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Sobre el tapete (rojo)

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Un repaso al 17º Festival Internacional de Cine de Punta del Este.

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En la noche del sábado 15 de marzo se celebró el cierre del 17º Festival Internacional de Cine de Punta del Este. En una Sala Cantegril atiborrada de gente, con una mayor afluencia de público que en las últimas ediciones (un aspecto cuantitativamente superior que no sólo se reflejó en las jornadas de apertura y cierre -cuando las butacas llenas son más bien esperables-, sino también en un flujo de espectadores más sostenido en funciones que comúnmente convocan a pocas personas), se dio paso a anunciar a los ganadores de la Selección Oficial del Festival y proyectar La vida es fácil con los ojos cerrados, una película simpática y simplona de David Trueba, que con un tono nostálgico y costumbrista parecería emparentarse con el cine del argentino Juan José Campanella.

Con un jurado integrado por el uruguayo Esteban Schroeder (productor y director conocido por películas como El viñedo y Matar a todos), el argentino Carlos Sorín (famoso por sus películas de carretera Historias mínimas, El camino de San Diego, o Bombón, el perro) y la italiana -pero radicada en México- Eva Sangiorgi (fundadora del prestigioso Festival Internacional de Cine UNAM), la gran ganadora del festival fue la brasileña Tatuaje, de Hilton Lacerda, que obtuvo tres de los cuatro premios otorgados por el Festival (Mejor película, Mejor dirección y Mejor actuación masculina, por el rol protagónico de Irandhir Santos). Similar al documental Dzi Croquettes (Raphael Alvarez, 2009), que se centraba en las actividades de una compleja troupe teatral que en los 70 desafiaba el establishment de la dictadura norteña con ácidas y osadas performances contraculturales, Tatuaje se centra en Chão de Estrelas, el equivalente recifense de aquel grupo carioca. A diferencia del documental mencionado, la ficción de Hilton Lacerda se enfoca, más que en el fenómeno en sí, en la relación sentimental entre el director de aquel grupo y un joven soldado que se introduce casi por error en aquel rincón alternativo y subterráneo que comenzó a abrirse en las postrimerías de la dictadura brasileña. Con intermitentes referencias a Paolo Pasolini, Tatuaje era, por varias cabezas, el film más jugado de la selección oficial, un producto que en su exuberancia e imperfección parece directamente salido del Manifiesto Antropófago de Oswald de Andrade, algo que se acopla perfectamente a la sensación de amor libre, de cuerpos transvestidos y autoproducidos que circulan alrededor del metraje.

Más allá de esto, quizá el punto flaco del film sea la reproducción de las mismas performances, que cinematográficamente -a veces en la escritura, a veces en lo técnico- no suelen estar a la altura de lo que podríamos imaginarnos de un grupo como ése, un terreno obligatorio de “ficción dentro de ficción” que sería pasible de ser un poco más pasado por alto en otros casos, pero que en éste hace bastante mella. En subgéneros teatrales como el burlesque o los shows de drag queens, que se alimentan canibalísticamente de sus propios clichés, captar la performance de una forma cinematográficamente significativa es una tarea doblemente ardua, en la que pocas obras logran dar con su real voluptuosidad estética, pudiendo citar como ejemplos victoriosos las recientes e impactantes Tournée (Mathieu Amalric, 2010), o Morir como un hombre (João Pedro Rodrigues, 2009). Distinto de estas obras más redondas, el film de Lacerda queda corto en ese terreno donde debería brillar más. Más allá de esto, Tatuaje no deja de ser un film honesto y jugado, que se despega un poco del nivel bastante bajo del resto de las películas en competición (quizá exceptuando el largometraje de animación Hasta que Sbornia nos separe, bellamente animado por Otto Guerra y Ennio Torresan Jr).

Conflictos del subdesarrollo

Esta referencia a un promedio flojo en la selección de películas en competición se puede ver en la curiosa decisión que tuvo el jurado a la hora de declarar desierto el premio a Mejor actuación femenina (cuando quizá podría haber dado lugar a la performance de Paulina García, lo único que lograba levantar al timorato film chileno I am from Chile, de Gonzalo Díaz Ugarte, o la fuerte actuación de Glória Pires en la convencional pero interesante Flores raras, del brasileño Bruno Barreto). Lejos de ser un asunto exclusivamente adjudicable al criterio del equipo de programación, el asunto es mucho más complejo de lo que parece, y tiene raíces en el despiadado funcionamiento de los circuitos festivaleros, que en los que los festivales comúnmente conocidos como “grandes” (por ejemplo, Cannes o la Berlinale) casi siempre exigen a los films competidores presentar sus obras en formato de premiére, generando así un vertiginoso juego especulativo en el que por casi dos años la mayoría de las películas a incluir en la nómina parecen estar siempre sobre el borde de las fechas, entre el sí y el no de los festivales masivos y el quizá de los más chicos. Casi que, por así decirlo, el circuito de festivales de cine no sólo no está ajeno, sino que logra espejar, o extender al terreno artístico, ciertos mecanismos propios de la relación económica que subsiste entre países desarrollados y subdesarrollados.

Siguiendo esta línea de pensamiento, sorprendió el discurso de Luis Pereira -de la Dirección General de Cultura de Maldonado- con un texto inusitadamente político y certero para una instancia invariablemente asociada con monólogos en piloto automático, más bien conciliadores y livianos. Pereira partió comentando ciertas críticas que habían circulado en algunas radios de Maldonado sobre la pérdida o ausencia de glamour del festival, hecho a partir del cual el director general de Cultura habló del particular proceso de aculturación perpetuado por el star system hollywoodense y la tramposa dinámica de presión de las grandes empresas y su colocación de productos. Lejos de ser un discurso nuevo, las palabras de Pereira, sin embargo, pusieron en escena una interesante puja que se da en la identidad de un departamento que, en la conformación de eventos como éste, se debate en la esquicia interna entre el alto turismo de Punta del Este y la cultura popular de Maldonado; a su vez, se puso sobre el tapete un reciente cambio en la distribución de las películas que parece amenazar a la subsistencia de salas chicas o independientes y a la misma existencia de un cine uruguayo o latinoamericano. El reciente conflicto daría para realizar un artículo en sí mismo, pero tratando de plantear el tema en forma resumida, el DSP (Procesador Digital de Señal), una nueva tecnología de proyección digital que se libera del formato físico de las películas, parecería estar por instaurar en la relación salas-distribuidoras un complejo sistema de dependencia, en el que la única forma de hacerse de la costosa maquinaria y software que permitiera utilizar este formato fuera comprándoselo a crédito a las mismas distribuidoras major que colocan los paquetes de películas. Además del evidente hecho de que un montón de cines quedarían relegados por no poder pagar el hardware y software necesarios, el precio de esta inversión (y deuda) en tecnología se trasladaría hacia los derechos de reproducción de las películas que no integren estos paquetes, las cuales deberían pagar algún tipo de extra para llegar a salas de cine, lo que produciría, se puede suponer, una pérdida en competitividad para la mayoría de las películas latinoamericanas, o independientes, espejándose, de cierta manera, esta compleja dinámica entre países desarrollados y subdesarrollados que se mencionaba más arriba. El Instituto de Cine y Audiovisual del Uruguay parece estar tomando medidas en el asunto, que en un país ideal debería tener alarmadas a todas las autoridades culturales, porque el propio cine uruguayo tiene su futuro jugado, en buena medida, en esta cuestión.

Montaje nacional

Y justamente, lo más positivo que se pudo extraer del festival es el buen rumbo del cine uruguayo, quizá el bloque más destacable de la programación, con cuatro títulos con diferentes pero poderosos puntos fuertes: Maracaná (Sebastián Bednarik, Andrés Varela), Manual del macho alfa (Guillermo Kloetzer), El padre de Gardel (Ricardo Casas) y El lugar del hijo (Manolo Nieto). Quizá el punto en común de estas cuatro películas es la relevancia que cobró el montaje para cada una de ellas, que a veces ocupó -más de lo que suele verse en el cine- el centro temático y técnico del film (ello vale en particular para las tres primeras, que son documentales, en los que el funcionamiento fundamental es hacer hablar al material encontrado/juntado, más que aducir a una forma libre y aséptica de acercarse a la realidad o a la historia). Maracaná es el relato del famoso logro deportivo que marcó a fuego la sensibilidad épica de este país, pero es un film que, más que investigar en las imágenes para descubrir una historia, hace uso de las imágenes recopiladas para contarla. En este punto, la afluencia de material de archivo por momentos coloca a la película más cerca de la semificción de My Winnipeg (Guy Maddin, 2007) que de un documental stricto sensu. Guillermo Kloetzer en Manual del macho alfa, por su parte, traza el camino inverso que había realizado en su corto Machos marinos (en el que hacía a personas emular el comportamiento de los lobos marinos, dotando de cualidades muy humanas a la dinámica social y reproductiva de dichos animales). Si aisláramos la sucesión de imágenes filmadas, es un documental de la naturaleza tal como los que vemos en Discovery Channel, que se enfoca en el ciclo vital de lobos y leones marinos, sobre todo en la Isla de Lobos. Sin llegar a igualarse a sus modelos primermundistas, cumple excelentemente bien con la observación, la poesía de las imágenes, e incluso algunos hallazgos relevantes para el conocimiento biológico (como el de una híbrida de lobo con león que, además, es fértil). Pero ese modelo está pervertido por una subnarración oral con un tono que, sin perder para nada su exactitud científico, es sumamente cómico. Ninguna otra película del festival debe haber suscitado tantas risas, a las que contribuyen los ingeniosos gráficos animados ilustrativos, algunas interesantes comparaciones entre comportamientos de otarinos (lobos y leones) y de humanos, un texto tremendamente bien redactado y el voice-over de César Troncoso (quien, junto a su voice-over en El padre de Gardel y su actuación en Al oeste del fin del mundo fue la figura más omnipresente del festival). El padre de Gardel no es una tesis sobre los orígenes del Mago y no debate en absoluto la hipótesis del nacimiento en Toulouse, sino que asume de una la versión de que es hijo de Carlos Escayola. Para la mitología rioplatense esa paternidad es suficientemente llamativa para justificar el nombre del cantante en el título, pero es un aspecto secundario en la biografía de Escayola y en la película, que sería quizá igual de interesante si Gardel nunca hubiera existido. Por medio del retrato y la biografía de Escayola tenemos toda una pintura de aspectos del siglo XIX en Uruguay, en la vida de un melómano y bohemio que fue también un destacado militar, policía, ejecutor de trabajos sucios para el dictador Máximo Santos, mecenas artístico en Tacuarembó, padre de medio centenar de hijos naturales, que cada vez que quedó viudo se casó con la hermana más chica de la fallecida (fueron tres hermanas en total). Con un acopio impresionante de información, entrevistas, visitas a locaciones diversas, documentos varios, y una cantidad de recursos visuales y narrativos -quizá demasiado dispares pero que garantizan agilidad a la obra-, y un tratamiento muy riguroso de las fuentes y de la información, es un documental absorbente y sumamente informativo e iluminador. En El lugar del hijo, por su parte, el montaje dota al film de una sensación climática y suspendida pocas veces vista, que la hace, quizá sólo después de la controvertida El dirigible, la película más interesante en lo visual, el sonido y los ritmos que haya dado el cine nacional.

La ley y la trampa

Tanto dentro como fuera de la competencia, el conjunto de películas exhibidas ayudó también a poner en evidencia algunas trampas con las que se depara el cine independiente y el circuito de festivales, que es una de sus principales ventanas: hay una tendencia a acomodarse al modo de producción “independiente” y a la cultura festivalera que consiste en realizar películas con el presupuesto de un cortometraje estirado a la duración de un largo: pocos actores, pocos diálogos (es decir, pocos ensayos, menos problemas de captación de sonido, menor probabilidad de error en cámara), pocas locaciones; todo eso abarata tremendamente los costos. Y con el estiramiento se gana una lentitud que a su vez tiene estatus “artístico” y puede pasar por “un Tarkovski”. El caso más evidente fue la quebequense Un viaje (Une jeune fille), en la que hasta en pequeños movimientos como poner un objeto sobre la mesa, se notaba la instrucción, desde la dirección, de que se hiciera despacio. Lo que en otros contextos y en otras épocas fueron desafíos a las costumbres narrativas del cine dominante, ahora tiende a convertirse en un facilismo: la bienvenida proliferación de apoyos y oportunidades para el cine independiente genera en contrapartida una tendencia oportunista que, a su vez, tiende a apartarse de, y a desvirtuar, la propia razón de ser de un cine independiente, que no debería perderse de vista. En todo caso, hay grados y grados, y la estadounidense Stand Clear of the Closing Doors, de Sam Fleischner, sortea sus limitaciones en forma mucho más vívida, ingeniándose para llenar el tiempo de la ficción con imágenes de tipo documental que pueden haber requerido un equipo de rodaje de no más de una o dos personas, algunas de gran poesía, que configuran una especie de “sinfonía de la ciudad” concentrada en el subterráneo neoyorquino y en la zona playera de Queens. La película tiene además un desenlace con un pequeño componente de misterio.

Sabemos que la muestra de películas, aunque generosa en títulos, no llega a ser estadísticamente representativa. Pero es inquietante constatar que las tres películas más claramente asociadas con aspectos programáticos esenciales de lo que tenemos por izquierda política fueran muy flojas o al menos problemáticas. Hace diez o 15 años, quizá el valor moral de algunas obras latinoamericanas que denuncian hechos terribles e importantes hubiera supeditado cualquier consideración estética. Podría haber sido el caso de la peruana Cuchillos en el cielo, de Alberto Chicho Durant, sobre la complejidad de la situación de una ex presa con una hija que es producto de una violación múltiple perpetrada por sus carceleros. Pero la obra sufre mucho por unos diálogos esquemáticos, actuaciones mayormente bastante duras, y un intento naïf de “pintar” las imágenes con unos juegos de iluminación artificial demasiado ostentosos en el contexto de una narrativa clásica.

Más problemática es la argentina Condenados, de Carlos Martínez, que asume una narración directamente no-clásica, reminiscente del cine militante y de urgencia que se supo practicar en los años 60 y 70. La película cuenta, quizá por primera vez, algunos aspectos de la vida carcelaria en dictadura y algunos procedimientos especialmente crueles (como asesinar o desaparecer parientes de los presos en represalia a los esfuerzos de esos mismos parientes por reivindicar la seguridad y los derechos de esos presos). Diálogos esquemáticos y francamente pedagógicos, iluminación llana, una narración curiosamente (a veces desconcertantemente) fragmentaria, planos descentrados en los que el espectador tiene que escanear la imagen con los ojos para ver si descubre cuál de los personajes está hablando, para luego cortar hacia otro plano igualmente descentrado y volver a emprender la búsqueda. Es el tipo de situación en la que uno queda con el juicio suspendido porque no entiende si está viendo una propuesta alternativa (modernista) o simplemente un producto con problemas, que termina comprometiendo la eficacia comunicacional de los hechos que se pretende denunciar.

La disponibilidad de dinero para producir no parece solucionar esos problemas (y esto es lo más deprimente). La película más cara de todo el festival fue quizá su punto más bajo: la franco-canadiense Un amor entre dos mundos, de Juan Solanas (hijo del Pino Solanas), con un presupuesto de 60 millones de dólares. Solanas intenta hacer un blockbuster que es también metáfora política y ejercicio poético: la acción se ubica en un mundo imaginario dividido en dos sectores, uno opulento y el otro pobre, vinculados por una corporación poderosa que saca petróleo a los pobres y luego les vende energía a precios extorsivos. Los capitalistas, por supuesto, están en contra del amor de Adam y Eden, que pertenecen respectivamente al sector pobre y al opulento, y sin mediar demasiada lógica, invierten todo un batallón militar en reprimir, fuertemente armados y con la ayuda de ovejeros alemanes, cualquier encuentro entre ambos, llegando al punto de que, como castigo, hacen desaparecer a la tía del muchacho (la secuestran en un Falcon verde, por si a algún distraído no captó las demás guiñadas: Solanas filma a lo grande, pero no olvidó a los muchachos de la barra callejera, homenajeados también con algunos bailes de tango). Pese a la parafernalia de efectos especiales, el concepto visual carece de mayor interés, los diálogos son de una pobreza vergonzosa, y abundan imágenes kitsch que quedarían muy bien en un póster new age.

Lo mejor

Aparte de las películas uruguayas, la muestra no competitiva contó con algunas obras espléndidas. No sorprende que entre ellas estuvieran las ganadoras de los dos principales premios del último festival de Cannes. La vida de Adèle, de Abdellatif Kechiche (Francia/Bélgica/España) cuenta los primeros relacionamientos sexuales de una liceal que se descubre lesbiana y se enamora de una joven universitaria. Éste es el primer aspecto que uno tiende a comentar de esta obra, pero es sólo el inicio. Luego de narrar y describir ese proceso -la emergencia del deseo, los conflictos (con los colegas del liceo, con la familia, con las propias expectativas de “normalidad”)-, la película sigue por escalones, avanzando algunos años, y es sencillamente la historia de un amor, o de una relación en particular, en la que la homosexualidad es un dato secundario: la convivencia de una pareja lesbiana ya asumida, la separación, un futuro incierto. Con casi tres horas de largo, tiene suficiente detenimiento como para hurgar en sutilezas diversas y producir una sensación muy concreta de paso del tiempo narrativo. La actriz principal, Adèle Exarchopoulos, brinda uno de los trabajos actorales más imponentes que se hayan visto en una pantalla en tiempos recientes, apoyada en unos diálogos magistrales, seguida siempre por una cámara en mano muy íntima, cuyos planos cercanos ponen en relieve detalles que tienen que ver con emociones diversas, y muy especialmente con el deseo y la sensualidad (vertida, además, en extensas y estupendas escenas de sexo). Fue la ganadora de la Palma de Oro.

La mejicana Después de Lucía, de Michel Franco, cuenta un proceso de bullying en un liceo contra una adolescente. Por distintas circunstancias, ella no se atreve a denunciar los acosos, que van creciendo hasta configurar abusos de una crueldad tremenda. El estilo es reminiscente de Michael Haneke: distante, seco, percusivo, abrupto, pero ello, en vez de producir frialdad, sólo aumenta la contundencia de un relato doblemente aflictivo (por las cosas que le pasan a la protagonista, y por la constatación de que la presión del grupo en determinadas circunstancias puede dar origen a acciones de suma maldad entre personas “normales”, y de cómo esas situaciones aberrantes pueden pasar totalmente desapercibidas por las mismas autoridades que imponen todo el rigor ante el menor vestigio de marihuana en un examen antidopping). El desenlace es inesperado, y toda la realización revela en Franco una inteligencia y una habilidad cinematográfica y narrativa excepcionales. En Cannes 2013 fue la ganadora del premio Una Cierta Mirada.

El tiempo de los amantes (Le Temps de l’aventure), de Jérôme Bonnell (Francia/Bélgica/Irlanda) es una de esas historias de amor que involucran a extranjeros de paso, que configuran una tradición especialmente intensa y con un noble pedigrí cinematográfico (Hiroshima mon amour, Antes del amanecer, Lost in Translation). Esta película muy sensible y querible quizá no haga historia como sus antecesoras, pero no pasa vergüenza en su compañía. Tiene sus vueltas muy particulares, además, dentro de esa pequeña tradición en la que la línea que tiene que ver con el deseo, la búsqueda, el conocimiento mutuo y la inminencia de la separación, se alterna con digresiones a aspectos más prosaicos de la vida de la muchacha, que a su vez informan algunos giros sorpresivos que jugarán luego en la historia de amor. Hay mucho compromiso emotivo, y también muchos aspectos de comedia, y la actuación de Emmanuelle Devos es magistral.

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