“[...] tocan la nada y se van [...]”. Jorge Alastra, “Las rolas”
“Una canción para la Magdalena”, de Joaquín Sabina. Tengo seis o siete años. Las tardes de verano parecen siempre sábados. La calle en la que vivo está desierta, es un recoveco equivocado en el entramado de la ciudad. De hecho, nos recuerdo acostados largo rato en medio de la calle con mi hermano y nuestros vecinos. Ojalá que el tiempo fuera sábado para siempre. Mi madre deja la puerta de adelante abierta y los rumores de los vecinos habitan el living, entre la música fuerte del disco 19 días y 500 noches. “La más señora de todas las putas, la más puta de todas las señoras”, dice la voz tabacosa de Sabina. Miro sorprendido a mi madre. Acaba de aparecer la palabra “puta” en una canción. “Bueno”, dice mi madre, respondiendo una pregunta que no formulo, “a veces hay que decir lo que hay que decir”.
“Vino tinto”, de Estopa. El rock no existía para nosotros. A los 11 años, se nos escapaba esa música en los pasillos de la escuela 40 de Nueva Helvecia. Pero lo buscamos, lo necesitamos. La sangre empieza a hervir y la música que suena en la radio (mayormente tropical lavadito o añoso pop argentino) nos es muy esquiva, no la entendemos. El profesor de dibujo al que vamos con mis amigos los martes de tarde y cuyo nombre se me escapa como un pájaro diminuto por la ventana del verano, pone un casete de Estopa. Unos casi adolescentes gallegos (para mí todos los españoles son gallegos) gritan al ritmo de nuestro sexo abriéndose en retoño con la preadolescencia al sol, regada por la saliva de los señoritos babosos en que nos vamos convirtiendo. El casete hace prenderse un reguero de pólvora entre los compañeros de sexto escolar. Nos lo copia la madre de una amiga que lo consiguió. Nosotros no tenemos grabador. De tarde, entre la bolita y el porno, comentamos las letras. Somos la torpeza, empiezan los secretos, los deseos. Hay pistolas que, descargadas, se me disparan.
“California Girls”, de The Beach Boys. Con el vello que crece, con el fantasma ridículo de una barba y un bigote, me crece la necesidad de separarme de mi generación. ¿No habré nacido hace mil años? ¿Por qué todos oyen esa inmundicia que la radio reza como un pastor evangélico? ¿Qué les pasa a las gurisas que hierven? ¿Qué les pasa a los pibes que no pueden hablar de otra cosa que no sea la masturbación y el fútbol? La radio local nos envenena la mañana entre “Aserejé” y Bola 8. “Si te gustan los morochos, aquí está la bola ocho”. Me quiero morir. Entonces el rock. Rock, pop, lo que sea. Irlandés, yanqui, inglés. Los Beatles, U2, los Beach Boys y su seductor arreglo de voces. El cajón del armario que heredo de mi padre; casetes. Desde “California Girls” hasta “Nos siguen pegando abajo”, en versión de Miguel Ríos. Que sigan todos oyendo plena mientras aparece el 2002 y este país se va al carajo. Ya soy un nerd que odia el sol. Las clases terminaron y en el campamento, mientras todos muestran sus torsos de fútbol, yo escondo mi carne floja del sol y sus malicias. Dejate de joder con esa música horrible, de mierda, que te gusta a vos, los “bitles” (así pronunciado), dice Juan Manuel. Hoy tiene lo que se merece: Dios lo castigó con una esposa y un hijo.
“Nostalgias”, de Juan Carlos Cobián y Enrique Cadícamo; Charlo. Dieciséis años. Ahora todos escuchan rock. Los coletazos del 2002 se van disipando. Mi secreto va creciendo a modo de pregunta, como un fantasma shakespeareano que se me aparece por las noches. ¿No seré puto? Mejor no pensar. Yo no quiero escuchar el rock que todos se fuman. Estudio piano, flauta, soy un pretencioso. El sonido me parece violento; las voces, inaudibles; las letras, muy pobres. Qué suerte que hace dos años descubrí el tango y se me pegó como una enfermedad que me aleja de todos. Soy un verdadero dark. Si supieran de mi melancólica personalidad secreta detrás de la risa que siempre ostento. Eso sí, no me hablen de música porque me hacen enojar. Ahora esto es mi tesoro, se van a pudrir todos en el infierno y yo estoy salvado. Me enamoro profundamente, me duele el cuerpo, ando mucho en bicicleta. Fracaso. Quiero emborrachar mi corazón.
“Palabras para Julia”, de José Agustín Goytisolo y Paco Ibáñez; Liliana Herrero. Tú no puedes volver el tiempo atrás. La última noche juntos, en la casa de alguno de los gurises del barrio. Doloroso pelo rubio el de ella, su beso final antes de que mi barra de amigos se separe, nos vengamos para Montevideo, nos demos cuenta de que no somos lo que creíamos, de que no nos veremos prácticamente más. Mi secreto sigue creciendo, ya tan seguro como una rosa de metal. Sin embargo, la beso, le digo que nos vemos la semana que viene. Y, sacando algunos encuentros fortuitos en los años que vienen, no nos vemos más. Alguna vez pensaré en eso, como ahora pienso.
“Soy lo prohibido”, de Cantoral-Ramos; Olga Guillot. Nos lo encontramos en un evento de la Universidad, está rarísimo, no nos dijo en qué andaba, pero me daba la sensación de que nos estaba evitando. Buscaba a alguien en la multitud, nos dijo, y su mirada iba por ahí, entre la gente. Le preguntamos cómo andaba, nos dijo que bien. Estudia en el IPA, creo, eso nos comentó. Se va a morir de hambre. Convengamos que siempre fue medio raro. Debe de estar drogándose si estudia en el IPA. Años después me enteraré de esa charla de mis ex compañeros de liceo a los que me encontré en un Tocó Venir. Yo, mientras, con mi trolez ya asomada desde mi garganta en cada beso nuevo dado a los 20 años, buscaba a aquel primer chico con el que desarmé algún misterio oculto en el torrente rojo del cuerpo. El sexo cargándose para salir, luego, a viva voz. Todavía, para mi generación, la mariconería no era el escudo del guerrero más fiero. Luego sería espada y guerra y todo, contra el imperio que viniera. Mientras, me encontraba con él y su biaba amorosa. Ese vicio de tu piel que ya no puedes desprender, la aventura que llegó para ayudarte a continuar en tu camino.