más de 200.000 personas, pero lo logró apelando a lo opuesto del modelo estadounidense: sólo historietas y autores.
Angoulême está al suroeste de París y tiene casi 2.000 años de antigüedad, está repleta de construcciones medievales reformadas, recorrida por calles intrincadas que suben y bajan, y habitada por unas 42.000 personas. Pasan pocas cosas en la ciudad durante el año, salvo algunos festivales pequeños de cine y música, e incluso un rally, hasta que llegan las historietas y lo sacuden todo.
La ciudad entera exalta a la bande dessinée, que es la denominación francesa de la historieta. Se instalan pabellones gigantes, se abren galerías, se ocupan todas las salas disponibles (desde los teatros hasta los boliches, pasando incluso por la iglesia) y hacen su agosto; no sólo los habitantes de allí aprovechan esa brevísima zafra, sino que mucha gente migra para compartir sus beneficios. Se abren locales de comida o de venta de cómics de segunda mano, que funcionan sólo por esos días y luego desaparecen. Sin saber esto, uno se pregunta si la población de la ciudad sale y lee tanto como para que haya tal cantidad de negocios, y la respuesta, por supuesto, es no. Los que consumen tanto son los visitantes, que llegan de todas partes del mundo para esos cuatro días de festival, que este año transcurrieron del 25 al 28 de enero.
Juventud y tesoro
Una de las particularidades de la edición de 2018 estuvo en el hecho de que los ganadores de todos los premios fueron artistas y guionistas jóvenes. El Fauve d’Or (así se llaman las estatuillas, cuyo nombre no se relaciona con el colorido fauvismo, y que representan a un gato llamado Fauve –fiera– creado por Lewis Trondheim) al mejor álbum del año fue para La saga de Grimr, de Jérémie Moreau, un libro sobre un grupo de islandeses que sobreviven bajo el yugo danés en el siglo XVIII, durante el período más miserable de la historia de la isla. Tanto ese álbum como los demás premiados sólo están, por ahora, disponibles en francés, aunque es esperable que al menos una parte de ellos sea traducida al español.
La selección de los nominados y premiados, casi todos menores de 30 años, no se debió a la falta de veteranos, ya que había muchos famosos presentes, tanto locales como extranjeros. Los italianos Lorenzo Mattotti y Jerry Kramsky (seudónimo del escritor y guionista Fabrizio Ostani) dieron una buena conferencia sobre su trabajo en conjunto. El británico Dave McKean se despachó con dos horas de charla en las que presentó Black Dog, un libro en el que reconstruye la vida de Paul Nash (1889-1946), pintor surrealista británico que estuvo en el frente de batalla durante la Primera Guerra Mundial.
La industria editorial es, como su nombre lo indica, una industria, y por lo tanto no se trata sólo de que románticos editores se la jueguen por artistas jóvenes. El verdadero motor sigue estando en lo conocido y reconocido, y eso se nota en la oferta disponible en los stands, con incontables álbumes de personajes de venta segura como Thorgal, Spirou y Astérix. O en los giros modernos y comerciales para personajes clásicos: el Batman de Enrico Marini, el Mickey de Denis-Pierre Filippi y Silvio Camboni o el nuevo tomo de Corto Maltés de los españoles Juan Díaz Canales y Rubén Pellejero. Apuestas sobre seguro, como en todas partes, que conviven con obras de prestigio pero de poca venta, como las de los mencionados Mattotti y McKean.
Vive la différence?
Una característica particular de Francia (o, más bien, del mercado francobelga) es que la historieta histórica se haya convertido en un género comercial y altamente desarrollado. Los stands de las grandes editoriales como Casterman y Glénat incluían extensas secciones con decenas de títulos y series con temas de historia, o de historia con visos fantásticos. Este tipo de obra, prácticamente desconocida en otras partes del mundo, es el equivalente, dentro de la lógica editorial, a las de superhéroes estadounidenes, con reglas muy específicas y un público exigente y dedicado que invierte mucho dinero.
Más allá de eso, el panorama es amplio, tal como lo demuestra el sector independiente, que se puede considerar tal en el marco de la gran escala francesa, ya que cuenta con autores enormes y editoriales de nivel internacional como L’Association. Pero la bande dessinée tiene un problema importante. La traducción al francés del cómic estadounidense y del manga es abundante y regular (y este año hubo incluso una sección especial dedicada al cómic de Taiwán), pero no ocurre lo mismo a la inversa.
Frédéric Toutlemonde, un traductor y gestor francés que organiza en Tokio una feria de historieta extranjera para japoneses, comentó que en estos siete años de trabajo no ha visto mayores cambios en el consumo nipón. Ha llevado a su festival a estrellas como el coreano-estadounidense Jim Lee y a los autores de Blacksad (un personaje de cuyos libros se venden en Francia 500.000 ejemplares), y no ha logrado con eso un impacto que se refleje en las librerías: los lectores japoneses siguen siendo reacios a lo que no sea manga.
En Estados Unidos la producción francesa goza de gran prestigio, pero en general es escasa la edición de material europeo. Tal vez los lectores españoles y latinoamericanos se hayan mostrado más receptivos históricamente a la bande dessinée francobelga, y conozcan más acerca de sus autores, en promedio, que los estadounidenses o japoneses. Y no cabe pensar que sea el idioma la causa de esa limitada proyección al extranjero, ya que mensualmente se traducen del japonés miles y miles de páginas de manga a la lengua que sea (aunque gran parte del vastísimo mundo del manga queda sólo en Japón).
Como ya se señaló, la clave de la proyección internacional de las comicons de San Diego, Nueva York y San Pablo, típicamente estadounidense, está en el espectáculo. Y no es que eso sea algo malo por sí mismo, pero genera confusión entre el cómic propiamente dicho y lo que el español Ángel de la Calle, figura central de la sección dedicada a la historieta en la Semana Negra de Gijón, denomina “el mundillo del cómic”. O sea, eso que pasa por el cosplay, el merchandising y las estrellas de cine y televisión, pero no necesariamente por la historieta, hecha para ser leída.
El festival de Angoulême tiene la virtud de concentrarse en la historieta. Esto, claro, se debe a una decisión explícita de los organizadores (en parte el gobierno de la ciudad, el de la región de Charente, y en parte la institución pública llamada Cité de la Bande Dessinée et de l’Image, creada por los gobiernos mencionados y por el Ministerio de Cultura francés). Como muestra de una decisión muy distinta, en París hubo este fin de semana un salón del manga en el que no hubo creadores de manga, salvo que contemos a tres japoneses desconocidos que forman parte de los equipos de dibujantes de estudios de animación, pero que sí presentó como invitados estrella a varios youtubers franceses, a actores de las series Game of Thrones y The Walking Dead y a Pamela Anderson.
Un festival como el de Angoulême se explica, en parte, por el hecho de que los franceses son grandes consumidores de sus propias bandes dessineés. Pero, a diferencia de lo que pasaba hace un siglo, Francia ya no es vista como el faro de la cultura para el común de la gente fuera de Europa, y ese lugar lo ocuparon Estados Unidos y su cultura pop, que incluye al “mundillo del cómic”, de modo que un alto porcentaje de la historieta francesa no sale de las fronteras francófonas. Así, este festival funciona como un oasis, pero no en un desierto, sino en una selva de historietas muy homogeneizadas, aportando diversidad. Lástima que buena parte de ese aporte quede acotado a quienes leen francés.