En medio de la llamada “generación perdida”, que creció “para encontrar muertos a todos los dioses, terminadas todas las guerras, conmovidas todas las creencias del hombre”, el estadounidense Francis Scott Fitzgerald (1896- 1940) despuntó como escritor. Según contó, fue durante la “era del jazz”, los años locos de la década de 1920, tras el fin de la Primera Guerra Mundial y entre el esplendor de los bailes, los viajes y la música.
Publicó su primera novela (A este lado del paraíso, 1920) cuando tenía 24 años, y ese libro, que retrata a ciertos tipos sociales de su época, fue un éxito inmediato, con más de 40.000 ejemplares vendidos al poco tiempo de su lanzamiento. Así, Scott Fitzgerald se convirtió precozmente en el escritor mejor pago de aquel momento: ganaba hasta 4.000 dólares por cuento, el equivalente a unos 55.000 dólares actuales, nada mal después de temporadas difíciles en las que había tenido que dedicarse a trabajos como el de reparar techos de automóviles. El acceso súbito a la prosperidad y la fama facilitó su casamiento con la bonita Zelda Sayre (hija de un juez de la Corte Suprema de Alabama) y que entablara una bipolar amistad con Ernest Hemingway, que se llevaba muy mal con Zelda e incluso llegó a tildarla de desequilibrada en sus memorias, algo que, más allá de la forma grosera de expresarlo, correspondía a la realidad.
A fines de los 20, después de Hermosos y malditos (1922) y de El gran Gatsby (1925), comenzó a trabajar en su cuarta novela, pero la interrumpió para dedicarse de lleno a las historias cortas que le publicaban revistas como The Saturday Evening Post y Esquire, y a los trabajos que vendía a los estudios de Hollywood, a fin de que le fuera posible pagar las cuentas y las lujosas clínicas psiquiátricas a las que acudía su esposa, cuyo estado mental se fue agravando.
Al mismo tiempo, comenzaron a resquebrajarse los cimientos de la creatividad de Scott Fitzgerald, debido a una serie de contrariedades: El gran Gatsby pasó casi inadvertida en su momento, y cuando finalmente logró terminar su cuarta novela (Suave es la noche, 1934), después de nueve años de silencio, cosechó críticas terribles; enfermó de tuberculosis y su alcoholismo se fue agravando al tiempo que sus ingresos disminuían, ya que las revistas eran cada vez más reacias a publicar sus relatos, a los que consideraban carentes de la desaprensión y el glamour inicial que lo habían llevado a la fama. En ese contexto, y mientras intentaba subsistir en medio de la jungla de Hollywood, escribió 18 relatos que permanecieron inéditos hasta su publicación en el libro Moriría por ti y otros cuentos perdidos, que se publicó en inglés en abril del año pasado. Ahora Anagrama acaba de editarlo en español, y está previsto que llegue a Uruguay a fines de marzo.
Cuando Scott Fitzgerald murió, no sólo había publicado las cuatro novelas mencionadas y dejado casi lista una más, El último magnate (publicada en forma póstuma en 1941 y republicada en 1993 por un estudioso de su obra como El amor del último magnate), sino que había escrito también más de 170 cuentos, poemas y obras de teatro, aparte de realizar guiones de cine propios y de mejorar otros ajenos. La responsable del archivo de sus papeles que se conserva en la Universidad de Princeton, Anne Margaret Daniel, encontró allí estos 18 cuentos, en los que aparecen empresarios atrapados en un hospital psiquiátrico por error, guionistas convertidos en vagabundos, donjuanes por los que se suicidan las mujeres, solteronas ricas y torpes, relatos de iniciación y locura, e indagaciones acerca de la historia de Estados Unidos. Todos textos que, en su momento, fueron descartados por editores que desconfiaron de esas temáticas nuevas para el autor, con enfoques un tanto más oscuros y osados que sus trabajos de años anteriores.
Según plantea Daniel en el prólogo, se trata de un puñado de cuentos que no muestran a su autor como un “joven triste” que, mientras envejece, se mantiene ligado a la época dorada que dejó atrás, sino a un escritor “en la avanzada de la literatura moderna, con todo su experimentalismo y sus complejidades en continuo desarrollo”. Por su parte, el traductor al español, Justo Navarro –que había desempeñado la misma tarea en una de las últimas ediciones de El gran Gatsby–, considera que, a pesar de las adversidades, estos relatos nunca “pierden el peculiar humor de su autor, próximo en ocasiones a los gags característicos del cine mudo”.