El sacrificio del ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer), dirigida por Yorgos Lanthimos. Estados Unidos / Reino Unido / Irlanda, 2017. Con Colin Farrell, Nicole Kidman, Barry Keoghan, Raffey Cassidy, Sunny Suljic, Alicia Silverstone y Bill Camp. Aún no estrenada en Uruguay.
13 años, una nominación al Oscar y múltiples premios dentro y fuera de Cannes separan al Yorgos Lanthimos famoso del de Kinetta (2005), su primera película. En ese trayecto Grecia vivió una milagrosa resurrección cinematográfica: junto con Lanthimos, otros directores, como Athina Rachel Tsangari, Ektoras Lyzigos y Giorgos Georgopoulos, conformaron una nueva camada de autores a la que se conoce como Greek Weird Wave (ola de cine raro griego). Por vago que parezca el término (de hecho, es un mote que a casi ninguno de los directores asociados le gusta detentar), la extraña ola, como todo movimiento pergeñado en un entorno en crisis –y la griega es una crisis de gran entidad–, no escatimaba en escenarios ni, especialmente, en comportamientos bizarros de sus personajes, de tal manera que a veces traspasaba los límites de plausibilidad de las historias, pero más que nada jugaba con la incomodidad performativa de los actores.
Quizá el momento más representativo de este movimiento no provenga necesariamente de una película de Lanthimos, sino de Attenberg, de Tsangari, en cuyo comienzo vemos a dos chicas dándose uno de los besos más incómodos en la historia del cine. En el beso en cuestión sólo intervienen las lenguas, casi sin haber contacto de labios, y mucho menos de un abrazo, caricia o lo que fuese. Lejos de un beso, la escena de inicio de Attenberg se parece más a una escena de National Geographic sobre la particular forma de alimentación por regurgitación de las aves con sus crías. El título no es casual: alude a David Attenborough, uno de los más famosos documentalistas de fauna salvaje. Así, Attenberg funcionaba, más allá de su mínima trama, como una colección de viñetas del comportamiento humano deconstruido de manera juguetona a su grado cero de expresividad.
Estas preguntas sobre los gestos o los comportamientos han sido desarrolladas largamente en la filmografía de Lanthimos, que siempre juega con los límites de lo que hace a algo humano o animal. En Canino (2009) una familia cría a sus hijas completamente de espaldas al resto de la civilización, manteniéndolas alejadas de cualquier contacto ajeno a su núcleo. Este completo cierre respecto del exterior facilita la creación de extrañas reglas y teorías sobre el más allá de los confines de su casa. A estas bizarras normas les corresponden bizarras estrategias de sublevación de las hijas, que muchas veces tienen que representar, desde un impulso casi cientificista sin eco directo con la realidad, lo que para ellas debe ser el amor o el sexo.
En Alpeis (2011), un grupo de actores (por emplear un término) asiste a familias que atraviesan un duelo, jugando a interpretar el papel del fallecido. Los actores recopilan datos, objetos y comportamientos del muerto, pero lejos de actuar desde una perfecta mímesis, o al menos desde una convincente expresión emocional acorde al vínculo que tenían con él, se convierten en meras máquinas repetidoras de frases y movimientos, como si fueran un lienzo blanco sobre el que la familia proyecta su sufrimiento. En un artículo que resulta esclarecedor (“Mimesis and subjection in the cinema of Yorgos Lanthimos”), Carlo Comanducci escribe que “la imitación apunta menos a producir la ilusión de que la persona muerta está todavía viva que a crear un escenario en el que ciertos intercambios que tomaron lugar entre el muerto y las personas que lo o la conocieron puedan reproducirse como gestos puros: el imitador no está realmente sustituyendo a la persona amada, sino meramente ocupando su lugar”.
Este detalle parecería ser clave en el cine de Lanthimos. Todo parece ocurrir más desde el lugar que alguien ocupa que desde su interioridad. En esta dimensión, siempre los vínculos sociales, ya sean desde la interioridad de la familia como de la sociedad en una dimensión más general, son vistos como una sucesión de roles obligatorios, casi siempre asfixiantes, en los que todos intentan cumplir a rajatabla su papel: es el papel el que habla, no ellos.
En La langosta (2016), la película más lograda de Lanthimos hasta la fecha, Colin Farrell interpretaba a un divorciado reciente que es confinado a una especie de hotel donde debe encontrar una pareja; en caso de que no lo consiga, será convertido en un animal que él elija (cosa que el protagonista sabe bien, ya que lleva consigo a su hermano, en forma de perro, sin detentar rasgo antropomórfico alguno). La película nunca explica claramente cómo se convierte a los seres humanos en animales; simplemente los vemos deambular por ahí, incluso fuera de su hábitat, como meros recordatorios de la amenaza que implica quedarse completamente solo. El protagonista logra escapar del hotel, pero termina dando con un movimiento subversivo de “solitarios” que tienen una serie de reglas igualmente locas y salvajes para salvaguardar su radical soltería: el beso entre dos miembros es castigado con el corte de labios, el sexo es castigado con… bueno, se pueden imaginar.
En definitiva, en La langosta se coloca al protagonista en el lugar Lanthimos por excelencia: la obediencia a la norma es tan cruel y desesperante como la rebelión ante ella. A una situación similar se enfrenta Farrell en El sacrificio del ciervo sagrado, en la que personifica a Steven Murphy, un cardiólogo apocado que frecuenta casi a diario a Martin, un chico misterioso (Barry Keoghan). Al comienzo resulta casi imposible determinar qué vínculo hay entre ellos (el protagonista se dirige al muchacho paternalmente, pero al mismo tiempo intenta mantener la relación en secreto), pero El sacrificio del ciervo sagrado. más tarde entendemos que es hijo de un paciente que murió en la sala de operaciones. El vínculo entre ambos se vuelve cada vez más incómodo; Martin insiste en que se vean en horarios fuera del trabajo.
Un día, uno de los hijos de Steven queda paralizado de la cintura para abajo. Le hacen exámenes de todo tipo, pero no se arroja ningún resultado concluyente. Desairado por el cada vez más entrecortado vínculo con el cardiólogo, Martin se vuelve el comunicador de la maldición que cae sobre Steven: en los próximos días su hijo, su hija y su mujer atravesarán el mismo calvario en una serie de etapas (primero, parálisis; después, rechazo a comer; más tarde, sangrado por los ojos; finalmente, la muerte). La única forma de detener la maldición es matar a uno de los tres integrantes de la familia; de lo contrario, morirán todos.
Así como en La langosta Lanthimos no detallaba cómo se convierte a los humanos en animales, en este caso tampoco explica si la maldición es creada por Martin, o si el joven es el portavoz de una fuerza que actúa más allá de él. El sacrificio alude al mito griego de Ifigenia, en el que el rey Agamenón comete, sin saberlo, el crimen de matar a un ciervo sagrado y su flota queda varada por falta de viento, y el maleficio sólo se podrá revertir si sacrifica a su hija.
El drama de El sacrificio del ciervo sagrado circula en torno a la duda entre el mandato y el acto efectivo; de algún modo, aparece en todas las películas de Lanthimos. En su cine siempre llega el momento de un sacrificio simbólico o de una subversión a ese marco que intenta abrir un canal de libertad para el o los protagonistas. En Canino era la extracción a la fuerza de los dientes; en Alpeis, atravesar la barrera de la mera mímesis y tratar de vivir realmente como la mujer fallecida que interpreta la protagonista; en La langosta, autoprovocarse la ceguera. En El sacrificio del ciervo sagrado la elección no es menor; se trata de una aun más difícil que la de La decisión de Sophie (Alan Pakula, 1982), en tanto se le encomienda a un padre acabar con la vida de un miembro de su familia.
Esta presión está magistralmente retratada en un póster alternativo del film, en el que se ve al convaleciente y a su padre médico observándolo en una habitación de hospital; el techo de la habitación se eleva, casi infinitamente, hacia la estratósfera. La sensación común de desesperación es la claustrofobia, pero acá Lantimos propone su costado más enloquecedor: una persona, sus decisiones y, por encima, sobre sus hombros, la inmensidad, lo inabarcable. Para todo aquel que lo haya sufrido, es difícil ver retratado de forma tan gráfica y perfecta la locura de querer dar con un diagnóstico que no llega. En la película, tomando la imposibilidad del formato fílmico, esta inmensidad que aplasta a los personajes no se ve de forma vertical, sino en la horizontalidad de ciertos planos: todas las habitaciones, desde las asépticas salas de espera del hospital hasta la sala de juegos subterránea de los Murphy, parecen estirarse, dejando espacios gigantescos de vacío.
Estos vacíos son las claves actorales de todos los films de Lanthimos, que parecerían muy extraños para los espectadores no acostumbrados a su obra. En sus películas no hay un esquema de acción-reacción inmediato; lo que vemos es casi una performatividad en su grado cero, como si los personajes, más que actuar activamente el guion, fuesen actuados por él.
Esta forma de actuación generaba efectos jocosos en Alpeis y en La langosta, en las que parte de lo ridículo radicaba en la imposibilidad de los protagonistas de interpretar algo que no eran. Quizá este humor sea lo que que falta en El sacrificio del ciervo sagrado, que es mucho más grave y menos juguetona que el resto de las películas del director. Quizá sea la más lineal desde el punto de vista narrativo, cosa que la hace un poco más normal y menos fascinante que sus trabajos anteriores. Aun así, lo “normal” en Lanthimos es tremendamente extraño para cualquier otro estándar, y ver una película suya es de las experiencias más particulares que ha dado el cine en los últimos años.