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Hacia la luz.

Del último festival

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El viernes cerró la edición número 36 del Festival Internacional de Cine organizado por Cinemateca, la última a ser realizada en las históricas salas de 18 y Yaguarón y Lorenzo Carnelli, antes de que la institución se mude a un complejo en el ex Mercado Central. Entre esta extraña sensación de nostalgia anticipada y entusiasmo por las oportunidades venideras, ante una sala de Cinemateca 18 atestada, se dieron a conocer las obras ganadoras del festival, entre ellas Los buenos modales, de Juliana Rojas y Marco Dutra (categoría Largometraje internacional), y Plaza París, de Lúcia Murat, que obtuvo, además del premio oficial, el de la crítica (ACCU/FIPRESCI) en la categoría Film iberoamericano. Acá hacemos un repaso de algunas otras películas que pudieron haber pasado fuera del radar, pero que vale la pena tener en cuenta, en caso de una posible reposición.

Hacia la luz (Hikari, de Naomi Kawase, 2017, Japón/Francia). Misako escribe descripciones de películas para personas con discapacidad visual, y está realizando los testeos para el texto de una película de arte relativamente compleja. El proceso involucra cuánto decir, cuánto dejar librado a la imaginación, cómo dar cuenta del clima de una imagen sin interferir en ella con componentes subjetivos y sin acotar su potencial de significaciones. El proceso va a ser afectado por dos líneas emotivas para Misako: las visitas a la madre con Alzheimer en un precioso pueblito en las montañas, y el involucramiento con Nakamori, un casi ciego que antes llegó a ser un fotógrafo famoso y que atesora su vieja Rolleiflex porque es, dice él, su corazón. La concepción visual nos acerca un poco a los personajes ciegos: la película está tomada mayormente en planos muy cercanos de sus rostros, que valorizan cada tensión de cada músculo, cada parpadeo y cambio en la dirección de la mirada. Nos zambullimos en la belleza de esos rostros (su interioridad), y también en la belleza de los retazos de imágenes alrededor de ellos. Los muchos crepúsculos se nos comunican sobre todo por la luz reflejada en las pieles, en las miradas extasiadas, y es como si la película nos comunicara la tibieza de los rayos del sol. Hay frases poéticas (“La luz del prisma aterrizó en su mano”) y sentimientos inefables. Como siempre, Naomi Kawase es delicadísima y su nueva película tiene el efecto purificador de una sesión de meditación.

Ópera prima (de Marcos Banina, 2018, Uruguay) es, como indica su título, el primer largometraje de su autor. El título metacinematográfico tiene que ver con que parece haber sido una película que se fue encontrando de a poco, armada, en buena medida, con imágenes que Banina viene filmando obsesivamente desde que era un niño. Es la película de alguien que casi que nació cineasta: se reiteran las imágenes suyas filmándose frente al espejo, con distintas edades, y se muestra la fascinación por encuadrar, registrar y montar eventos cotidianos, con preferencia (no exclusiva) por los planos bien cercanos. Alguien lavando los platos, una entrevista a un personaje macanudo en la calle, el plano silencioso de la expresión llorosa de una anciana que recuerda en silencio, las páginas de una revista sucediéndose y la superposición fortuita de los detalles de imágenes. La búsqueda personal incluye entrevistas a su familia, y ocurre que esa familia, de alguna manera, condensa muchas de las directrices de la historia del mundo de las últimas décadas: los parientes croatas que extrañan la vida “antes de la guerra”, es decir, en tiempos del comunismo, que no eran como ahora, cuando todos piensan sólo en ganar plata y nadie tiene tiempo para la amistad; el padre y el abuelo maternos de Marcos, que se conocieron durante la dictadura en la cárcel, donde estuvieron detenidos uno por comunista y el otro por militante sindical; los relatos de la tortura; la infancia en Cuba cercada de imágenes del Che Guevara y de banderas rojas con la hoz y el martillo; el abandono de la militancia. Uno de los momentos más significativos es el que ocurre cuando la tía o prima croata dice que no ve el sentido de que la filmen, que es una persona común y no tiene nada que justifique su aparición en una pantalla. La película, por supuesto, le lleva la contra, y parece insistir en que todo puede ganar significado con la intermediación de una mirada voraz de sentidos y encantamiento plástico.

La casa junto al mar (La villa, de Robert Guédiguian, 2017, Francia). El amor por el teatro se traduce en esta película de dos maneras. Una es que el personaje principal es una actriz teatral y es reverenciada por un muchacho provinciano apasionado que, a través de ella, aprendió que era posible inventar mundos ficticios que corrigen el mundo real. La otra es el esquema de la narrativa, de origen claramente teatral: la súbita enfermedad de un veterano lleva a que se reúnan, en la paradisíaca ensenada mediterránea en que él vive, sus tres hijos, ya sesentones (toda la película transcurre en ese lugar, con un grupo delimitado de personajes, y uno no sabe si los planos generales del pueblito son los de una locación o si pertenecen a una elaboradísima escenografía). La reunión es el disparador de algunos eventos presentes, y también nos lleva a hurgar y descubrir paulatinamente hechos del pasado. El esquema es medio vetusto y se desnuda fácilmente como una fórmula para generar escenas dramáticas que involucran los tópicos habituales: culpas, pérdidas, el paso del tiempo, el envejecimiento, desarraigo y pertenencia, etcétera. Por suerte también hay reflexiones interesantes sobre las diferencias generacionales y los cambios ideológicos (los sesentones utópicos de izquierda y los jóvenes más integrados al capitalismo), y la inclusión de la cuestión de los refugiados hace girar la anécdota hacia un lado inesperado y lleno de resonancias metafóricas sobre el futuro de Europa. El director Robert Guédiguian trabajó consistentemente con este mismo trío de excelentes actores desde 1985, lo que le permite usar el fragmento de una película de entonces a modo de flashback de la juventud de los hermanos. Hay momentos poéticos que pueden ser muy emotivos (las fotos viejas de la localidad sonorizadas con los sonidos del ahora, la nube de humo de los personajes fumando frente a la ensenada, el juego de ecos en los arcos, el suicidio, la rima de las manos de los ancianos estrechadas con las de los hermanitos), amén de que el lugar y la escenografía son una belleza.

La estrella errante (de Alberto García, 2018, España). Luego de la críptica y visualmente impactante El quinto evangelio de Gaspar Hauser (2013), Alberto García sigue jugando más allá de la frontera de lo experimental. La estrella errante se arma a partir de varias piezas inconexas que, sin embargo, comienzan a encastrar de una manera extraña, casi sensorial, a medida que sigue el metraje. Por un lado tenemos a Rober Perdut, un músico alicantino que en los 80 tuvo una banda tan desconocida como fascinante llamada Los Fiambres. La película parte de una vieja entrevista en la que se puede ver a Perdut duro hasta la catatonia, y se intercala con momentos actuales: él posando para una sesión de fotos, su voz en un contestador hablando de sus problemas para conseguir heroína. Sin embargo, lejos de ser un mero retrato de la decadencia de un artista, la película va fundiendo su perfil con el del norte de España, en franco proceso de desindustrialización, y genera, de algún modo, un psicopaisaje entre el músico y la zona (de la que el gallego Alberto García forma parte). No obstante, hay mucho más; debajo de esto permanece agazapado un curioso paralelismo entre lo espectatorial y la acumulación de imágenes, y la drogadicción, casi tomando la posta –no sólo en lo temático, sino incluso en la estética– de Arrebato, de Iván Zulueta. Si en Arrebato la obsesión por el cine –y la progresiva disolución del protagonista alrededor de ese afán por captarlo todo– iba imitando el avance de la adicción a la heroína, La estrella errante es el retrato de lo que queda después de esa muerte, como los esqueletos o las fábricas aún funcionando en formato zombi. La dedicatoria a George Romero, por su parte, colabora en el sentido de esa interpretación.

Locura al aire (de Alicia Cano y Leticia Cuba, 2018, Uruguay/México). En su segundo largometraje documental, Alicia Cano (que trabaja en codirección con Leticia Cuba) se sumerge en las actividades de la radio Vilardevoz, una emisora radial llevada adelante por pacientes psiquiátricos del hospital Vilardebó que se mantiene en el aire desde hace más de 20 años. Similar al documental La moindre des choses (Nicolas Philibert, 1997), que seguía los avances de los ensayos de una obra de teatro realizada por pacientes del hospital psiquiátrico La Borde, en Locura al aire el hilo conductor de todo este largo y detallado registro es el inminente viaje a México de algunos integrantes del proyecto. Más que ser un retrato de denuncia del estado de la manicomialización en Uruguay (aunque durante el documental se escuchan muchas proclamas en ese sentido), el film sabe captar y equilibrar muy bien el interjuego entre las pequeñas historias personales y el plano más general del asunto. En este punto, es interesante cómo va logrando configurar personajes a partir de pequeños detalles, pero no sólo de quienes serían protagonistas, sino de otros mucho más secundarios, que apenas deambulan en el background. Los momentos de mayor brillo se dan cuando las directoras se permiten ciertas libertades estilísticas y filman desde un lado más rayano con el estilo de largometrajes de ficción (algo en lo que Alicia Cano ya había demostrado gran habilidad, considerando la compleja indefinición entre documental y ficción de El Bella Vista, de 2012).

Cuentos de chacales (Martín Farina, 2017, Argentina). El chacal es un animal que vive apartado de la gran manada, generalmente manteniendo una relación monogámica durante toda su vida. El chacal en la película de Martín Farina podría ser Francisco, un joven sobre el que se conjuga un montón de material fílmico (en diferentes texturas, desde el VHS hasta el retrato estilizado del director, en digital), pero también podría ser su familia, que en determinado momento decidió formar parte de una comunidad religiosa cerrada sobre sí misma. El film podría haberse articulado alrededor de lo que fue ser joven, crecer y después abandonar esta comunidad, pero Farina se arroja en picada a un estilo experimental en el que abundan el montaje vertiginoso, el cut-up e interesantísimos paisajes sonoros (de alguna manera, el director se encarga de fusionar la historia de dos familias, la de Francisco y la de una banda que estaba filmando, obteniendo así una suerte de dos documentales montados en paralelo que, contra todas las expectativas, se retroalimentan. La película parte de una cita (“La memoria no es el registro de un suceso original. Es la reconstrucción del modo en que recordamos la última vez”) y sigue esa premisa, como si los recuerdos fueran piezas de un espejo estallado (en este punto, quizás uno de los films argentinos recientes que más acuden al recuerdo es Borrá todo lo que dije sobre el amor porque no sabía bien quién era, de Guillermina Pico, 2016). Y si bien sus exploraciones no siempre dan en el blanco, hay algunas imágenes poderosísimas, casi lyncheanas, que conviven en una extraña armonía con un cine casero, experimental y altamente estilizado.

El color del camaleón (Andrés Lübbert, 2017, Chile/Bélgica). Un chico de origen belga sigue de cerca a su padre, exiliado político chileno que hizo gran parte de su vida en Europa y terminó por trabajar como camarógrafo de guerra. Pronto nos damos cuenta de que detrás de la clásica construcción de exiliado de su padre hay una sustancia mucho más escabrosa. El director descubre, por unos archivos desclasificados de la STASI, que su padre figuraba como miembro de la DINA chilena. A partir de ahí decide viajar con su padre a Chile para volver a sus orígenes y desentrañar los misterios alrededor de su figura. El personaje y la historia resultan fascinantes, y se acompasan con una nueva línea documental de jóvenes que redescubren historias políticas de sus familiares, como en El pacto de Adriana (Lissette Orozco, 2017). Sin embargo, conforme avanza el film hay algo un poco molesto en el voice over del director, como así también un aire a manipulación que surge de cómo va armando y distribuyendo la información. Un film sobre varias dimensiones de la culpa.

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