La idea tiene mucho de Ladrones de bicicletas (1948): padre e hijo recorren la ciudad durante una jornada y las distintas personas con quienes interactúan, las situaciones, los ambientes, más las charlas entre ellos, construyen un panorama de su contexto social. El pretexto aquí es mucho menos dramático: los personajes (ambos se llaman Shadi) tienen que cumplir con el deber tradicional (wajib, en árabe) de visitar brevemente a cientos de conocidos para entregarles personalmente la invitación para la boda de la hija/hermana. La ciudad es Nazareth. El hijo aquí es un adulto. Es muy grande la diferencia de voltaje emocional entre ambas películas (esta es más intimista y por momentos se acerca a una comedia), de modo que casi nadie percibe esa analogía estructural, pero quizá fue expresa: Shadi hijo se vino a Israel para el casamiento de su hermana, pero hace años que vive, entre todas las ciudades del mundo, en Roma, escenario del clásico de Vittorio de Sica.
Ladrones de bicicletas fue precursora del formato road movie, del que anticipó la estructura episódica, en que algunas escenas no integran la cadena de causas y efectos, sino que figuran como componentes de un mosaico, sumando al concepto, al clima, a la sensación de paso de las horas, a la poética, pero no al avance anecdótico. En Wajib este aspecto está parcialmente “enderezado”: hay mucho mayor énfasis aquí en las conversaciones, la mayoría de las escenas aportan insumos que alimentan el avance de los asuntos sobre los que van hablando los dos Shadi, y que, en forma bastante clásica y teatral, explotan en una discusión clímax en la que, por fin, encendidos de emoción, abandonan la cortesía y explicitan todas las hirientes opiniones que tienen uno con respecto al otro. El final es mucho más conclusivo y optimista que el de Ladrones...
El ambiente en que transcurre esta película no suele verse mucho en el cine que llega por acá. Los Shadi integran la numerosa comunidad cristiana de Nazaret, ciudad que, por otro lado, no se cuenta entre los puntos más críticos para la población árabe. Es interesante, porque solemos pensar a la población palestina como musulmana, y aquí podemos separar un poco la cultura impuesta por la religión de la religión impuesta por la cultura. La comunidad palestina cristiana se ve, en la película, en forma no muy distinta de la de sus coterráneos musulmanes: tradicionalistas, homofóbicos, patriarcales, fuertemente emotivos. Las fórmulas religiosas impregnan el hablar de la gente. En todo caso, parecería que las mujeres en esa comunidad son un poco más libres (hay dos de ellas que toman iniciativas al abordar varones, en uno de los casos en forma directamente sexual).
Hay apuntes varios que muestran la manera en que las circunstancias de otras regiones impregnan un poco ese lugar. Vemos soldados israelíes en las calles, un niño cisjordano vendiendo baratijas en los semáforos, la señora que teme los atentados de Estado Islámico, las noticias terribles sobre la opresión en Gaza, las precauciones con respecto a expresar opiniones políticas en Facebook. Hay un notorio contraste entre las calles descuidadas y sucias de Nazaret y el ambiente muy cheto de Nazaret Illit (la ciudad vecina, de población judía). Se supone que Shadi padre vive en relativa armonía con las autoridades israelíes, pero cuando, accidentalmente, pisa un “perro judío” (es decir, un perrito de buena raza en Nazaret Illit), su reflejo es huir porque podrían sobrevenir problemas serios.
El eje de la película está en las diferencias entre los dos Shadi. Son múltiples: es la diferencia entre un joven y un viejo, pero también la que hay entre un cosmopolita y un provinciano, entre un profesional universitario y un modesto profesor de escuela. Sobre todo, es un contraste entre dos tipos de intransigencia: el padre se resiente por las transgresiones a los valores establecidos, y el hijo, a su vez, no soporta el conformismo político del padre. Ambos saben que están en un lugar privado de libertades, pero el padre trata de actuar en forma pragmática para poder seguir llevando la vida sin carencias graves, mientras que el hijo, quizá debido a que vive lejos y en una situación confortable, no soporta ningún tipo de acercamiento cordial con un israelí. La relación amorosa pero llena de resentimientos y reproches entre los dos Shadi pone en consideración algunos puntos de vista conflictivos sobre qué hacer con Palestina, cómo pensarla, cómo asumirla.
La película contó con apoyos internacionales diversos, y se nota: muy buena fotografía, elegantes movimientos con dolly y Steadicam, tratamiento sonoro detallista. Mohammad Bakri es uno de los más prestigiosos actores palestinos (trabajó también en películas internacionales, dirigidas por nombres como Costa-Gavras y los hermanos Taviani). Saleh Bakri es su hijo en la vida real, y su desempeño es igualmente notable. El uso de la música es curioso: hay tan sólo un breve fragmento de música incidental, un trozo tradicional de espíritu festivo, que aparece en dos o tres momentos y se corta abruptamente. Las visitas que se suceden nos muestran personajes y situaciones muy cálidas. El guion recurre en forma hábil a la reiteración de ciertos temas que servirán, de distintas maneras, a dar cuerpo a las diferencias entre hijo y padre: el cigarro, la presencia de la muerte, el valor histórico y arquitectónico de las construcciones viejas y su intervención por artefactos industriales baratos (toldos y sillas de plástico), los embotellamientos. Se lidia con la extraña condición del apego: Shadi hijo dice que encontró todo como siempre, es decir, “una mierda”, y unos minutos después Norbert comenta: “No hay nada como el hogar”. El padre alimenta la esperanza de que el hijo se enamore de una lugareña y por ello regrese al país natal, y como referencia a esa posibilidad, vemos en pantalla una sucesión de jóvenes mujeres increíblemente bonitas y sexies, de personalidades diversas. En esta película dirigida por una mujer pero que asume los puntos de vista de varones, esas beldades femeninas parecen encarnar los atractivos de la tierra.
Invitación de boda (Wajib). Dirigida por Annemarie Jacir. Con Saleh Bakri, Mohammad Bakri, Maria Zreik. Palestina (coproducción con Francia, Colombia, Alemania, Emiratos, Qatar, Noruega), 2017. En Alfabeta.