Leaving Neverland llega en un momento extraño: si bien la muerte de Michael Jackson ocurrió diez años atrás, la gravedad de los alegatos alrededor de su conducta sexual (ocurridos cuando sus denunciantes, hoy en día adultos, eran niños) se vuelven actuales al sumarse a la ola de denuncias que ha sacudido al mundo del espectáculo. Al mismo tiempo, alrededor de la serie documental ronda la sensación descorazonadora de haber tenido todo este tiempo frente a nuestras narices a un pedófilo que supo eludir dos juicios, por medio de un poderoso ejercicio de control sobre sus víctimas, y que murió antes de ser efectivamente juzgado (más allá de que en el retrato de sus últimos días lo vemos como un hombre consumido, frágil y decadente, que quizá nos estuviera haciendo pensar que la condena ya la estaba cumpliendo por dentro). En todo caso, uno de los principales pesos de Leaving Neverland es que nos enfrenta cara a cara a una dimensión del silencio en la que todos –el propio Michael, el star system construido a su alrededor, los medios, los fans, los niños abusados, o al menos dos de ellos, y nosotros mismos– fuimos parte de una misma maquinaria.
Al repasar mis propias impresiones sobre Michael –y comentándola con otras personas– me sorprende que alrededor de su figura todos manteníamos cierta conciencia de que los sucesos que lo envolvían no podían ser completamente falsos y, aun así, en alguna medida se suspendía el juicio moral. Con respecto a Michael siempre existió (a excepción de algunos de sus fans más acérrimos) cierta noción acerca de su culpabilidad, pero siempre aparecía en una escala de grises que iba desde quienes lo consideraban simplemente un tipo excéntrico y creepy, pero incapaz de hacer daño, hasta los que no tenían duda de que había sido parte de abusos a menores. En lo personal –ya que la cosa viene de sacar los trapitos al sol–, durante gran parte de mi vida imaginé que en estos encuentros en los que Michael llevaba niños a dormir a su cama pasaba algo evidentemente sexual pero, como suelen decir los psicoanalistas, de meta inhibida. Es decir, me imaginaba su meta sexual como algo evidentemente pedófilo pero con una fijación pasiva en su propia infancia (marcada por el dominio casi militar de su padre y manager, Joe Jackson), en la que lo sexual más bien encontraba su expresión en dar abrazos, saltar en la cama o, efectivamente, dormir con los niños. Las pulsiones sexuales de un adulto, expresadas en el esquema de alguien congelado en su infancia, como Peter Pan, con quien el Rey del Pop estaba particularmente obsesionado, al punto de hacerle trabajos de vudú al director de cine Steven Spielberg por no haberlo elegido para el papel que Robin Williams interpretó en Hook (1991). Muchos de nosotros manejamos nuestra opinión en este terreno limítrofe y de carácter contemplativo (más allá de lo incómodo y perturbador que pudiera parecer).
A raíz de las declaraciones de Wade Robson y James Safechuck, en el documental descubrimos que no sólo las metas de su erotismo eran cualquier cosa excepto inhibidas (hay un momento en que la simple acumulación notarial con la que James relata todos los lugares de Neverland en los que Michael realizaba actos sexuales con él adquieren un doble fondo y se convierten en algo más, similar al efecto de la enumeración fría de los femicidios que Roberto Bolaño relata en uno de los más famosos capítulos de 2666, su novela de 2004), sino que, alrededor del encubrimiento, había un sistema de manipulación establecido por Michael, un individuo peculiarmente psicopático y manipulador. Es, por así decirlo, una revelación que supera con creces lo que hasta sus más fieles detractores hubieran imaginado.
Testimonios y archivos
Dirigida por Dan Reed, Leaving Neverland está construida casi exclusivamente a partir de testimonios de las víctimas y sus familias, junto a un extenso material de archivo. James conoció al Rey del Pop en el set de filmación de un aviso de Pepsi, mientras que Wade lo vio por primera vez a sus tempranísimos siete años, luego de ganar un concurso de imitadores. Los dos mantuvieron una intensa relación con Michael (llamadas diarias de cinco horas de duración, invitaciones constantes a Neverland, vínculo con sus familias hasta ser parte de ellas, asistencia y asesoramiento artístico y, por supuesto, un costado sexual ampliamente detallado), que se fue mitigando conforme dejaron de ser niños. Los dos declararon en su defensa (Wade lo hizo dos veces) cuando las acusaciones de abuso sexual condujeron al músico a la corte. Y los dos, luego de ser padres, revivieron el carácter traumático de lo acontecido durante su infancia y decidieron eventualmente contar su verdad, largo tiempo atragantada.
El documental tiene la habilidad de relatar ese enamoramiento inicial entre la figura, los niños y la familia sin que caiga bajo la sombra de los hechos que terminaron sucediendo. Así, Leaving Neverland se construye, a nivel emocional, como una película en la que los entrevistados reproducen el arco emocional casi en un orden cronológico, salvo algunos saltos o reflexiones anticipatorias aisladas.
Lo más interesante del documental (que podría haber reducido las casi cuatro horas de duración a la mitad, sobre todo mediante el recorte de algunos aspectos aledaños de los hechos y de la vida familiar de las víctimas) aparece ya en los primeros minutos con una reflexión de Wade: “Michael fue una de las personas más buenas, gentiles y afectuosas que conocí. Me ayudó muchísimo con mi carrera, con mi creatividad, con todas esas cosas. Y también abusó sexualmente de mí por siete años”. Este doble pensamiento, este doble sentir alrededor de una figura, es una de las raíces más profundas que suelen unir a un abusador con su víctima, y que generalmente hacen que el vínculo se mantenga en secreto durante años.
Quizá lo más perturbador de Leaving Neverland no es que efectivamente haya ocurrido lo que se relata, sino que el amor –auténtico, más allá de lo perverso o lo reprobable que pueda resultarnos– existía de ambos lados (sobre todo de parte de la víctima), no sólo en la mónada abusador-abusado, sino también en las familias. Una vez presentado el documental, uno de los comentarios que más circularon culpabiliza a las familias por haber permitido que sus hijos se quedaran a dormir en la casa de un adulto. El reproche es legítimo, pero al mismo tiempo fracasa a la hora de entender cómo estos hechos suelen circunscribirse en un encubrimiento que es mucho más inconsciente de lo que suele entenderse.
La voluntad de Michael
Leaving Neverland plantea una lectura interesante: cómo una porción importante de los abusos –sobre todo los cometidos alrededor de un núcleo cercano– no suceden desde la dinámica generada por la locura del abusador y la pasividad del abusado, sino como una locura familiar, armada por un complejo sistema de contrapesos. El momento más esclarecedor de esto es cuando Wade comienza a ser apartado de Michael y su madre dice: “Creo que acabamos de ser dejados”. La familia como un todo, entregada a la voluntad de Michael.
La otra pata fundamental del documental es lo que sucede por fuera de él, o cómo logra seguir operando más allá del metraje: ni bien fue emitido, numerosas emisoras de radio sacaron de circulación todos sus discos, al tiempo que la gente comenzó a abuchear sus canciones cuando se pasaban en boliches. Incluso hubo reacciones más paroxísticas y persecutorias, como la cancelación del capítulo de Los Simpson en el que gran parte de la historia gira alrededor de un paciente psiquiátrico que se cree el Rey del Pop.
La discusión sobre qué hacer con grandes obras artísticas cuando el artista es un ser cuestionable o despreciable es moneda común desde mucho antes del movimiento #MeToo. Ya nos hemos preguntado qué hacer con Louis-Ferdinand Céline, Ezra Pound, Klaus Kinski, Martin Heidegger, Louis Althusser, Norman Mailer y una extensísima lista, pero hoy en día el asunto presenta un cambio, con la peculiaridad de no recontemplar su obra, sino cancelarla. Similar al mecanismo estalinista de ordenar borrar a los traidores de los óleos del Palacio de Invierno, el nuevo mecanismo actúa con la intención de borrar al artista acusado de la faz de la Tierra. Es un proceso curioso porque, en la medida en que intenta enfrentar a lo traumático que quedó tras el legado de estas figuras, su misma invisibilización, más que extinguirlos, los vuelve fantasmas, los reprime, dejando un núcleo duro traumático más difícil de tratar o de erradicar. En este sentido, basta analizar los intentos de borrar el legado trágico de los fascismos en Europa y cómo, en la misma medida, reaparecieron y mutaron con la misma fuerza con que quisieron ser sepultados.
Sin embargo, el caso de Michael reposiciona estas consideraciones sobre lo que debería ser cancelado y la mera posibilidad de hacerlo. Pese a la relevancia de Gary Glitter en el glam británico (condenado a 16 años de prisión por múltiples actos de abuso, posesión de pornografía infantil e intento de violación), uno puede imaginarse una posible historia del rock sin su presencia, pero es casi imposible pensar los últimos 30 años del pop sin meter a Michael en la ecuación. Incluso esta imposibilidad podría extenderse a terrenos más amplios: es difícil pensar las nociones que tenemos de lo que es una figura pública sin la inclusión de Michael en el imaginario compartido, de la misma manera que es imposible pensar la apertura progresiva a la comunidad afroamericana sin el quiebre que representó su figura, con o sin blanqueamiento y operaciones (curiosamente, muchos de los bastiones fundamentales de la apertura hacia la población negra han caído sistemáticamente en desgracia, como OJ Simpson y Bill Cosby, que en su momento eran considerados una especie de puente necesario, capaces de mostrar a la sociedad vidas públicas o ficcionalizadas que comenzaban a presentar costumbres y asuntos más comúnmente asociados al mundo blanco de clase media o alta). Así, borrar a Michael casi que genera una disonancia cognitiva irreparable. De cualquier lado que quiera ser extirpado, hay un montón de artistas sucedáneos, bailes, recursos y referencias múltiples que parecerían invocarlo.
Historia reciente de la música
Si hay algo que marca subterráneamente a Leaving Neverland es cómo en el corazón mismo del abuso perpetrado la continuidad de Michael queda resonando en el mundo: su discípulo Wade Robson se convirtió en una de sus víctimas más prominentes y, como coreógrafo, también fue el continuador más importante de su legado, reformulando la forma de bailar pop en los tempranos 2000, utilizando como base mucho de lo aprendido por su maestro. Wade fue para el pop –en el mejor sentido ateniense– el Platón de Michael-Sócrates. En cada paso que dio Justin Timberlake, en cada falso vogueo que acompaña a una artista inspirada en Britney Spears, hay algo de ese chico que creció aprendiendo del Rey del Pop, pero que también sufrió de los abusos que acompañaron ese aprendizaje. Así, la historia de estos abusos también termina configurándose en la historia reciente de la música, todo sucediendo frente a nuestras narices.
Más que cancelar a Michael, lo que inspira Leaving Neverland es a abrirnos los ojos, a empezar a cuestionarnos cómo se debe lidiar con ciertas cuestiones dentro de una familia y de nuestra cultura, sin forzarlo a caer dentro de los terrenos de lo reprimido.