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Quizá feliz: “Había una vez en... Hollywood”, de Quentin Tarantino

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Toda esa alaraca sobre que bajo ningún concepto hay que sugerir o, mucho menos, desvelar la vuelta final de Había una vez en... Hollywood es más bien un artificio publicitario para que la gente corra a verla, esperándose la tal genialidad que lo dejará boquiabierta. Está buenísimo el final, pero no por la posible sorpresa, sino por otros motivos. La premisa (a mi entender, obtusa) de que una película pierde sentido si uno conoce el final, en todo caso implica que un comentario de la película también carece de sentido si omite referencias al final. Intentando caminar sobre el filo de la navaja, haré unas alusiones indirectas al final, que pueden dar algunas pistas espoileadoras (para el lector avieso a “saber el final”, adelanto mi parecer de que ¡obvio, vale la pena verla!, y recomiendo que interrumpa la lectura y guarde la nota para después de ver el film). La tal vuelta de tuerca secreta no es otra cosa que una repetición del procedimiento en que se basa el showdown de Bastardos sin gloria (2009), sólo que aquí tiene implicancias más ricas. Se plantan, además, un montón de vínculos con Bastardos... que contribuyen a diluir la sorpresa: la presencia de Brad Pitt, la escena de la ficticia película de guerra The 14 Fists of McCluskey e incluso, como hecho histórico no incluido en la película pero presente en el universo de los espectadores, podemos asociar la esvástica con la que los “bastardos” estigmatizaban la frente de sus prisioneros con la que se autoinfligió Charles Manson en prisión. La película de 2009 empezaba con el subtítulo “Érase una vez... en la Francia ocupada por los nazis”, es decir, la misma alusión a Sergio Leone con los mismos puntos suspensivos que llaman la atención sobre la parodia.

Esta es la menos tarantinesca de todas las películas de Tarantino. La principal ausencia es la de los diálogos tarantineanos, es decir, esos largos ejercicios de retórica en los que, sin importar cuál sea el personaje, se regodea saboreando las palabras, entonaciones y giros creativos, explayándose en digresiones, detalles, ironías e insistencias. Los diálogos aquí son muy buenos, pero mucho más lisos, concisos y verosímiles. Tampoco están los anacronismos de la banda musical: bajo la premisa de usar esencialmente música preexistente, Tarantino se ciñó a un repertorio que existía en 1969, con un resultado mucho menos extraño (que, como es de esperar, es una fiesta para los oídos). La violencia está plantada desde el inicio, pero no la tomamos en serio, porque surge como parte de una ficción (la tal The 14 Fists of McCluskey), y la única escena realmente súper violenta viene al final.

Por lo demás, es una película más bien quieta, en la que las curvas de emoción (una para cada uno de los tres personajes principales) se corresponden a eventos no sensacionales. Sharon, una estrella de cine en ascenso, asiste a una función de una película en la que trabaja y se alegra con la reacción del público. Rick, un actor de westerns televisivos cuya carrera está estancada, se siente decadente e inseguro. Su línea culmina cuando hace una escena muy buena y cosecha elogios de quienes están a su alrededor. En ese relieve emotivo suavemente ondulado, la cúspide más elevada refiere a Cliff (el personaje de Pitt) en su visita al rancho Spahn. Ese episodio tiene algo de folk horror, pero ese miedito no tiene consecuencias en la anécdota. El tono apagado no es un defecto, pero impone una recepción más sutil. El tramo final transcurre en la noche del 8 de agosto (la fecha en la que, históricamente, la secta de Manson asesinó a Sharon Tate, esposa de Roman Polanski). Desde una sensibilidad clásica, la construcción puede parecer medio deshilachada, ya que la ocurrencia culminante (el ataque de la “familia” Manson a Cielo Drive) no es propiamente una consecuencia de lo anterior. Sin embargo, mucho de lo que ocurre en ese showdown carecería de sentido sin los insumos cuidadosamente plantados en el correr de la primera parte.

Nostalgioso

Toda la obra de Tarantino está cargada de nostalgia. Pero, en general, se trata de una nostalgia de “textos” de la cultura de masas, que se manifiestan en comentarios, citas o parodias. Aquí también hay mucho de eso –con decenas de guiñadas a películas, programas de televisión y música popular de 1969 o antes–, pero también hay una nostalgia más directa por la ciudad de Los Ángeles, alrededor del barrio de Hollywood, de cuando Tarantino tenía seis años. Es todo un viaje ver esas imágenes increíbles de los bulevares de la ciudad decorados con avisos y fachadas de negocios de aquella época; el despampanante trabajo de producción ya vale la entrada al cine. De hecho, no se usaron efectos digitales para las escenografías: cuadras y cuadras de la megalópolis californiana fueron maquilladas en forma física para emular su apariencia de hace medio siglo.

De los tres personajes principales, Rick y Cliff son ficticios, pero Sharon Tate es histórica (1943-1969). Junto a ella hay varias presencias de la Hollywood de entonces (Bruce Lee, Steve McQueen, Roman Polanski, Mama Cass, Charles Manson, Sam Wanamaker, James Stacy), junto a algún homenaje privado (en el rancho Spahn, hay una mujer de unos 30 años llamada Connie, de Tennessee, que alquila un caballo: es la mamá de Tarantino). Y también hay casos más complejos: Bruce Dern habría podido ser un personaje, ya que era un actor emergente en 1969, pero es homenajeado participando él mismo, ya octogenario, en el papel de otro personaje histórico, George Spahn. Sharon va a una librería a comprar, para regalarle a su marido Roman Polanski, el libro Tess, la de los d’Urberville, de Thomas Hardy, y es un momento muy afectivo para quienes hemos sentido congoja al ver la adaptación cinematográfica que filmó Polanski (Tess, 1979), dedicada a Sharon, diez años después de que fuera asesinada. El viejo librero que le vende Tess está interpretado por Clu Gulager, uno de los actores de la serie The Virginian (1962-1971), y la pequeña escultura que decora su negocio es el halcón maltés (como el de la película de John Huston).

Cuando vemos una escena de un episodio de la serie FBI (real) en que el actor ficticio Rick ficticiamente actuó, vemos la imagen de “Rick” (Leonardo DiCaprio) implantada digitalmente en el metraje original, en lugar de Burt Reynolds. Pero cuando la Sharon ficcionalizada (actuada por Margot Robbie) asiste a Las demoledoras (1969) y se reconoce en la pantalla, lo que vemos es la película sin alteración, con la Sharon Tate real. También vemos a Rick filmar escenas inventadas del piloto (histórico) de la serie Lancer. Más adelante veremos a Frykowski Wojciech consultar el número de TV Guide (histórico, el que salió efectivamente en la primera quincena de agosto) que tiene en la tapa a Andrew Duggan, el que hacía de Murdoch en la Lancer real. La maquilladora del episodio de Lancer está actuada por la maquilladora de Había una vez en... Hollywood. Y el reparto de Había una vez... es, él mismo, un espejo del mundo de celebridades que integran la ficción.

Aparte del increíble trío de actores principales (Pitt, DiCaprio y Robbie), tenemos a Dakota Fanning, Al Pacino, Brenda Vaccaro, Lena Dunham, Nicholas Hammond (¡uno de los niños de La novicia rebelde!), James Remar (¡de The Warriors!), junto a habitués del cine de Tarantino como Kurt Russell, Zoë Bell y Michael Madsen. Aparecen incluso las hijas de Bruce Willis y de Uma Thurman, quizá como un recordatorio de los 25 años –el punto medio entre 1969 y hoy– de Pulp Fiction (1994). Los nombrados (y otros menos conocidos) actúan todos de maravilla, y hay que ver con qué gracia Tarantino los filma.

La riquísima trama intertextual incluye algunas alusiones estilísticas al cine de hacia 1970 (sobre todo esas carreras en auto tomadas desde distintos ángulos y sonorizadas con rock, a lo Easy Rider o Vanishing Point) y, sobre todo, un rico juego entre el western y esa otra cosa (la acción metacinematográfica en 1969) que vemos. Rick hace roles de cowboy y tiene la casa decorada con afiches y otros artículos promocionales de westerns, y cuando está ocioso, lee novelas pulp de ese género. Cliff es su doble, y los dos son mejores amigos, con lo que la película tiene un elemento de buddy film que podemos asociar con el mayor éxito de 1969, Butch Cassidy (de George Roy Hill). Rick es actor y lo vemos en las escenas de Lancer, buena parte de las cuales están mostradas como si fueran una película (y no una filmación de un episodio televisivo), aunque su desafío real, su duelo, es contra sus propias trabas autodestructivas. Cliff, en cambio, es quien tiene la potencia física como para llevar a cabo las proezas de un cowboy real y, en la “vida real” (la de Había una vez en... Hollywood) protagoniza en el rancho Spahn (un lugar que, en nuestro mundo real así como en el de la película, había servido de escenografía para westerns clase B) una escena de casi western.

La riqueza del final de esta película consiste en que, además de propiciar una catarsis gozosa, nos muestra un desenlace feliz que sabemos que no ocurrió. Nos gozamos porque las cosas terminan bien para una gente inocente y querible, pero eso, de alguna manera, puede funcionar como una manera delicada de traer a colación la tragedia real que impidió, justamente, esa felicidad. Ese momento es justo la oportunidad a la que Rick, nuestro personaje ficticio, había referido al inicio de la película (“estoy a una pool party de distancia de convertirme en la estrella de una película de Polanski”). En el mundo ficcional, quizá se le abra una puerta, o quizá eso no signifique tanto y siga su camino de decadencia. Es un momento agridulce.

A Tarantino le encanta cierto grado de incorrección, y está dispuesto a estructurar el mundo moral de sus ficciones dentro de los códigos particulares de distintos tipos de criminales. Cuando se trata de definiciones de alcance político, por lo normal sus posturas sintonizaban con los lineamientos que asociamos con el Partido Demócrata –antinazi, antirracista, anti-Ku Klux Klan, pro empoderamiento de las mujeres, en contra de cualquier cosa que se parezca a una violación, liberal con respecto a drogas–. Aquí, sin embargo, sus simpatías bordean lo derechoso-republicano. No me refiero sólo al hecho de que sus personajes Riff y Cliff sean de tendencia conservadora, como parecen ser (“No llores delante de los mexicanos”, varios comentarios despectivos contra los hippies). A fin de cuentas, la ideología de una película no equivale a la de sus personajes, ni siquiera a de la de sus personajes queribles. Cuando Rick insulta a los ocupantes del Galaxie de los Manson (que es una calle privada, que los impuestos son altísimos, que va a llamar a la Policía), se erige claramente en un personaje desagradable, aunque su antipatía en ese momento (está borracho) no quita nuestra empatía con su drama de actor decadente.

La cuestión es que prácticamente todo lo que vemos de los hippies son los Manson, y ambas cosas terminan equivaliéndose en el universo de la película. Es decir, las críticas a la guerra de Vietnam y a la sociedad de consumo, los intentos de vida comunitaria o alternativa están en correspondencia biunívoca con esa banda de psicópatas. Cuando Rick comenta a Sharon que unos hippies entraron a su casa su respuesta es: “¡Qué miedo!”. Esa actitud se alinea con el espíritu de los programas de vigilancia a los grupos alternativos que tenían vigencia en 1969 (el Cointelpro del FBI y la operación Chaos de la CIA). Por otro lado, parece casi una provocación contra los procederes del feminismo que uno de los protagonistas esté acusado de matar a su esposa (la película no aclara en absoluto si fue el caso, o no). Incluso el asunto de quién ganaría, si Bruce Lee o Cassius Clay (Muhammad Ali) podría verse como un tufillo nacionalista que, por una vez, deja de lado la admiración de Tarantino por el cine de artes marciales asiático.

La escena en que Cliff rehúsa tajantemente y sin titubeos los ofrecimientos sexuales de la bellísima Pussycat porque sospecha que no tiene 18 años cumple la función de establecer un escudo contra posibles críticas por retratar desde una óptica positiva a Polanski (quien, actualmente, está requerido en Estados Unidos por haber tenido sexo con una chica de 13). Ese episodio refuerza la imagen de integridad y autocontrol de ese casi cowboy portador de los “viejos buenos valores”, héroe militar de la Segunda Guerra Mundial, y lo diferencia también de los hippies y su programa de libertad sexual.

En fin, una película complicada y dudosa, que no por eso deja de ser fascinante, bella, seductora y llena de swing. Como Hollywood. Que la disfruten.

Había una vez en... Hollywood (Once upon a Time...in Hollywood). Dirigida por Quentin Tarantino. Con Brad Pitt, Leonardo DiCaprio, Margot Robbie. Estados Unidos / Reino Unido, 2019. En Ejido, Casablanca, Movie Punta Carretas, Alfabeta, Movie Montevideo, Nuevocentro, Portones, Costa Urbana, Las Piedras Shopping, Punta Shopping, Stella (Colonia), Colonia Shopping, Shopping Paysandú, Shopping Salto, Siñeriz (Rivera).

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