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Pablo Thiago Rocca. Foto: Andrés Cuenca

Miradas alucinadas

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“¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Si bien esta afirmación corresponde a Albert Einstein, puede extenderse al legado de Raúl Cabrera Alemán (1919-1992), más conocido como Cabrerita: ayer, el Museo Nacional de Artes Visuales inauguró una muestra con un centenar de sus obras, que fueron donadas al Estado junto a una serie de documentos. Se trata de un artista que vivió al margen, y que, durante 30 años, sucumbió en un gran vacío por el que todo se fugó hacia la nada. Su vida fue un largo derrotero entre asilos y hogares adoptivos, con una vocación indeclinable hacia la poesía y la pintura que las prolongadas internaciones psiquiátricas no lograron aplacar. A veces lo tuvieron a su cargo algunos cercanos, como el poeta José Parrilla, que mientras vivió en Uruguay fue su amigo y protector. Después de que viviera un tiempo en la calle, se llegó a un acuerdo con el director del hospital Vilardebó para que Cabrerita pudiera alojarse allí. Al tiempo, cuando cambió la dirección, lo derivaron a la Colonia Etchepare, donde estuvo recluido 30 años en condiciones muy precarias. Antes había sido uno de los míticos personajes que asistían a los cafés Sorocabana y Metro, junto a referentes de la Generación del 45 como Juan Carlos Onetti, Idea Vilariño (quien le organizó una exposición para reunir fondos) o Carlos Maggi. Entre las tertulias, el encierro, la soledad y el desasosiego, Cabrera regaló cientos de sus increíbles dibujos y acuarelas, o, como consignan algunos, los canjeó por pintura o cortados. En una entrevista que le hicieron Margarita Mora y Raúl Zaffaroni, le preguntaron: “Esos ritmos cruzados, los esquemas geométricos que tú hacías en tu obra [...], ¿no los hacés más?”. Cabrerita respondió: “No me acuerdo bien; no tengo obra de aquel tiempo; quisiera ver, no tengo... Sí, quiero tener eso; eso me gusta”. Más adelante, admitió que lo único que necesitaba era yerba, tabaco y materiales para pintar, aunque agregó: “Si tuviera dinero compraría óleos, un lindo papel, acuarelas... esas acuarelas extranjeras, ¿vio?, que no se borran, que duran siglos”. Nunca las obtuvo.

En esta exposición se advierten sus reconocibles paisajes con niñas en primer plano, que miran lánguidas y absortas, y que remiten a la infancia, a la inocencia, a la virginidad. O a una intransferible pureza que sugieren los gestos, las manos estáticas, entrelazadas sobre la pollera. En definitiva, se trata de obras que sustentan una belleza irreal y conmovedora. Y, en paralelo, trazan un encanto distinto, con otra carga y densidad, que al avanzar entre década y década se transforma en un inquietante balbuceo. Para el curador, Pablo Thiago Rocca, su prolongada “y para muchos inexplicable reclusión psiquiátrica –nunca se corroboró un diagnóstico de su presunta demencia y su historial clínico desapareció–, la lucha pertinaz del ser humano por el reconocimiento de su individualidad y de su condición de artista, precisa una gran amplitud de miras para entenderlo en sus dimensiones únicas y particulares: con o sin Parrilla, con y sin premios, con y sin abandonos”. Y por eso, hoy Cabrerita “comienza a recobrar el lugar en la institucionalidad del arte que tan trabajosamente había empezado a forjarse en los años 40”.

En 1932, Cabrera asistió a la escuela José Pedro Varela, y parece que allí dibujó un retrato con el que logró remontar un mal comienzo: “A los 11 años copié un retrato de Varela. Entonces salí en los diarios como niño prodigio, y me llevaron a estudiar con Gilberto Bellini. Después estudié con Serrano en el Taller Don Bosco. Y Carlos Prevosti me enseñó las proporciones. Pero no crea que mucho tiempo”. Según Cabrerita, la pintura “viene de adentro, viene sola; no sé muy bien de dónde, pero se nace pintor”.

–¿Qué implica curar esta muestra?

–Es el anticipo de la muestra que se hará el año que viene por el centenario de su nacimiento, y se trata de una donación muy importante, porque coloca a Cabrera en el lugar que se merece. Yo tengo una relación de fascinación con su obra. Como muchos, entré por el lado de la anécdota, de la tragedia y la leyenda que se gestó a su alrededor, hasta que descubrí que, en realidad, se trataba de un artista de primera magnitud. De algún modo, su figura es una clave para entender la Generación del 45.

–¿En qué sentido la interpela?

-Porque él fue un niño huérfano, que abandonaron en el asilo de Dámaso Antonio Larrañaga, y a los diez años fue adoptado por una familia de inmigrantes italianos. Suponemos que a los 18 años el Estado le dejó de pagar a la familia para que se hiciera cargo, y por eso pasó a vivir en la calle. O tal vez fue por su forma de vida, porque lo que le interesaba era dibujar y pintar, y tenía problemas de higiene, de comunicación. Era un tipo muy introvertido. En la calle conoció a José Parrilla y se hicieron muy amigos. Parrilla era un personaje muy bohemio, además de un poeta revulsivo y procaz, que contaba con muchas lecturas surrealistas y que influyó a muchos poetas del 45, como Humberto Megget y Carlos Brandy. Así fue como se unieron esas personalidades, en cierto modo antagónicas, y conformaron un dúo que para el ambiente intelectual de la época funcionaba como clown, en el sentido de que ellos comenzaron a formalizar la leyenda que hoy los rodea, siempre sustentada en elementos extraartísticos. No se habla de la poesía de Parrilla, sino de una actitud performática, o de que con Cabrerita se gastaban toda la plata que tenían [de cuando Cabrera ganó un premio] en viajar en taxi por Montevideo; o de que cambiaban poemas y pinturas por comida. Estas son las anécdotas que perduran, y no lo importante, que era su obra. Es cierto que era menudo, pero ya el diminutivo Cabrerita esconde una actitud muy paternalista. Desde el principio él se adjudicó el nombre Javiel, y eso de inventarse una identidad para dar lugar a su obra es propio de un artista. En aquella época ya había ganado concursos y hecho exposiciones. Una de sus acuarelas [“En una isla”, ganadora del X Salón Nacional de Pintura] está en el acervo del museo desde 1946. Entonces, no se habla del Cabrera artista, sino del pichi, del marginal. Y por eso creo que algunos integrantes del 45 hicieron mucho hincapié en ese relato, cuando en verdad fue una serie de equívocos la que lo llevó a la internación. La generación que lo acompañó lo abandonó. Salvo Parrilla, que se había ido a Europa y lo dejó en manos de Lucy, su hermana.

–Hasta que en un momento la desalojaron de su casa.

–Sí, es una historia muy compleja. Ella y Cabrera quedaron en la calle e hicieron un arreglo con el doctor Alfredo Cáceres [esposo de la poeta Esther de Cáceres] para que él estuviera en el Viladerbó. Obviamente él tenía problemas de sociabilidad, y no era un tipo fácil, pero de ahí a pasar 30 años en la Etchepare... Cuando cayó internado le quitaron su obra. Si vos sos artista, ¿cómo evolucionás?: en función de ver lo que vas produciendo. Él no podía.

–Algo que reclama en las entrevistas de la época.

–Es algo que él pide. Y algo que no se ha dicho, y que se ha ido perdiendo, es que Cabrera estuvo muy cerca del taller de [Joaquín] Torres García. Eso se ve en su obra. Acá hicimos un sector dedicado a esa influencia.

–Que es muy identificable, sobre todo a partir de las disposiciones áureas, la abstracción, la armonía.

–Él hace una especie de cuadrícula con las proporciones áureas debajo. Sobre todo en los 40, que es cuando se vincula con Torres y el taller. La primera vez va con Parrilla y con el escritor Mario García, que fue su compañero de escuela y que es el que conoce su etapa infantil, en la que ya dibujaba y pintaba. Lo importante es que tuvo un contacto con Torres mucho más importante de lo que se dijo. Hace poco, un coleccionista privado compró materiales y dibujos, un compás áureo con sus iniciales y un discurso escrito por él, que es una elaboración de las cosas que planteaba Torres.

–Imagino que los cruces con figuras como Parrilla o Torres implicaron ciertos altos en su camino creativo, incluso cuando sus exploraciones fueran muy personales.

–Sí, está muy influido. Y Parrilla también. Es una historia distinta porque se separan 30 años [en 1983 Parrilla lo invitó a Francia, donde permaneció unos meses]. Cuando Parrilla viaja a Europa se lleva unos 50 dibujos de Cabrerita, que empieza a exponer. En esa época, Parrilla se empapa de las ideas de Torres, y comienza a vincularlas con ciertos aprendizajes de filosofías de vida distintas a las occidentales. Él empezó a reunir gente a su alrededor eludiendo las soluciones que le podía proporcionar la vida burguesa, y generó lo que hoy llamaríamos performances o exposiciones, primero en Valladolid y luego en Barcelona, donde hace actos esteristas. Ester es un nombre que se repite mucho, y si bien hay distintas teorías sobre el origen del nombre, una de ellas es que Ester es la prostituta de El pozo [nouvelle que Onetti publicó en 1939, y que para Parrilla se convirtió en una obra fundacional]. Porque ellos están en el ojo del huracán de la Generación del 45: se vinculan con Onetti, les importa su idea de la mujer y la pureza. Por un lado está la inocencia de Cabrerita, y por otro, la extraña conversión de Parrilla a una filosofía que reclama la castidad y muchas otras cosas que él mismo predica pero no practica.

–Pero no todos lo dejan de lado; por ejemplo, Idea lo sigue, María Esther Gilio lo entrevista...

–Idea es una de las personas que más lo siguen, María Esther Gilio le hace una entrevista muy interesante [en 1965], y Carlos Brandy también está. Muchos lo olvidan, pero también hay que ponerse en situación. Porque una de las cosas más difíciles es reconocer el talento de los contemporáneos, y reconocerlo salvando las distancias de una personalidad muy compleja. Parrilla hace toda una travesía por Europa con esa comunidad que crea. Él está al tanto de la internación, y se ve que cuando Cabrera egresa de la colonia Etchepare, lo manda a buscar. Pero Cabrera seguramente no se bancó el régimen, porque no podía fumar y demás, y se volvió. A lo largo de los años, Cabrera revela las facetas no queridas y más oscuras de esa generación. Y te demuestra cómo una sociedad y un grupo de gente muy inteligente pueden pasar por alto una obra como la suya, porque tenía una competencia interpretativa que era más literaria que artística –en el sentido de las artes plásticas–. Ellos no se dieron cuenta de que Cabrera era un gran artista, cuando había obras de los años 40 que eran increíbles.

–En la muestra es interesante cómo se advierte el tránsito de escenas más bien campestres, con las niñas al frente, hacia los años 40, más recargados, y el contraste de la última época, con más introspección y dramatismo.

–Ahí pasó toda la internación, y fue evolucionando en la medida en que podía. También estaba muy presionado, porque con su internación en la Etchepare comienza toda una circulación de su obra en el mercado negro, de gente que va a pedirle que dibuje. Por los 90 salió una noticia en un diario denunciando que un contador de Santa Lucía le había robado 700 cuadros. O sea que ese contador se había procurado 700 obras de un artista que estaba en el manicomio...

–En un momento él dice que su obra la tiene “gente rica”.

–Y no sabemos cómo se la procuraron. Él era consciente de que su obra había circulado y se había perdido. Ahí te das cuenta del nivel de la estafa y la tragedia humana que rodea a Cabrera, porque hay un aprovechamiento de una situación muy injusta en beneficio propio. Estamos hablando de gente que queda por fuera del Uruguay de las vacas gordas. Y creo que para conocer el arte uruguayo no alcanza con Rafael Barradas, Pedro Figari y Torres García. Es necesario conocer la textura, ver cómo se entreteje la obra de los demás pintores. Hay cosas que se van corrigiendo a medida que se investiga. En la leyenda hay dos vertientes: una que dice que Cabrerita era un perverso, que dibujaba niñas y tenía una obsesión sexual, y otra de quienes lo consideran un santo. En verdad, no es una cosa ni la otra.

–¿Cómo definirías su obra?

–Creo que es una obra –y de ahí también su valor– que no tiene parangón con otra en Uruguay. Es una obra que, a diferencia de todo lo que se hacía en su época –en los años 40–, implica una fractura, tanto en el espacio temporal como en la representación. En esto sólo había incursionado Barradas a partir del vibracionismo (pero en ese entonces ya había fallecido); y, de algún modo, la escuela de Torres, que en su tendencia hacia la abstracción construía una realidad distinta. El resto está entre el planismo y el realismo social, las tendencias similares y lo posimpresionista: uno contempla el cuadro y entiende su unidad espacial y visual rápidamente, al primer golpe de vista. Cuando uno ve a estas niñas que Cabrerita hacía en los años 40, rodeadas de elementos geométricos –me refiero a las más estructuradas y complejas–, en las que se puede reconocer una especie de parque, y ninguna hace contacto visual con la otra, se trata de un espacio que sólo puede ser concebido por alguien que estaba viviendo en la calle. Además de tener otra perspectiva, no siguen las ideas planistas o renacentistas de que una visión se junta sobre un fondo aparente del cuadro. Ves construcciones que van para un lado y para otro. Esa espacialidad no se reproduce en la época.

–¿Cómo se ubican sus acuarelas y dibujos dentro de la producción nacional?

–Como un quiebre. Y esa fisura se da en el seno de la Generación del 45; un grupo que a nivel nacional fue muy influyente en todo sentido. Quizá ahí está la cuestión de por qué no pudieron verlo: porque era algo muy nuevo. De todos modos, recibió premios, y hay quien dice que la injusticia que se cometió con Cabrerita fue peor que la que se le hizo a Van Gogh, porque él primero ganó premios y luego fue ignorado. Pero bueno, se trataba de una obra muy enigmática, y cargada de una espiritual trascendente.

–¿Así explicarías el antinaturalismo que le adjudicaba Torres?

–Sí, porque Torres llegó en 1934 predicando el antinaturalismo, pero se dio cuenta de que, en realidad, el campo no estaba fértil para educar en ese sentido. Y empezó a hacer una versión un tanto edulcorada, trató de enseñar la cuestión del tono, y buscó la estructura no por los elementos formales, sino trabajando los valores de los colores. Buscó otro camino, y vio que Cabrerita estaba en estas búsquedas antinaturalistas. Y el mismo Cabrerita lo dice, porque él tiene una etapa naturalista. Hay un retrato de Mario García y otro de Maggi que son naturalistas y que son perfectos, casi fotográficos. No es que haya llegado a las niñas porque la otra vertiente no le salía. Era un gran dibujante. Aunque también, con los años, perdió muchas de sus condiciones, mientras conservó cosas de color. Incluso desorienta mucho cuando uno trata de estudiar su evolución, porque hay autorretratos en la década del 60 –que es la época de sus peores crisis– que son casi naturalistas. Y eso tiene que ver con que el retrato es un ejercicio de afirmación de la identidad. Vos te mirás al espejo e intentás reconocerte. Y para él, en el psiquiátrico, es importante.

–A esa época le atribuís motivos más lavados, menos estructuras.

–Sí, eso sobre el final. No sé si el quiebre se identifica directamente con la terapia de choque, o con la medicación, o con lo que estaba viviendo. Después de los años 40 y 50 no se conoce producción, o se confunde con la de esa época en la que empieza a perder estructura y aquellos detalles geométricos impresionantes. Y hay algunas estructuras que pueden ser los pabellones de la colonia, por ejemplo. El lugar donde está la dirección es una casita cuadradita, y eso muchas veces se repite, simplificado.

–Hace unos años dijiste: “Si la pintura es un embudo de tiempo, en Cabrerita también es un embudo de las proyecciones sociales ‘adversas’ del tiempo”. ¿A qué te referías?

–Me refería a lo de la Generación del 45, porque de algún modo se proyecta el lado social de un grupo. Cabrerita no era un ángel ni un demonio, sino alguien con problemas sociales. Muchas de las enfermedades psiquiátricas también responden a una catarsis de conflictos sociales mayores. Cabrerita queda en la calle con Lucy Parrilla debido a una estafa que hace el esposo de Lucy, que estaba vinculado con el taller Torres. Entonces, quiero decir que, sin duda, hay una cuota de azar, pero no todo responde a eso. Nadie queda internado por eso 30 años... Y el hecho de que alguien esté tanto tiempo internado no puede pasar inadvertido en la trayectoria artística de esa persona. Ahí hay un drama individual pero también uno social. Y la pintura de Cabrera lo refleja: su talento, sus cruces, la falta de interacción de los personajes. Algunas niñas miran fijo, pero la mayoría tiene la mirada perdida. Y por eso creo que no sólo refleja un conflicto personal.

–Manuel Espínola Gómez, además de definirlo como el mejor acuarelista, decía que todavía no se lo había estudiado seriamente. ¿Esto se ha revertido con el tiempo?

–Ahora se está empezando a revertir, y creo que esta exposición es el primer paso serio y contundente. Cuando Espínola dice que es el mejor acuarelista, no lo dice por las niñas lavadas que actualmente se ven en las galerías, que son de la última etapa y que conservan cosas interesantes de color. Lo dice por las acuarelas de los años 40. Las mismas obras por las que Torres advierte que tiene influencias del Quattrocento italiano, del Renacimiento. Es que hay pinturas en las que él reproduce las tonalidades de un rostro femenino a la perfección, que te recuerdan a una idea renacentista, y atrás les suma esas extrañezas geométricas, entre cuadrados, sillas y cosas volando que atraviesan el cuadro. En la donación hay muchas acuarelas muy lindas. Y es importante porque, menos la naturalista inicial, incluye a todas las demás etapas. Y la inclusión discutible de Cabrerita dentro del proyecto Arte otro [sobre artistas plásticos que se mantuvieron al margen del canon] también le ha dado cierta visibilidad.

–¿Por qué “discutible”?

–Porque él tiene una formación y la mayoría de los otros, no. La formación, si bien es importante –y lo de Torres es sustancial–, tampoco es determinante. Cabrerita igual habría pintado así. Creo que tenía un talento innato por los relatos de Mario García, que cuenta que de niño, cuando fue a su casa, vio que había dibujado toda la pared del altillo donde vivía con los carbones que se usaban en los braseros. Él decía que había quedado absolutamente fascinado, y que debajo de la cama Cabrera tenía revistas. O sea que, de muy chico, ya tenía una proyección en ese sentido. Es un artista que ahora se nos va a revelar de a poco.

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