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Roma, de Alfonso Cuarón.

Los trabajos del afecto

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Las construcciones del siglo XX en México tienen unos pequeños cuartos en las azoteas; afuera están, junto a estos, el lavadero y el tendedero de ropa. La azotea es el espacio clásico de las empleadas domésticas, por eso gatas es la forma más despectiva que aún hoy se utiliza para etiquetarlas.

Cuando la empleada cuida niños, la forma amorosa de decirle es nana. El 9 de setiembre de este año, tras ver Roma, Elena Poniatowska tuiteó “Felicidades a Alfonso Cuarón. ‘Roma’ es una película conmovedora por su naturalidad. Es como si nos abriera las puertas de su casa. Qué gran homenaje a su nana y a la de todos nosotros!”. Entre burlas y sarcasmos, varios explicaron a Elenita que no todos los mexicanos fueron criados por personal contratado.

Pero las nanas no están sólo para criar princesas europeas en Latinoamérica: también acompañan a esa gran mayoría de familias producto de una sociedad que, aún hoy, vive inmersa en el desamparo paternal (real y simbólico). “Estamos solas”, le dice Sofía a Cleo después de que ambas han sido abandonadas por sus parejas.

Aparte de ser una maquinaria silenciosa en la vida de miles de mujeres independientes (mamás luchonas, les dicen con ironía), las nanas también trabajan para un gran número de familias con madres profesionales, trabajadoras o incluso amas de casa, que están solas en la crianza y las labores domésticas aun cuando la pareja, el padre, viva bajo su mismo techo.

Esa “mamá pagada” es un agente mudo, un trabajador íntimo vital para el funcionamiento familiar, un engranaje básico que realiza movimientos que parecen automáticos pero son medidos, precisos: sabe los gustos de los niños, pone los límites con un simple gesto, da el abrazo que se necesita, canta canciones de cuna, enuncia la palabra indicada en el momento que el niño se quiebra y acompaña a familias como las de Roma en los escasos espacios de reunión con el patriarca; junto con ellos se sienta y con ellos comparte el programa humorístico en la televisión, hasta que llega el momento en que, a pesar de los reclamos del pequeño que tiene que deshacer un abrazo de ella, deberá seguir las órdenes de la patrona y servir el tecito del señor. Después de todo, aún no ha acabado su interminable jornada laboral.

Los trabajos del afecto se pagan y nadie parece cuestionarse por qué.

Roma lo construye lentamente y con sutileza, con toda la contradicción de esa delgada línea entre comunión y explotación, entre el “Con un carajo, Cleo, te dije que limpiaras las pinches cacas del perro” y el “Te queremos, Cleo”, entre hacerla cargar las valijas embarazada al llegar a la hacienda y el irle a comprar una cuna para su bebé. Sobre esa delgada línea caminan el amor y la entrega, entrar al mar a salvar a los niños sin saber nadar.

Sobre esa delgada línea, los niños, Cleo y la madre se abrazan en la orilla de la playa en un abrazo que marca un renacimiento, una línea que establece un antes y un después: un pasaje del “estamos solas” al “estamos juntas”.

En esa delgada línea, ser de izquierda y burgués es vivir con la culpa diaria que evidencia tus privilegios. Jamás pronunciarás la palabra sirvienta o empleada. Muy posiblemente caerás siempre en el eufemístico “persona que me ayuda” o “señora que trabaja en casa”. Mejor aun, harás una referencia directa: Gilma, Cristina, Miriam.

Gilma nos cuidaba a mí y a mis tres hermanos desde el noveno piso del Residencias Unión, mientras mis padres trabajaban en alguno de sus múltiples empleos del exilio venezolano.

A los 14 meses de nacida mi hija le dijo “mamá” a Miriam, una joven y mestiza mexiquense que la cuidaba desde los diez meses, seis horas al día, mientras yo salía con mi computadora a trabajar en cafés cercanos. En los audios que nos enviamos ahora desde Uruguay, mi hija ya no le dice “mamá” pero Miriam sigue diciéndole “mi niña”.

Cristina trabajó 12 años en casa, lavando nuestra ropa, haciendo nuestra comida, tendiendo nuestras camas, planchando. Compartimos años en el mismo espacio, las dos en silencio, cada quien en lo suyo. Compartimos la misma comida en la misma mesa, usamos el mismo baño (prácticas poco extendidas incluso el día de hoy en México), vivimos juntas éxitos profesionales (de su familia y la mía), transitamos mis partos, separaciones, duelos, crisis de ansiedad y depresión.

Junto a ella viví también el último terremoto de 2017, el que derribó tantos edificios y mató a tanta gente. Ese mediodía en la calle, junto a la puerta del edificio, mientras mi pareja nos abrazaba a nuestro hijo y a mí y yo gritaba el nombre de mi pequeña que estaba en la escuela, Cristina miraba en silencio al cielo, paralizada, estoica. Cuando acabó el temblor hubo una larga e incómoda pausa, como ese silencio que nacía siempre cuando al final de un largo día entregaba un conjunto de billetes para pagarle el jornal a esa mujer que estaba abrazando a mis hijos mientras les decía dulcemente “mis niños” con el más sincero sentimiento.

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