La pasión vegetal de Rita Fischer se condensa hoy, literalmente, en una serie de impactantes cuadros que ocupan las dos salas de Xippas, respirando por la generosidad de espacio que los separa: se trata de una decena de trabajos recientes (casi todo pintados en 2019), algunos sobre papel y otros sobre maderas, que retoman con nuevo vigor aquella semiabstracción de series precedentes, donde los elementos de alguna manera identificables se fusionan a manchas informales con feliz promiscuidad, creando tejidos intrigantes y moderadamente enigmáticos. Como destaca justamente el curador de Vislumbrar extático, Manuel Neves, gran parte de la fuerza de estas obras reside en la elección, por parte de la artista, del medio para pintar: el temple al huevo. Vale la pena detenernos brevemente en él.
Practicado por los egipcios, los etruscos y los griegos antiguos –aunque hayan sobrevivido pocos especímenes físicos de su empleo–, se produce a través de la mezcla caliente de pigmentos con yema de huevo y agua, generando colores cuyo rápido secamiento presupone un trabajo veloz por el artista: las intrincadísimas masas y explosiones fischerianas, sin embargo, no parecen fruto de una gestualidad abrupta, de un andar rápido y rapsódico, sino más bien calculadísimas y calmas trayectorias: en este sentido se puede recuperar, como hace Neves, la etimología de “temple”, del italiano tempera, entendido como “mezclar en la proporciones justas y adecuadas”. Los cuadros de Fischer, aun en su aspecto caótico y sólo superficialmente incoherente, logran un alto grado de armonía (amorfa, indefinida e indefinible, pero poderosa): la artista logra, en cierto sentido, ir contra el proceso del temple, aunque a la vez sabe explotar brillantemente la posibilidad de detalle que brinda, creando una notable mélange entre opuestos, los colores terrosos y los chillones, casi fosforescentes, las zonas “venosas” y las “hemorrágicas”.
Por ende, esta recuperación del temple no es caprichosa, sino conceptualmente armada y aplicada íntegramente: por ejemplo, parecen casi vedadas las veladuras, vale decir, la gran “posibilidad” del óleo. Luego de la Antigüedad, la técnica tuvo una segunda vida en el arte bizantino y medieval europeo y, finalmente, en la parte inicial del Renacimiento –siendo una especie de “firma” de la formación milenaria de la pintura–: el acercamiento fischeriano remite así a un estado auroral de la producción pictórica per se. Pero esta referencia intrínseca a un punto de origen mítico del arte (incluso traducible a esta especie de magma informal, inicial, que crean sus ballets tonales), no produce aflatos nostálgicos, evadiendo también cualquier guiño de corte posmoderno. Fischer también reivindica la madera como soporte (que remite, otra vez, a milenios de arte, hasta el definitivo triunfo del óleo y el lienzo en el siglo XVI) y parece una apuesta ulterior a lo natural, a lo biológico, que desde hace tiempo son elementos vertebrales de la búsqueda de la pintora. Hay un detalle no menor: si en su gran mayoría la antigua pintura al temple sobre madera se desplegaba sobre tablas preparadas con una capa de yeso y cola para obtener un fondo “marfilado”, Fischer trabaja directamente sobre la superficie leñosa, aprovechando al máximo su poder de absorción e, incluso, en algunas piezas, dejando áreas en crudo, para que la tinta natural de la madera (con sus levísimas, casi invisibles vetas) forme parte de su paleta.
En cuanto al “contenido”, y en continuidad con los medios, se trata de un informalismo eléctrico salpicado por lo que asemeja a siluetas de ramas, tallos, árboles, afín a series precedentes de la artista pero tímbricamente más osados, donde el desdibujo sistemático de cualquier pretensión mimética padece pequeñas patadas al aparecer un esbozo de boscaje, un halo de flora, y al evocar, según el curador, por medio de “marrones, verdes, naranjas o terracotas y [...] algunos elementos figurados como las espinas [...], montes de espinillos que conforman los montes nativos del campo uruguayo”.
En Vislumbrar extático Fischer abandona la tridimensionalidad, e incluso cierta tendencia reciente a la instalación (cabe mencionar Ningún lugar, de 2013, en el Museo Nacional de Artes Visuales), renunciando a aquella disputa física con su trabajo, aquel “meterse en la materia, con el cuerpo, con la gestualidad, con la sensación corporal” que hace un par de años citaba como elemento fundamental de su creatividad, y vuelve a una pintura pura. Pero léase “pura” sin ninguna pretensión metafísica, incluso la posible “epifanía” que suscitaría la serie, como propone Neves. Queda, sí, lo mejor de Fischer, el tantear airoso entre formas y deformidades, la puesta en escena del punto de inflexión entre generación y degeneración, pero con un interesante twist ecologista –a la postre, se evitan en lo posible los químicos– que no es panfleto, sino posibilidad de rehabilitar técnicas “orgánicas” que adhieren rotundamente a lo que (ir)representan. Parecería que la explosión de pedazos de cáscaras pintadas que invadía la pared de su Novus (presentada hace un año en el Salón Nacional) y otras piezas similares y que fácilmente rememoraba, a nivel morfológico, el huevo como entidad base (con su hipoteca simbólica de nacimiento), aquí hubiera liberado su contenido para aglutinar colores en estas piezas, llegando a composiciones visualmente muy atractivas. Porque, a diferencia de muchos abstraccionistas que huyen de lo decorativo (en el mejor sentido del término), Fischer lo abraza y logra a la perfección.
Vislumbrar extático. De Rita Fischer. Curador: Manuel Neves. En Xippas (Bartolomé Mitre 1395). Hasta el 29 de febrero.