Dentro de las miles de ideas geniales que tenía la historieta Doom Patrol, de Grant Morrison y Richard Case –hoy día muy en boga por la adaptación a serie de televisión que viene haciendo el streaming de DC Universe–, una que destacaba con margen era “el cuadro que se comió París”.
En ella, se presentaba a Max Bordenghast, un pintor atormentado por su propia creación quien, mediante un pacto oculto, realizaba un cuadro que se volvía capaz de devorar a quien fuera que lo contemplara. La pintura se descontrolaba al punto de cumplir con la premisa que presentaba –tragarse la capital francesa por entero–, y sólo el peculiar equipo de superhéroes era capaz de solucionar el entuerto. En cambio, en la película Velvet Buzzsaw, para desgracia de los protagonistas, no hay superhéroes cerca a la hora de enfrentar la obra de Vetril Dease.
En su primer tercio Velvet Buzzsaw nos presenta el mundo del arte estadounidense, una clase alta esnob que vive con la cabeza metida en su propio balde, que viaja por todo el país siguiendo las exposiciones más importantes y con marchantes de arte, directores de galerías, coordinadores de museos y los propios artistas en competencia permanente por un lugar en este universo.
Si Nightcrawler, la anterior película de Dan Gilroy, satirizaba y criticaba ferozmente el mundo de las noticias televisivas, las primicias y los paparazzis, ahora esa mirada se vuelca a las pinturas, esculturas y performances artísticas, junto a todo lo que las rodea. Gilroy es mordaz e inmisericorde: casi todos los personajes principales son presentados bajo una lupa tan satírica como negativa.
Tenemos al crítico de arte capaz de encumbrar o derrumbar carreras con tan sólo una columna (Jake Gyllenhaal, aportando otra gran actuación para Gilroy, como hiciera en Nightcrawler); a la dueña de una galería, otrora cantante punk, que se ha vendido por completo al concepto de hacer dinero (una magnífica Rene Russo, otra que repite con Gilroy); a la ambiciosa y menospreciada asistente de Russo (Zawe Ashton); a la frívola experta en arte que no duda en venderse al mejor postor (Toni Collette, dando el plus que les da a todas las películas en las que aparece); al artista joven de barricada tentado por este universo (Daveed Diggs); y al artista veterano que pugna por mantenerse en él (John Malkovich).
Toda esa fauna interactúa de manera salvaje y tensa, pero hipócritamente bien educada. Son capaces de sacarse los ojos por una pintura valiosa sin perder las formas jamás. Pero ocurre que un vecino de la asistente ambiciosa muere, y cuando esta ingresa a su departamento encuentra que se trataba de un pintor.
Es entonces que Vetril Dease entra en las vidas de todos estos personajes, en muchos casos para terminarlas de las maneras más espantosas (y hasta cruelmente graciosas) posible.
El slasher maldito
En un momento determinado, el dueño de una galería y supuesto experto en arte visita el estudio de un pintor y se detiene a contemplar un cúmulo de bolsas de basura que hay en su centro. “Esto se ve muy prometedor”, comenta entusiasmado. “Eso no es arte”, replica el pintor sin siquiera mirarlo. Esta es la pincelada más gruesa que muestra lo que Gilroy piensa de sus personajes, un hato de pretenciosos estúpidos bastante vacuos.
De esta manera, además, el director y guionista se alinea con una de las primeras reglas del slasher: ¿por qué en las películas de Jason Voorhees o Michael Myers sus víctimas son siempre un montón de adolescentes calenturientos a cuál más imbécil? Porque así es más reconfortante verlos morir de maneras horribles.
Esto mismo, de manera algo más sutil, es lo que comienza a ocurrir, pero combinado además con una maldición de esas que parecen escapadas de películas orientales de horror a lo Ju-on (la saga de Takashi Shimizu): todo aquel que pretenda lucrar con la obra de Dease lo va a pasar muy mal.
Valor agregado
Lo que podría haber quedado en una humorada que se ríe de personajes básicamente detestables logra, sin embargo, tener más matices. Primero, consigue inquietar de verdad –algo fundamental para una película que se propone como horror, por más satírica que sea–, y Gilroy demuestra tener verdadera mano para que esos escenarios oníricos se vuelvan realmente opresivos y escalofriantes (a este respecto, ayuda muchísimo que las pinturas de Dease sean realmente complicadas de contemplar).
Por otra parte, los personajes (gracias al trabajo de sus intérpretes) son bastante más que sólo “víctimas que disfrutaremos ver morir” y tienen su desarrollo, sus arcos narrativos, y generan interés (la investigación que hace Gyllenhaal sobre el pintor maldito, por ejemplo, y cómo lo va afectando, es de lo mejor de la película).
La utilización del humor negro por grandes tramos es, en sí mismo, un hallazgo (se disfruta especialmente con las muertes, sobre todo la que vincula a una bola metálica gigante, así que cabe aclarar que el espectador no debería ser del tipo sensible).Y aunque se le podría echar en cara que la maldición es convenientemente poderosa –esencialmente, te alcanza donde sea y como sea–, el universo que queda presentado (y que cierra con moño, paradójicamente, gracias a un final abierto) es uno digno de ser contemplado, uno que construye una mitología de horror posible a partir de las pinturas tan conmovedoras como peligrosas de un peculiar pintor llamado Vetril Dease.
Velvet Buzzsaw, escrita y dirigida por Dan Gilroy. 109 minutos. En Netflix.