Dentro de los documentales seleccionados para el festival se encuentran seis producciones uruguayas. Es difícil precisar si seis obras conforman una muestra sólida como para diagnosticar el estado del cine nacional en 2019, pero, tomando en cuenta el peso que han recobrado los documentales en el último año (sobre todo a contrapelo de la notable desaceleración de producción de ficciones), la grilla de La Semana del Documental brinda una interesante cartografía de por dónde van nuestras obras.
Entre la antropología y la denuncia
A simple vista, establecer una linealidad temática entre las obras parecería algo forzado. Sin embargo, con La libertad es una palabra grande, de Guillermo Rocamora (hoy a las 20.00 en Cinemateca), y El gran viaje al país pequeño, de Mariana Viñoles (miércoles a las 20.30 en Cinemateca), tenemos dos retratos diferentes (un poco en tono, pero sobre todo en metodología) de un mismo fenómeno, que es la inserción en la sociedad uruguaya de los conocidos migrantes de Medio Oriente que llegaron durante el gobierno de José Mujica. La primera refiere a Muhammad, un ex preso del centro de detención de Guantánamo que encuentra múltiples escollos a la hora de intentar recomenzar su vida en el país. Viñoles, por su lado, intenta retratar la realidad de varias familias de refugiados sirios a lo largo de los últimos años (en ambos films vemos el paso del tiempo no tanto por indicadores específicos, sino por la aparición de nuevos hijos, el crecimiento de los niños, los cambios de colores en las cabelleras o el encanecimiento de una barba).
Si bien ambas obras beben de la amargura de las promesas incumplidas (o al menos semicumplidas) por el gobierno uruguayo, hay una notoria diferencia de enfoques. En este sentido, el film de Rocamora es más político y frontal, en tanto el de Viñoles es antropológico y problematizador. No es casualidad el formato con que se decide filmar a los personajes: si El gran viaje al país pequeño muchas veces parece retratar el entorno de los refugiados desde escenarios abiertos –o al menos con un poco de aire, aun cuando están filmados en interiores–, en La libertad es una palabra grande siempre vemos a un Muhammad encajonado, incluso en espacios como la calle o la playa; de hecho, ya en los créditos iniciales del film, con planos que registran los sistemas de aperturas de portones y rejas, y que lo siguen en su sucesión por burocráticos registros civiles, se nos adentra en un mundo sin aire, mientras la prisión de Guantánamo se continúa en la kafkiana realidad del sistema de inserción laboral uruguayo.
Esta idea de “aire” se complementa con la diferencia de enfoque –o al menos realidades– en el vaivén de algunos de los personajes retratados. Las familias abordadas por Viñoles se presentan numerosas veces desde sus contradicciones: no se pueden sentir del todo parte de la sociedad, pero al mismo tiempo varias mujeres empiezan a disfrutar de las libertades que les ofrece el nuevo país; algunos personajes se quejan de la inaccesibilidad laboral o la imposibilidad de realizar negocios, pero más tarde vemos cómo sus emprendimientos, en medida modesta, comienzan a florecer; los vemos añorar Siria como la tierra prometida, pero a su vez terminan de darse cuenta de las condiciones de peligro inminente que rodean las vidas de seres queridos que permanecen ahí. Al final de El gran viaje al país pequeño nos encontramos con un escenario agridulce, en el que nos alegra que uno de los retratados incorpore un uruguayismo como el “llevándola” cuando se le pregunta cómo le va en el trabajo, pero a su vez nos damos cuenta de que, más allá de los paños fríos, el dolor y el horror siguen latiendo del otro lado del mundo.
En La libertad es una palabra grande, por el contrario, más que ampliarse, el lente parece acercarse con una lupa sobre el periplo eternamente frustrante de Muhammad, que se condimenta con declaraciones de Mujica que funcionan como una suerte de coro griego atestiguador del cambio de actitud del gobierno uruguayo sobre su ayuda humanitaria.
Se podría decir que ambos films tienen un punto en común, pero sufren de los inconvenientes y limitaciones de su mismo enfoque. La película de Viñoles por momentos está un poco a la deriva, como si no le quedara otra que decidir sobre la marcha el enfoque y el tono de sus retratados, algo que no necesariamente es reprochable pero, en lo cinematográfico, termina por producir cierto borramiento de la mirada, y del encanto que ha sido marca de agua de la directora en películas como Exiliados (2011) o El mundo de Carolina (2015). En La libertad es una palabra grande, por el contrario, ya desde la edición inicial está muy claro qué es lo que se va a retratar, y al final nos quedamos con una película que queda muy presa de seguir a Muhammad arrastrando colina arriba esa roca de Sísifo, lo que afecta el producto final, en un film que a veces se vuelve un tanto monótono desde el lenguaje cinematográfico en su manera de retratar su objeto de estudio.
Variantes del cine denuncia
Otro film que avanza sobre un despeñadero similar entre lo antropológico y el cine de denuncia es Fraylandia, de Sebastián Mayayo y Ramiro Ozer Ami (domingo a las 21.30, Cinemateca). Con un proceso de filmación que abarca la instalación de la pastera Botnia hasta nuestros días, la película adquiere una nueva vigencia con vistas a la megainversión auspiciada con bombos y platillos. En los primeros minutos es como si se rigiera por una estructura coral, en la que se intenta presentar ambas orillas del conflicto (tanto desde un lado metafórico como desde su misma literalidad, ya que la película está en un perpetuo ping pong entre Fray Bentos y Gualeguaychú), pero poco después nos damos cuenta de que el film incorpora un tono más evidente de denuncia.
Así, lo que en un principio es más un retrato de diferentes realidades, con su edición y elección de planos pronto se va incorporando a un dispositivo más evidente. A la realidad combativa de varios uruguayos (una del costado nacional, que milita en Asamblea Popular, la otra del lado de los asambleístas argentinos) se le opone la cotidianidad de Sandra Dodera –una conductora de radio que se candidatea para concejal de Fray Bentos–, a la que se suele retratar desde sus aspectos más frívolos, como ir a clases de zumba, evaluar comer bombones según sus calorías o pasarla en la piscina de su casa. El agua de piscina, de hecho, se convierte en un gran significante, que casi siempre señala la diferencia de posiciones entre los opresores (o sus cómplices) y el pueblo. Así, en un par de escenas vemos los cuerpos color cobre de tanto tomar sol de algunos delegados finlandeses: los vemos tirarse a una pileta transparente y más tarde jugar al tejo en la playa, diciendo que Uruguay es un paraíso antes de meterse en el agua del río (ese río que, desde los ojos de los directores, ya es suyo, casi robado).
A esta especie de crítica al cipayismo pendiente de las megainversiones del extranjero hay otra metáfora lateral que es la de un romance entre una fraybentina y un checo que trabajó en la pastera. En las idas y vueltas de las cartas parece conformarse un alegato cifrado más amplio sobre el vínculo entre Uruguay y Europa, que al final del film tuerce las cosas a favor de nuestro país, al son de un nuevo amor y una canción que dice “cuando el amor no entra, no empujes que no va a entrar”. En el film hay cosas que hacen un poco de ruido, sobre todo desde la ética cinematográfica, en tanto es dudable que sus retratadas supieran que desde el montaje serían, en el caso de Dodera, ridiculizadas, o en el de la señora del enamorado checo, utilizadas como metáfora de algo más amplio, pero al mismo tiempo esto no deja de tener sentido si analizamos el film desde una perspectiva más clásicamente combativa, en la que a veces el fin justifica los medios.
La solitaria
La fundición del tiempo (jueves a las 19.00, Cinemateca), de Juan Álvarez Neme (director de la excelente Avant), es como un número primo entre todas las participantes. Esta película está dividida por los retratos de dos personas que trabajan con la naturaleza (un “doctor de árboles” japonés que recuerda los devastadores efectos de la bomba de Nagasaki y un domador de caballos uruguayo) y que son un compendio inagotable de imágenes e ideas cinematográficas, aunque el todo es algo descalabrado. Salvo cierta continuidad entre el árbol de caqui que custodia el japonés y el fruto que recoge el domador de caballos, junto a la soledad que rodea a la actividad de ambos (y que nos da una idea de “fundición” entre ambos oficios y los lejanos rincones temporales y geográficos), no hay muchas más correlaciones entre los capítulos.
En este sentido, La fundición del tiempo es un caso de estudio, porque cualquiera de sus partes por sí solas se podría defender tranquilamente como un cortometraje que tendría un efecto mucho más redondo y efectivo. Hasta podría decirse que ambas, por separado, no sólo podrían ser buenos cortometrajes, sino incluso grandes películas, en caso de que Álvarez Neme hubiese ahondado en el aspecto documental del retrato del japonés o hubiera explorado aun más las virtudes de videoarte del material granuloso con que se filma al domador de caballos. Incluso con estos reparos, a La fundición del tiempo no le costaría mucho entrar en el podio de películas uruguayas con mejor dirección de fotografía de la historia y ya el asalto sensorial, pese a estas incongruencias narrativas, justifica ir a verla.
Cantos de cisnes
Finalmente, dos retratos de personajes fallecidos se encuentran entre los films más destacables de la selección. La intención del colibrí, de Sergio de León (martes a las 21.15, sala Zitarrosa), sigue los pasos de Ulises, que murió antes de poder exponer su obra plástica, y que aquí es rescatado por el recuerdo ferviente de Juan, su antigua pareja. A primera vista podríamos imaginarnos otro retrato de las vicisitudes de silenciamiento de una pareja homosexual, sobre todo en tiempos en los que la sociedad uruguaya todavía no se mostraba tan abierta, pero el film se concentra en las virtudes misteriosas y sentimentales de la obra de Ulises y, sobre todo, en la arrolladora presencia de su doliente.
En esta dinámica, la película tiene tanto de la reciente El silencio es un cuerpo que cae (Agustina Comedi, 2018) como del panegírico sentimental de Alberto Restuccia sobre su compañero y pareja teatral, Luis Bebe Cerminara (en El proyecto de Beti y el hombre árbol, de Álvaro Buela, 2014), pero en este terreno es difícil encontrar una declaración de amor tan plena y dolorosa como la de Juan, cuando le habla a la nada o explica la dimensión de las palabras de Jacques Brel en Ne me quitte pas. Con un terreno documental en el que el amor –o desamor– se ha convertido en un ferviente material de estudio en los últimos años (por ejemplo, Todavía el amor, de Guzmán García, 2012; o La flor de la vida, de Adriana Loeff y Claudia Abend, 2017), La intención del colibrí es la historia más bella de fantasmas que haya dado el cine uruguayo.
El campeón del mundo (mañana a las 19.00, Cinemateca), por su parte, es el retrato de los últimos tiempos de Antonio Osta, ex campeón mundial de fisicoculturismo e insigne actor secundario en la ficción Clever, de Federico Borgia y Guillermo Madeiros (2016). Los directores contaron que durante la filmación de su película fueron encontrando más y más capas del auténtico personaje que era su actor de reparto, al punto de optar por dedicarse eventualmente a realizar un documental concentrado en él. El campeón del mundo es una película engañosa en su simpleza, porque dentro del envoltorio de la cotidianidad de un hombre intentando criar a su hijo y sobrellevar su negocio o pasado de fisicoculturismo se desmontan un sinfín de películas más.
Cada cinco minutos tenemos grandes testimonios y conversaciones (en particular, las discusiones de padre e hijo son de una naturalidad que te parten la mandíbula en dos) y enormes decisiones de dirección, montaje y fotografía: el lento y silencioso develamiento de un póster de Osta en el que primero vemos sus piernas hipertrofiadas, perfectas y esculpidas, pero que termina con su rostro comido por el moho; un paneo vertical que va desde otro póster hacia él, mientras cuelga medias en la azotea; la decisión de filmar un concurso de fisicoculturismo sin tomar los cuerpos enteros sino concentrándose sólo en las piernas y rodillas; la metáfora de su abandono en distintas etapas a partir de los implementos que utiliza para rasurarse (primero con la afeitadora de su novia, después sólo con máquina de afeitar y, más tarde, pidiéndole asistencia a su hijo).
Es curioso porque, de alguna forma, ambos films de Madeiros y Borgia conforman un díptico sobre los avatares de la masculinidad, en el que Clever es su costado más cercano a la comedia y El campeón del mundo es su lado trágico. Sobre todo en cómo la hipertrofia, con los anabólicos y complementos que supieron acentuar la musculatura de Osta –y a su vez le generaron un exilio temporal de las competencias oficiales de fisicoculturismo–, son los mismos que atentan contra su vida.
El documental es uno de esos casos curiosos en los que la realidad, la temática y la forma de retratarla entran en una inusitada sinergia que no para de resignificarse. En el film, Osta sabe que va a morir por las mismas razones que está siendo retratado, y este conocimiento lo toma desde un punto de vista cotidiano pero también cinematográfico, cuando cita películas como Creed (2015) o El luchador (2008), al punto de casi reproducir la misma historia del personaje interpretado por Mickey Rourke en su propia vida. Así, la vida y la película de Osta se persiguen la cola como una profecía que no cesa de cumplirse y reinventarse. Una carta de despedida escrita en tiempo real ante nuestros ojos. En la cinematografía uruguaya ha habido pocos films que hablen de tantas cosas y tan bien.