Los uruguayos nos enorgullecemos, justificadamente, de la cantidad de músicos de relevancia mundial que han surgido de este país a pesar de sus escasos tres millones de habitantes. Pero aunque sea un fenómeno admirable (o paradójico, si se tiene en cuenta la humilde realidad de la mayoría de los músicos uruguayos), ese notable promedio de artistas musicales conocidos fuera de fronteras resulta muy modesto al compararlo con la proyección internacional que ha logrado la música de Islandia, un país con una población diez veces menor que la uruguaya, pero que durante las últimas tres décadas se las ha arreglado para tener siempre a alguien nacido allí en la primera fila de las vanguardias de la música popular mundial. Desde que a fines de los años 80 la banda The Sugarcubes, y luego su distintiva cantante Björk, consiguieron irrumpir en el aún cerrado círculo del pop/rock anglosajón, la música islandesa siempre tiene a algún nombre compitiendo de igual a igual con los artistas y marcadores de tendencias de Estados Unidos e Inglaterra –o superándolos–, ya sea mediante bandas de posrock como Sigur Rós, compositores electrónicos como Ben Frost, cultores de la psicodelia como Dead Skeletons o metaleros muy experimentales como Solstafir.
Desgraciadamente, el viernes la isla del Atlántico norte perdió a uno de los representantes más brillantes y exitosos de su notable proyección musical internacional, Jóhann Jóhannsson, compositor clásico-electrónico y uno de los principales autores de bandas de sonido del mundo, quien apareció muerto por causas que aún no se conocen en su apartamento en Berlín. Jóhannsson tenía apenas 48 años y la fama había demorado en llegarle, luego de haber pasado su juventud y los años 90 tocando en varias de las diversas y olvidadas bandas islandesas de rock indie que surgieron a la sombra de The Sugarcubes. Orientado luego hacia la música instrumental y los proyectos de arte conceptuales, Jóhannsson lanzó su primer disco, Engläborn (2002), cuando ya tenía 33 años, y en él mostró su interés en el minimalismo, los climas y la yuxtaposición de timbres de instrumentación clásica y electrónicos. Su cuarto disco, IBM 1401, de 2006 e inspirado en el trabajo de su padre, uno de los primeros expertos en informática de la isla, ya llamaba la atención por la profunda belleza y tristeza que irradiaba, pero no sería el ámbito de la música experimental aquel en el que el compositor se destacaría mundialmente, sino en el de las bandas sonoras, un campo en el que comenzó a trabajar musicalizando series y producciones locales, con obras que consiguieron llamar la atención de un ascendente director canadiense llamado Denis Villeneuve, quien lo llamó para su película Prisoners (2012).
El resultado fue tan bueno que Jóhannsson volvería a trabajar con Villeneuve en sus tres películas siguientes (o casi). La sutil banda sonora de Sicario (2015) demostraría la capacidad del islandés de “desaparecer” en el sonido de la película, pero ofreciendo a la vez un acompañamiento distintivo e inquietante, que colaboraba con el tenso clima claustrofóbico del film y que le mereció la segunda de sus nominaciones al Oscar a mejor banda de sonido original (la primera había sido por La teoría de todo, de James Marsh, en 2014, por la que ganó un Globo de Oro). Pero la obra que convirtió a Jóhannsson en uno de los principales compositores de Hollywood fue su deslumbrante banda de sonido para Arrival (también de Villeneuve, 2016), tan impactante y serenamente alienígena como las criaturas del film. El músico llenó la película de sonidos extraños e imposibles de identificar, parte esencial de un relato cinematográfico en el que lo auditivo era tan importante como lo visual; sin embargo, no fue nominado en esa ocasión por la Academia, ya que se consideró que era imposible diferenciar su aporte a la película del realizado por el alemán Max Richter –un artista cuyo trabajo tiene mucho en común con el de Johánnsson–, cuya genial composición “On the Nature of Daylight” fue incluida por Villeneuve como leit motif melódico del film.
De cualquier forma, el éxito e impacto crítico de aquella banda de sonido le valieron a Jóhannsson ser contratado por el exquisito sello germano Deutsche Grammophon –la compañía de discos más antigua en la actualidad–, especializado en música clásica o culta, con el que editó el disco Orphée (2016), recibido por la crítica como una obra maestra de minimalismo orquestal contemporáneo, y considerado una continuación de la obra de compositores como Erik Satie, Moondog, Harold Budd o el ya mencionado Richter.
Jóhannsson fue escogido nuevamente por Villeneuve para musicalizar la esperada Blade Runner 2049 (2017), un trabajo para el que parecía ideal luego de lo que había hecho para Arrival, pero inesperadamente fue sustituido por el conocido Hans Zimmer. Ese reemplazo fue explicado por el director en función de su deseo de contar con un músico de perfil menos personal, que evocara más la banda de sonido de Vangelis para la Blade Runner original. De todos modos, el islandés fue consultor musical en la última obra de otro director siempre afecto a los riesgos como Darren Aronofsky, para cuyo reciente film Mother! compuso una banda de sonido que no fue utilizada, aunque en este caso la decisión fue de mutuo acuerdo: ambos llegaron a la conclusión de que era mejor que la película no tuviera música de fondo en absoluto (aunque sí un particular trabajo de ruidos y efectos sonoros).
El 10 de este mes, los representantes del músico comunicaron que Jóhannsson había sido hallado muerto por la Policía, que no dio mayores datos al respecto. Más allá de la relativa juventud del compositor, la muerte lo sorprendió en el momento más brillante de su carrera, cuando triunfaba simultáneamente tanto en Hollywood como en el ámbito de la música culta, ofreciendo una obra que se complementaba en ambos planos y de una notable individualidad. Es de suponer que próximamente se darán a conocer sus últimas y misteriosamente rechazadas composiciones para el cine.