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Isla Amantaní, lago Titicaca, Perú.

Foto: Andrés Cuenca

Los premios Florencio, Rodó y la Wiphala

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¿Te parece que somos indios? “You think we’re Indians?”. Esa fue una pregunta que me hicieron con frecuencia cuando vine a Uruguay por primera vez, en 1994. Una pregunta que claramente tenía mucho más que ver con las fobias y prejuicios de los que estaban preguntando que conmigo. En mi ignorancia, no sabía nada de Uruguay, y en mi cabeza tenía una noción de “indios” latinoamericanos que era más bien una idea romántica y positiva, legada por libros de Tintín y de Jean-Jacques Rousseau y su concepto (también dudoso) del “buen salvaje”. En Uruguay, tal vez un visitante europeo se sienta decepcionado por la falta de “indios” y de “color local” si, en la búsqueda de experiencias alternativas a lo ordenado y aburrido de su país, llega a este continente con esperanza de conocer selvas, montañas, ruinas de civilizaciones que sus ancestros ayudaron a someter, y, por supuesto, “indios”. Uruguay no tiene nada de eso, y este visitante/turista se va, un poco confuso por la imagen de un país que quiere ser tan europeo, tan parecido al suyo.

Yo no. Me quedé fascinado y de alguna forma enamorado de un país que podía compartir mucho con Europa y, a su vez, no tener nada en común. Leí Ariel, de José Enrique Rodó, que me ayudó a comprender un poco más esta división entre el salvaje Calibán y la criatura etérea Ariel. También, por razones que tenían que ver con el ámbito en el que estuve trabajando, entendí que el teatro uruguayo respetaba mucho más un teatro de palabra, intelectual, dramatúrgico, que un teatro de imagen, impulsado por el diseño o los directores. Y de este impulso surgen cosas impresionantes.

Siempre digo que uno puede conocer mucho más teatro europeo en Montevideo que en Londres, donde es difícil encontrar obras traducidas en cartel. En Montevideo, el interés por investigar horizontes europeos resulta en una docena de obras escritas por dramaturgos de distintos países: Florian Zeller, Joël Pommerat, Jean-Luc Lagarce y Pascal Rambert (Francia), Jon Fosse (Noruega), Lars Norén (Suecia), Josep Maria Miró (España), April de Angelis y Nick Payne (Reino Unido) e Ivor Martinić (Croacia).

A veces, esto se traduce en una reverencia a un teatro clásico al que le falta riesgo escénico: el objetivo es ser respetuoso con el texto y no interponer demasiados obstáculos al público. Aunque no esté mal el respeto a las palabras, la extensión lógica de esto deriva en un conservadurismo que puede llegar a compartir la raíz de la pregunta, “You think we’re Indians?”. Con el miedo de ser visto como “primitivo”, el teatro retrocede a un lugar estático, conservador. Y, sin advertirlo, en el proceso se distancia del hilo más moderno del teatro europeo, como el de los arriesgados Thomas Ostermeier, Julian Mitchell e Ivo van Hove, directores que quieren cuestionar o desafiar el canon clásico y sus vínculos con una sociedad y un teatro respaldados por las ganancias del colonialismo, cuando todavía se sabe poco de hasta dónde el éxito de Europa como fuerza política y cultural desde el siglo XVII se vincula con el saqueo de Asia y América Latina.

Este conservadurismo también refleja otras tendencias en una sociedad que parece debatirse entre ser liberal o neoliberal. Justo en este momento de la historia del país y del continente, esta división que estableció Rodó tiene cada vez más significado: volvieron con fuerza las tendencias más “europeas” de represión contra los pueblos indígenas en Bolivia, Chile, Brasil y Ecuador. Una batalla de cinco siglos que se continúa y, como latinoamericana, la gente debe decidir de qué lado posicionarse.

Así, llegamos a un momento muy uruguayo: los premios Florencio, la fiesta del teatro nacional. En la última edición reconocieron a una obra sobre Rosa Luxemburgo (Rosa Luxemburgo, un cuerpo junto al río Spree) que se llevó varios premios, y alguien del equipo creativo dio un lindo discurso sobre la importancia del trabajo de Rosa al defender los derechos de las mujeres y los obreros. Poco después, para el disfrute de los que estaban asistiendo empezó una intervención musical, una secuencia medio al viejo estilo y con un humor básico, dicho con todo respeto. Y, para terminar esta intervención, aparecieron tres bailarines vestidos como “indios andinos”, repletos de ropa exótica y algunas flautas. Ellos bailaban en una forma ridícula, con otra figura, vestida al estilo western, que los derribaba. Claramente, el show se burlaba de estos “indios” exóticos, y el público lo recibió como lo más normal, cuando es muy complejo que esta falta de conciencia se manifieste durante un encuentro que reúne a lo mejor del teatro uruguayo.

Al mismo tiempo, deberíamos recordar que, cada día, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, amenaza más derechos de la gente indígena de su país, que la represión en contra de los mapuches está más fuerte y encarnizada que nunca, y que, hace un mes, en El Alto y en Senkata, en Bolivia, hubo masacres en nombre de un gobierno que quiere quemar la Wiphala.

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