Un rostro que, al romperse el espejo en que se observa, se hace añicos y revela un interior ígneo. Una cabeza flotante que muerde culos. Una chica a la que un piano le come los dedos para después devorarla por completo. Los mismos dedos de la chica tocando el piano, solos, como en un cuadro de Salvador Dalí. Un gigantesco torbellino en el que una lámpara de araña succiona la mitad del cuerpo de otra estudiante, para después escupirla. Las mismas piernas que adquieren vida propia y se lanzan en una patada de kung fu hacia el cuadro de un gato diabólico. Luego del golpe, la sangre que no deja de fluir de la boca del animal del retrato, hasta que las chicas tienen que hacerse una balsa con los restos del destrozo para sobrevivir al mar rojo que desborda el interior de esa casa maldita que quiere terminar de devorarlos a todos. Y entre todo aquel gigantesco remolino de luces, fluidos, estallidos y gritos, un montón de piernas, brazos y torsos vuelan por la casa como gorriones anfetamínicos que se dan contra las paredes; trozos anatómicos que no parecen cercenados de un cuerpo, sino más bien cortados de una revista con una tijera, prontos para hacer un collage.
Casi cualquier escena de Hausu (1977) haría empalidecer el más loco viaje psicodélico de Robert Crumb. Para el año en que fue realizada la idea era una locura, casi un suicidio cinematográfico para un director que, si bien tenía una larga trayectoria en el mundo de la publicidad, nunca había hecho un largo de 35 mm. Los productores de Toho (la realizadora de películas más importante de Japón) le dijeron: “Queremos que hagas algo similar a Tiburón”, y Nobuhiko Obayashi le preguntó a su hija si se le ocurría una idea. De ahí salió la historia de una casa que se devora a un grupo de chicas. Contra todos los pronósticos, el desquiciado proyecto terminó por convertirse en un éxito en Japón y, casi tres décadas más tarde, en una obra de culto entre los fanáticos del cine de horror.
Sin embargo, reducir la obra de Nabuhiko Obayashi a esa película es una simplificación criminal. Con casi cincuenta películas en su haber, el director japonés, luego del éxito de Hausu, entró en una dinámica febril en la que, hasta el día de su muerte, mantuvo un promedio de casi una producción por año. Lejos del horror (que más bien parece algo excepcional en su filmografía), sus films alternaron entre cortos experimentales en 8 y 16 mm, comedias juveniles, obras de ciencia ficción, dramas realistas y parcos, un montón de adaptaciones de manga y films antibelicistas. Lo único que pudo detener a Obayashi fue la muerte, que le llegó el 10 de abril y lo agarró prácticamente en la sala de edición de su último film, Labyrinth of Cinema.
Más allá de esta multiplicidad insospechada, en su obra hay un elemento distintivo no sólo estético sino moral. Al remitirse a su recuerdo más antiguo del cine, el director cuenta que cuando tenía tres años se topó con un proyector de su padre, al que al principio confundió con un juguete. La imagen de una persona estaba estampada en la pared, y cuando, por pura intuición lúdica, comenzó a mover la manivela, descubrió que, de la nada, la imagen empezaba a moverse. Esta revelación casi demiúrgica anida en el fondo de la cinematografía de Obayashi: el cine como movimiento y la necesidad de sorprenderse en forma constante con la libertad y capacidad creativa del medio. Así, sus películas tienen una dimensión artesanal, incluso cercana a la manualidad. Cut ups, freeze frames, voiceovers contradictorios, animatrónicos, recortes titilantes de montaje, alternancia imprevista entre blanco y negro y color, y el uso más radical (rozando el kitsch) que se le haya dado a la pantalla croma verde: todo se intercambia a lo largo de casi cualquier film, incluso dentro de un plano.
Con respecto a estos recursos, quizá uno de los films que más sirven para retratar esta ansia de juego es His Motorbike, her Island (1986), la historia de un motociclista que introduce a su novia al mundo de las motos y en breve descubre que la chica es un prodigio y que esa habilidad es la que puede llevarla a la muerte. En comparación con otras películas, como Hausu (1977), The Visitor in the Eye (1977) y The Drifting Classroom (1987), His Motorbike, her Island es bastante convencional, pero en su temática sencilla se aprecia de forma más diáfana su inventiva. En esta película el director parece decir en cada plano: “¡No hay tiempo! ¡Más vida! ¡Más emoción! ¡Ahora!”. Como la Kawasaki 650RSW3 que obsesiona a los protagonistas, la película no tiene tiempo para bajar un cambio en esa búsqueda frenética de la vida. Obayashi parece no conformarse con filmar las escenas: también las recorta (como si quisiera extraer de un gesto, una conversación o un escenario lo imprescindiblemente bello, y dejar lo restante afuera, aunque queden a la vista las costuras), altera el cromatismo, congela las imágenes y mete voiceovers y música incidental como si fuera una telenovela. Y es que His motorbike, her island no quiere reproducir una verdad psicológica ni una cinematográfica, sino una especie de verdad de los sueños o de la manera en que recordamos lo que nos hace felices.
Sobre todo en cómo la película alterna color con blanco y negro (en una misma escena, a veces en un mismo plano), reproduciendo los sueños o lo bello en la cabeza de Koh, es como si hiciera un extraño montaje entre dos películas al mismo tiempo. Y por raro que parezca, de este modo es mucho más fiel a la forma en que la belleza y la felicidad se construyen en nuestra cabeza, cómo las dividimos, coloreamos y retaceamos.
Todas sus películas (incluso las realizadas cuando tenía 80 años) están guiadas por un sentir juvenil, en el que el acceso a la madurez muchas veces se altera con elementos fantásticos. Entre estos ejemplos aparece Exchange Students (1981), una película que incorpora la temática de transformaciones o cambios de cuerpos, en la que dos adolescentes, un varón y una mujer, luego de rodar juntos por una escalera, sufren el intercambio de cuerpos. Más allá del pie a momentos humorísticos, la película tiene que ver menos con la batalla de los sexos que con las responsabilidades y dificultades de cada género en el tiempo en que se espera que maduren. The Little Girl who Conquered Time, por su parte, es sobre una chica que puede viajar en el tiempo. La trama luego se complica con tópicas como la implantación de falsos recuerdos o la idea del amor encarnado en alguien que conociste y buscás reencontrar en forma permanente. A pesar de este extraño mejunje, en el fondo es una metáfora sobre el crecimiento y, en algún sentido lateral, sobre la soledad que implica.
Sin embargo, los films que más ponen sobre el tapete el punto de quiebre entre la infancia y la adultez son los antibélicos, entre ellos Bound for the Fields, the Mountains, and the Seacoast (1986) y la trilogía compuesta por Casting Blossoms to the Sky (2012), Seven Weeks (2014) y Hanagatami (2016). Estos últimos tres surgieron luego del terremoto de 2011, que reavivó en Obayashi sensaciones similares a las de la derrota en la guerra. Sobre todo Hanagatami y Bound for the Fields... tratan sobre ser niño o joven en el prólogo a la expansión militarista nipona.
Obayashi, nacido en 1938 en un pueblo perteneciente a la prefectura de Hiroshima, contó en una entrevista en Mubi la peculiar situación en la que se encontró, siendo apenas un niño, con el comienzo de la guerra. “En mi vida, la cosa más importante que me pasó fue ser un chico militar durante la guerra. Creía que si Japón perdía la guerra, un adulto sería lo suficientemente bondadoso para matarme. [...] Pero a los siete años de edad, la idea de agarrar una espada y clavármela a mí mismo se sentía aterradora, y no podía imaginar cómo se suponía que debíamos morir. A un viejo que vivía a unas puertas de mi casa y solía decirme con compasión que me ayudaría a morir por medio de la decapitación si Japón perdía, lo vi después corriendo y gritando ‘¡paz!’ ni bien la guerra terminó. Los adultos siempre mienten. Eso fue lo que mi generación aprendió. Lo que era justo ayer en Japón cambió de la noche a la mañana para decir que los estadounidenses estaban en lo correcto”, sostuvo.
Esta sensación de extrañamiento es el trasfondo moral en la obra de Obayashi, que así como supo ver personas dispuestas a matar por su país que inmediatamente después celebraron la paz, nunca parece juzgar a sus personajes. A su vez, también queda este espíritu volcado a lo infantil como una especie de fuente de sensaciones menos corrompida que el mundo de adultos que lo enfrentó a estos difíciles cambios en su niñez. Finalmente, de esa misma cita se puede extraer una relación compleja, a veces contradictoria, con la influencia estadounidense (hablamos de un director que fue uno de los principales responsables de la modernización –y occidentalización– del mundo publicitario nipón).
De todas las películas citadas, quizá la mejor y más bella sea la más realista Beijing Watermelon (1988), una de las películas más humanas y generosas que se hayan hecho. La historia verídica de un verdulero japonés que conoce de pura casualidad a un estudiante chino al que brinda socorro, para después empezar a asistir a un montón de otros estudiantes que recurren a él, sirve para desplegar un mensaje de entendimiento multinacional y una revalorización de la caridad que nunca se sintió tan lejana a lo meramente religioso o filantrópico. De hecho, el verdulero del film por momentos parece atravesar un estado delirante que lo lleva a deteriorar su vínculo con su familia y dejar su negocio al borde de la ruina. Lo sorprendente de Beijing Watermelon es que la bondad del verdulero no viene de una interioridad solidaria preestablecida. De hecho, al comienzo brinda ayuda un poco a regañadientes, como si no le quedara otra opción. Sin embargo, la obra parece indicar que la bondad es una extraña máquina que, una vez que se pone en funcionamiento, resulta imparable. Y lo que sucede entre una parte y otra es como un potlatch humanista en el que, en vez de sacrificar cosas, se construyen otras nuevas.
Obayashi contó que mientras filmaba un documental sobre Akira Kurosawa, el maestro del cine japonés le preguntó cuántos años tenía, a lo que respondió “50”. Kurosawa, que entonces tenía 80 y filmaba su última película, le dijo: “Entonces todavía te quedan 30 años. Yo pienso que si pudiera vivir 400 años podría haber hecho con mi cine un mundo feliz, pero no voy a llegar a vivir tanto”. Obayashi vivió el resto de su vida con el testimonio de esa carrera de postas que inició Kurosawa, y aunque 400 años parecen muchos, posiblemente siga en la carrera, mediante algún discípulo o en alguna fractura de tiempo y espacio.