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Deseo de matar.

El castigo recompensa

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Hay una movida para reconectar la producción de Hollywood con la mitad republicana de Estados Unidos. Un buen indicio de ello fue el homenaje a las intervenciones militares estadounidenses en la última ceremonia de los premios Oscar. Otro es la idea de producir una refilmación de Death Wish (El vengador anónimo, 1974) lanzada con un relativo alto perfil. Esta obra que señala los beneficios de que ciudadanos comunes posean armas y, llegado el caso, las utilicen tuvo estreno previsto en noviembre del año pasado, pero la masacre de Las Vegas en octubre, en la que un francotirador disparó aleatoriamente sobre una multitud, y mató a 58 personas, indujo a posponer la fecha para no herir sensibilidades. No sirvió de mucho, porque la película terminó siendo lanzada a inicios de marzo, 15 días después de otra masacre, la del colegio Stoneman Douglas, en Florida, en la que otro desquiciado mató a 17 personas. A esta altura, hay que tener mucha suerte para obtener en Estados Unidos la distancia máxima entre una y otra carnicerías con armas de fuego.

La película de 1974 marcó época. Fue la más llamativa de las que, en el contexto de un cine contracultural, se plantaron como una contracultura de derecha (lo que hoy día llamamos alt-right). A su manera, era una obra rebelde y antilegalista: luego de que un grupo de hippies perversos invadía la casa de Paul Kersey, adinerado arquitecto o ingeniero (blanco), mataba a su esposa y casi violaba a su hija, dejándola con serias secuelas psiquiátricas, el protagonista se hacía de una pistola y pasaba a dedicar sus noches a recorrer las calles disparando contra criminales (en su mayoría negros de barrios marginales). Supongo que, como yo, la mayoría de los lectores de la diaria fueron formados en el rechazo de esa actitud de vigilante clandestino, pero no es muy difícil entender su atractivo: “Hice tremendo esfuerzo para formarme, trabajo honestamente y todo lo que tengo lo conquisté con mi trabajo –o mis padres lo conquistaron con el suyo–, y es injusto que esos atorrantes me impidan vivir tranquilo o incluso le quiten la vida a uno de mis seres queridos; dado que las instituciones son inoperantes para detener esa demencial ola de criminalidad, tengo derecho a asumir mi propia defensa, la de mi familia y la de otras víctimas”. En definitiva, Kersey hacía lo mismo que Superman o Batman, sólo que –a falta de superpoderes o de habilidades extraordinarias– con una pistola.

Siendo tan famosa la Death Wish original, en esta remake se mantuvo la premisa básica y se repite la emblemática imagen final de aquella película, pero se modificaron diversos detalles (más o menos como cuando se hace el reboot de una serie de películas de superhéroes). La acción fue desplazada de Nueva York a Chicago, y este nuevo Paul Kersey no trabaja en el negocio de la construcción, sino que es un cirujano de emergencias –posición muy propicia para constatar, cotidianamente, los daños perpetrados por la violencia callejera y obtener algunas informaciones útiles cuando se convierte en vigilante clandestino–. El de la primera película era un experto tirador, mientras que este tiene que aprender de cero a manejarse con armas de fuego. El contexto está actualizado, con mucha presencia de celulares, registros en video que se vuelven virales, tutoriales en Youtube, etcétera.

Como la original, esta remake también es muy propagandístico-ideológica. La mujer y la hija de Kersey son rubias, el que anota sus datos y se los pasa a los delincuentes es un “latino” (en la película veremos negros y blancos tanto entre los buenos como entre los malos, pero ningún chicano bueno). El suegro de Kersey le hace un discurso sobre la necesidad de armarse para la autodefensa. Al inicio escuchamos audios de la radio comentando los alarmantes niveles de criminalidad, pero cuando Kersey empieza a matar bandidos y se convierte en una especie de héroe popular, los índices de criminalidad bajan en una proporción muy significativa: el vigilantismo funciona. La vendedora de armas es una rubiecita simpática y preciosa, y además insiste en que determinado rifle es recomendable porque es “cien por ciento hecho en América”. Kersey, que estaba deprimido luego de haber quedado viudo, cuando empieza a matar se siente revigorizado, estimulado, sale del pozo: la venganza es dulce. Esta revitalización está debidamente musicalizada (energizada) con “Back in Black”, de AC/DC. Todas las víctimas de Kersey son comprobadamente personas perversas, amenazantes, una escoria sin la cual el mundo realmente queda mejor. La amable y bella amiga de la hija de Kersey, para tratar de activar su mente y sacarla del coma, le lee, entre todos los textos del mundo, un tratado de Milton Friedman (el padre del neoliberalismo) sobre economía positiva.

Algunos aspectos del costado propagandístico de la película están desviados. Por algún motivo, la casi violación del original está reducida aquí a una actitud abusiva, mucho más pudorosa. Esto es curioso, porque con la concientización feminista de estos años, y el consiguiente aumento de la sensibilidad ante los crímenes sexuales, poner el acento ahí habría reforzado la tesis del argumento; pero quizá los realizadores no quisieron arriesgarse a que el sistema de calificaciones disminuyera la difusión de la película por un componente de desnudez y sexo. Lo de la venta de armas está mostrado en forma muy ambigua, como si hubiera una intención de no comprometerse abiertamente con ninguna de las fuertes posiciones enfrentadas con respecto al control de armas en Estados Unidos: por un lado, muestra las ventajas de armarse; por otro, exhibe en forma casi satírica y crítica, con reminiscencias de Michael Moore, la ridícula facilidad para obtener legalmente un arma de fuego y la liviandad con que se anuncia este comercio. La película original era más fuertemente ideológica porque abstraía el asunto de la criminalidad: Kersey no iba detrás de quienes habían matado a su pareja (no habría sabido cómo hacerlo, debido a la falta de evidencias), sino del bandidaje en general, es decir, de cualquier chorro armado o violador con el que se encontrara. Pero este nuevo Kersey, luego de un par de ataques a delincuentes genéricos, se dedica específicamente a vengarse de la banda que atacó a su familia. Los integrantes de esta van cayendo de a uno, y llegar al principal (el más perverso de todos, el que les disparó a la mujer y la hija) es el objetivo último. Así que el énfasis está puesto más en la venganza personal que en la actitud con respecto a la sociedad.

El director Eli Roth hizo casi toda su carrera en el cine de terror (fue, por ejemplo, el director de la famosa Hostel –2005–), y recién con su película anterior, Knock Knock (El lado oscuro del deseo, 2015) se pasó al thriller. Su gusto por el terror y su habilidad en ese género se notan aquí. Los asaltantes usan unas máscaras deformes que asustan, y hay una cuidada exposición de la arquitectura de la casa que incrementa el suspenso cuando se produce la invasión. Abunda el gore en varias de las muertes y en las escenas con Kersey operando en el hospital, y se incluyó una escena de tortura que va a afectar a los espectadores sensibles y a generar morbo a los fans de Hostel: para obtener información de uno de los bandidos y poder ubicar a los demás, Kersey le hace un corte con bisturí en la pierna, pone al descubierto su nervio ciático y vierte sobre este una sustancia corrosiva, a fin de producirle a su víctima el mayor dolor concebible.

El estilismo de Roth aparece sobre todo en una elaborada secuencia de montaje con polipantalla, en la que se yuxtaponen imágenes del protagonista operando para salvar vidas y limpiando armas para quitar otras vidas. Es interesante, pero no tiene el encanto setentista del estilo de la película original (que se lucía, además, por una magnífica banda musical compuesta por Herbie Hancock). El guion es simplón, primario. Bruce Willis supo ser una especie de nuevo Humphrey Bogart, es decir, un actor fuertemente masculino que se especializaba en decir, con una gracia que es toda suya, parlamentos irónicos, ácidos, secos, de un raro ingenio. Es raro ver a ese tremendo actor sin tener mucho para decir –no debe haber una sola línea memorable en toda la película–, y se lo nota duro, incómodo, medio sin saber qué hacer, cumpliendo con la mayor dignidad posible un papel muy pobre, y uno casi extraña a Charles Bronson, protagonista de la película original.

Deseo de matar (Death Wish), dirigida por Eli Roth, basado en la novela de Brian Garfield y en la película homónima de 1974, dirigida por Michael Winner y con guion de Wendell Mayes. Estados Unidos, 2017. Con Bruce Willis, Vincent D’Onofrio y Dean Norris. Life Cinemas Costa Urbana y Punta Carretas; Movie Montevideo, Nuevocentro y Portones; Stella (Colonia); shopping de Punta del Este.

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