Cuando salimos de ver Sol naciente (1993, Philip Kaufman) en el Nuevo Ambassador, un amigo español me observó algo sobre Sean Connery que me llevó a apreciarlo de otra manera: “¡Cómo chupa pantalla!”. Quería decir que, cuando estaba en escena, aunque estuviera callado, quieto y al fondo, era imposible ignorarlo, su figura magnetizaba las miradas. Es lo que se llama presencia, pero en su caso se manifestaba como una fuerza compacta, que iba más allá de los atributos de elegancia, encanto, simpatía, belleza, intensidad actoral, todas cualidades que él, por cierto, también tenía.
Sus actuaciones se apoyaban en esa fuerza: consciente de ella, para trasmitir lo que fuera le bastaba con desviar un poco la mirada, subir apenitas el entrecejo, entreabrir la boca. Integraba una escuela actoral que estaba lejísimos del concepto, actualmente consagrado por la cultura Oscar, del actor que desaparece detrás del personaje y ejercita un virtuosismo ostensivo en una serie de tics, caras, posturas, acentos, maquillajes, como para que quede bien claro qué bien que actúa y qué tanto se sacrificó para construir su papel. Lo suyo era otra cosa: era una “persona” actoral, y el personaje emergía como de adentro, era como un aire invisible que lo rodeaba y que hacía que, con esencialmente la misma cara, los mismos gestos y la misma voz, él resultara convincente como el que manda y como el que obedece con humildad, como el que ironiza y sobra o como el que está compungido.
Nació en 1930 en Fountainbridge, un distrito de Edimburgo. Su madre era limpiadora; su padre, obrero y camionero. No tuvo educación formal, pero sus padres le enseñaron a leer cuando tenía cinco, un hecho que él siempre agradeció y consideró el más decisivo en su vida, ya que se convirtió en un lector asiduo. Empezó a trabajar siendo adolescente: lechero, camionero, pulidor de cajones fúnebres, guardavidas, mientras se abría camino a piñas para ganar respeto en la calle en un medio plagado de bandas de delincuentes.
Ninguno de esos laburos le rindió tanto como el de modelo, posando para estudiantes de bellas artes. Invirtió en ello practicando fisicoculturismo. De ahí surgieron pequeñas participaciones en teatro. El medio teatral lo copó. Empezó a devorar las obras de Shakespeare, Bernard Shaw y Henrik Ibsen, y se hizo compinche de su coetáneo Michael Caine, quien sería un gran amigo toda la vida.
En 1954 empezó a aparecer como extra en películas, en 1957 tuvo su primer rol cinematográfico hablado, y ese mismo año fue su primer protagónico, en una película televisiva de la BBC. Se convirtió en un ícono a partir de 1962, cuando fue seleccionado para hacer, por primera vez en una pantalla, el rol de James Bond. Casi no le sale: Ian Fleming, creador del personaje, consideraba que a ese proletario escocés le faltaba el refinamiento inglés que él siempre había imaginado. La intervención femenina fue fundamental: Dana Broccoli, esposa del productor, y Blanche Blackwell, la novia de Fleming, convencieron a sus respectivas parejas de que Connery tenía el atractivo sexual que correspondía a Bond. Connery fue el 007 en las cinco primeras películas, entre 1962 y 1967, la época en que, todavía, muchos de sus viajes a lugares exóticos consistían en una toma frente a un paisaje en back projection, y en que las escenas de acción consistían en él acercándose furtivamente para desmayar al minion del villano con un golpe de karate en la nuca. Al contrario que el amargado Bond que le tocó a Daniel Craig, el de Connery se acostaba con entre tres y cuatro chicas por película, y esas beldades, junto con los tragos elaborados, parecían ser su principal recompensa por su riesgoso trabajo. En forma irresponsable, ponía en riesgo la misión (y el destino del mundo capitalista) por aprovechar el ratito para rematar su último ligue. Pero de igual manera, esa misma propensión terminaba salvando al “mundo libre”, ya que, a puro beso, hacía cambiar hacia el lado del bien a la mujer fatal de confianza del villano. En su novela de 1964, Fleming, retroactivamente, inventó una ascendencia escocesa para su James Bond, para compatibilizarlo mejor con el personaje cinematográfico. Sean Connery fue el primer Bond, y sigue siendo el mejor.
Su carrera estaba hecha. Pero muy pronto se amargó con que lo identificaran tan fuertemente con 007 y se empeñó en hacer otras cosas. Mientras seguía contratado para la franquicia, pudo conseguir papeles alternativos más prestigiosos en películas de Alfred Hitchcock y Sidney Lumet. Y luego siguió. Pocas veces hizo películas malas, y actuó en varias buenísimas de grandes directores, como Lumet, John Boorman, John Milius, Richard Lester, Richard Sarafian, John Huston, Richard Attenborough, Fred Zinnemann, Brian De Palma, John McTiernan, Gus Van Sant.
Desde que, ya en los años 70, quedó calvo y su pelo se agrisó, tendió a aparecer en roles de personas de alta jerarquía: líder bereber, ministro árabe, capitán, mayor, coronel, Ricardo Corazón de León, rey Arturo, Agamenón, e incluso el mismísimo papá de Indiana Jones. Los papeles eran especialmente ricos cuando se daba alguna contradicción con esa autoridad, como en la deliciosa El hombre que quería ser rey (1975, Huston), en que asume como rey de Kafiristán aunque sabe que es un impostor chanta, o en Los intocables (1987, De Palma), en que era un mero policía que patrulla las calles pero su experiencia y sabiduría le terminan valiendo ser el líder de hecho y tutor de un grupo de agentes de más jerarquía que él.
En 2000 fue nombrado caballero, en una ceremonia a la que compareció usando un kilt con el tartán de su clan materno, McLeod. Apareció en distintas encuestas como el más destacado escocés vivo, y también como el hombre más sexy del siglo XX. Recibió del American Film Institute en 2006 un premio por la trayectoria, y en seguida de ello se retiró de la actuación. Vivió tranquilo desde entonces. Tenía 90 años, y murió durmiendo en la madrugada del 31 de octubre.