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Alberto Restuccia (archivo, febrero de 2015). Foto: Pablo Nogueira

Cuerpos mágicos: réquiem por Alberto Restuccia (1942-2020)

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Una figura excepcional que fue discutida, rechazada o admirada, y que engendró la revolución desde la materialidad de su cuerpo.

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Fundador de la vanguardia escénica de los años 60, dramaturgo transgresor que durante más de medio siglo llevó a escena obras experimentales y rupturistas. Una figura excepcional que fue discutida, rechazada o admirada, y que engendró la revolución desde la materialidad de su cuerpo.

En 1961, Alberto Restuccia fundó Teatro Uno junto con Graciela Figueroa, Luis Cerminara y Jorge Freccero, signando el rumbo de varias generaciones y trazando un quiebre en la historia dramática nacional. Fue el demiurgo de Casa del Teatro, la sede en Mercedes y Tristán Narvaja que lideraba junto con Cerminara, su pareja y compañero durante más de 40 años, hasta que falleció, en 1999, días después de perder la sede por una indolencia política.

A mediados del siglo XX, el teatro del absurdo se posicionó como un espacio consagrado a la provocación y el desafío, y habilitó nuevos relatos y lecturas sobre la realidad y su construcción social, que, en el caso de Teatro Uno, estimularon tanto postulados absurdos como variantes de un realismo atroz.

En sus últimos años, Restuccia mantuvo el rumbo de sus exploraciones en relación con la historia y la mitología, que emprendió en Salsipuedes, el exterminio de los charrúas (1985) y continuó con Asesinato de un presidente uruguayo (1995; 2019, con agregados), en la que se analiza el magnicidio de Juan Idiarte Borda mientras ejercía su mandato. Con este mismo foco experimental trabajó en la obra El gimnasio (2013), de la dupla Gabriel Peveroni y María Dodera, en la que se escenificó la historia del épico Teatro Uno y cómo su local se dinamitó para convertirse en una sala de musculación, cuando era Monumento Histórico Nacional y Finca de Interés Municipal.

Su radicalidad subversiva, su humor corrosivo y su pensamiento demandaban siempre nuevos enfoques, distintos umbrales desde los que interpretarlos, sin abandonar la tensión con el presente. Porque mirar a través de Restuccia implicaba pensar oblicuamente; asumir un combate incesante, inacabado y personal.

“En la época en que dicté mis memorias, ese señor Alberto Restuccia había muerto”, escribía en Uno, diferente (2009), el libro que le dedicaron Nelson Barceló y Gustavo Rey. Un ensayo de despedida en el que arremetía: “Hablando de la muerte, aprovecho para recordarles que todos nos vamos a morir. Yo ya lo hice [...] Por si no lo saben les comento que morí tranquilo, mirando el mar desde una ventana y tomando un whisky [...] No se hagan tantos problemas, nada es tan serio”.

Fragmentos

A continuación, la diaria reúne una serie de estampas sobre su obra, su figura y sus enseñanzas, a cargo de actores, críticos, dramaturgos y directores. Todos coinciden en el quiebre, en su compromiso artístico, y en su apuesta por desautomatizar nuestra existencia, nuestro modo de engendrar y concebir la escena.

Su búsqueda, dice el crítico e investigador Roger Mirza, era la de un teatro “radicalmente inconformista en la forma y en los temas, en la concepción del arte escénico y en el compromiso personal de los creadores, así como en su comunicación con el público”.

Los ecos de un arte transgresor, motivado por un profundo ataque a las convenciones y el pensamiento de una sociedad capitalista, era un desafío que se alimentaba, apunta Mirza, en las vanguardias escénicas europeas; en exponentes como Alfred Jarry, Antonin Artaud, Eugène Ionesco, Samuel Beckett, Jean Genet y Harold Pinter, y sus “propuestas transgresoras y rupturistas contra un sistema que condujo a la humanidad a los horrores de las dos guerras mundiales en la primera mitad del siglo XX; en un teatro que también incorporaba a narradores y dramaturgos uruguayos en adaptaciones de textos de Florencio Sánchez, Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández, Milton Schinca, junto a los europeos”.

Esta es una elección que sostendrá a lo largo de su vida, consigna el investigador, siempre a partir de “un teatro con dramaturgia y puestas en escena transgresoras, desafiantes, tanto en la elección de los textos como en los modos de la representación”.

Su embestida contra las convenciones anquilosadas de una sociedad en crisis ponía en jaque todo un sistema de representación, de concebir la realidad, de abordar el canon o los vínculos. “La búsqueda de un lenguaje teatral propio se manifiesta antes, durante y después de la dictadura”, plantea el crítico, que se ha dedicado especialmente al estudio de esos años. Y enumera las primeras adaptaciones de autores centrales que nutrieron su búsqueda: “Desde sus inicios, tanto en la dirección como en la dramaturgia, Restuccia explora una vía de expresión, con textos propios, como Jóvenes en el infierno [1961] y Epifanía [1963], o adaptaciones de textos de autores uruguayos, como La abertura [1964], sobre Florencio Sánchez, Las aventuras [1966], sobre El pozo, de Onetti, El caballo perdido y Los habitantes, sobre cuentos de Felisberto Hernández [1966]. Pero también aparece una intensa presencia de las vanguardias tanto en sus puestas en escena de Acto sin palabras [1962], de Beckett, El infierno (1964), sobre Rimbaud y Artaud, El teatro de la crueldad [1967] y La rabia entra en la ciudad [1968], sobre los textos de Artaud”.

Casa de Restuccia (archivo, febrero de 2015). Foto: Pablo Nogueira

También repasa el rol que ocupó como artista entre proscripciones, exilios y censuras, profundas apuestas que renovaban la resistencia creativa y concebían una poética de la ruptura, sorprendiendo con su carácter revolucionario y su capacidad de acción. “A partir del golpe de Estado y la represión que destruyeron la autoimagen de un país estable y una sociedad inclusiva y de sólida tradición democrática, surge una intensa necesidad de denuncia y también de elaboración del trauma por medio del humor. Así aparece ¡Esto es cultura, animal! [1979] como irónica creación unipersonal. La escena uruguaya bajo vigilancia durante la dictadura lo llevó a la creación de monólogos de humor con interpelaciones al público, histrionismo del actor, múltiples ironías y provocaciones para desestabilizar el statu quo impuesto. La obra tendrá un sostenido éxito y seguirá en cartel con variantes a lo largo de varias décadas, como ¡Esto fue locura, anormal! [1988] y ¡Esto es cultura bárbara, brutal! [1991], con un lenguaje inventado que sorteaba la censura y que el público captaba y festejaba, y que llevó al éxito de la obra con varios años en cartel”.

Mirza señala que, de este modo, y como réplica a las imposiciones de la dictadura, cumplía con “su propósito de ‘crear un hábito en el público en un triple desafío: armar un elenco, formar un estilo y crear un público’. Cuando 1975 fue declarado Año de la Orientalidad, fue claro el intento de la imposición de una identidad colectiva que desdibujaba varios de los ideales y de las mejores tradiciones del país. En ese contexto, retomar a Beckett, Pinter, Ionesco, y el teatro llamado del absurdo o de la crueldad, que denuncia justamente la masificación, el dominio de lo estatuido, lo impuesto y la automatización de las relaciones, resultaba una forma de resistencia y de denuncia, como en otro plano lo fue su propuesta rupturista, transgresora y provocativa con Las sirvientas [1970], de Genet, con actores hombres que se travestían en escena, como quería el autor, con Pepe Vázquez y Luis Cerminara, además de él mismo, en una subversión de las representaciones en la escena tradicional”. Con el tiempo, algunos reconocen a Las sirvientas como el primer espectáculo de travestismo, y el primero en incluir desnudos en el teatro uruguayo.

Aunque luego se encontraran nuevas formas de driblear a la censura, los primeros tiempos fueron extremadamente duros. Así lo recordaba Restuccia: “Enfrentamos represión policial, militar y de grupos armados neofascistas. En ese entonces entraban a las salas teatrales y centros culturales con armas largas. Nos ponían contra la pared, nos registraban e interrogaban. Había censura solapada, supongo que sospechaban que podíamos llevar armas a las funciones, pero no encontraban nada; el peligro estaba en los textos. En 1971 yo dirigía la primera obra teatral, Guay, Uruguay, de Milton Schinca, que anticipaba el golpe de Estado [y con la que recorrieron cárceles, fábricas ocupadas y hospitales]. En mi puesta en escena se recuerda una máquina de votar hecha con los cuerpos de los actores. Posteriormente, aparecí en los documentos de las Fuerzas Conjuntas como ‘director subversivo’, por obras como Cachiporra al poder [1972] –del dramaturgo y crítico comunista Alberto Mediza–, una farsa medieval que aludía al ‘pachecato’ como cachiporrero; y por Ubu rey [1972, con la que trascendió el under], de Jarry. El movimiento teatral estaba unido ante un rival común. Había que resistir. En plena dictadura inventé un lenguaje que no tenía una palabra en español, una suerte de esperanto, para poder decir aquello que no se podía, en Esto es cultura, animal. Por supuesto que estuve preso e incomunicado por un espectáculo que se llamó Artaud en Latinoamérica [1979, que llegó a interpretar en una función exclusiva para el filósofo Jacques Derrida]. En ese momento me subieron a una chanchita y me pusieron una capucha mientras se reían y decían: ‘Este va para un cuartel en el interior, ¿no?’. En ese momento pensé: ‘Pah, la quedé’. Por suerte un juez militar dijo: ‘Pero esta persona es un artista, no se le puede probar que porta armas’, y me largaron. Fui, además, asistente como delegado sindical al primer congreso fundacional de la Central Nacional de Trabajadores [CNT; orgulloso por haberse afiliado como obrero portuario y no como artista o intelectual]. En plena dictadura escribí Salsipuedes, el exterminio de los charrúas, pero no pude estrenarla hasta después, ya que era imposible decir que este país nació de un genocidio”.

En primera persona: Graciela Figueroa

Mucho antes de convertirse en una maestra de las artes escénicas, de haberse arriesgado a investigar el cuerpo y de haber transitado tantos países, Graciela Figueroa dirigió la primera obra de Teatro Uno. Tenía 17 años, y era la fundadora, junto con Restuccia, Cerminara y Freccero, de esta escuela profana.

En aquella época, Restuccia, Freccero y ella –que era un año menor– ya hacían teatro en el colegio Richard Anderson. “En un momento Alberto empezó a escribir y comenzamos a probar cosas, a hacer experimentos. Hasta que en determinado momento entró el Bebe Cerminara [apodado así por haber sido el más joven en la primera generación de la Escuela Municipal de Arte Dramático], que ya era mayor que nosotros, y un consagrado, porque había hecho Esperando a Godot [1961] y le había ido genial. Desde el principio él fue un talento que todos reconocían, incluso los maestros mayores. Así que cuando vino el Bebe se juntó toda la polenta”.

Casa de Restuccia (archivo, febrero de 2015). Foto: Pablo Nogueira

“Imaginate la inquietud que había como para llamarme a mí para dirigir en aquel momento”, desafía, enfatizando aquel gesto, que era todo un símbolo. “Porque vos te das cuenta de que ahora todos quieren hacer movimiento y sienten que el teatro y la danza y la música son uno, pero en aquel momento era muy distinto”.

¿Eran conscientes de lo vanguardistas, de lo rupturistas que se volvían sus apuestas escénicas? “No, nunca me pasó. Era considerada que rompía, o para atrás o hacia adelante, pero yo sólo hacía lo que sentía, sin proponerme hacer una revolución. Era algo que surgía. Pero los autores que usábamos y que leíamos tenían que ver con un movimiento de transformación”.

A Restuccia lo ve como alguien “muy rico y de grandes inquietudes”. También como un buscador, “alguien que quiere mover, buscar la autenticidad, ir hasta lo último de la belleza y la horripilancia. Alberto se entregó a las polaridades emocionales y creativas. Ha sido alguien que ha dado permiso; permiso para vivir, permiso para sentir. Para algunos es como una bandera de poder sacar la rabia hacia afuera. Sin duda, fue una persona de visión”.

“Había mucha búsqueda, y en un momento, que me empecé a ir al exterior”, cuando a los 20 años recibió una beca para estudiar en Nueva York, Teatro Uno empezó a “trabajar con artistas como [Jorge] Denevi, Pepe Vázquez, que siempre cuenta cómo le impactó tener que estar desnudo. Y claro que eran textos muy simbólicos y candentes para la época: Prometeo encadenado [1981], Los enanos, Las sirvientas...”.

Un refinado

Era invierno cuando Jorge Denevi vio su versión de Hamlet (1969) y murmuró, “yo-soy-uno-de-esos”. Y lo fue. Al año siguiente ya era parte de Los enanos, la única novela que Pinter escribió en los años 50, en la que ya dinamitaba las bases del realismo y la posibilidad real del vínculo. Restuccia, dice Denevi días después de su muerte, “no era ningún loco”. “Era el tipo más refinado que yo haya conocido. Empleo una palabra en desuso probablemente porque ya no hay en quién aplicarla. Había leído todo lo que uno puede imaginar, pero sobre todo había meditado muy profundamente sobre ello”.

Después de haber dirigido, versionado y traducido decenas de clásicos universales, autores nacionales y nombres desconocidos que se han convertido en grandes descubrimientos, el Flaco Denevi dice que nunca conoció a un director con una visión tan totalizadora del espectáculo que iba a hacer. “Una vez me contó, copas mediante, cómo iba a poner en escena Edipo Rey; y lo hizo minuciosamente, con cada detalle de iluminación, música y vestuario, el color de cada prenda y hasta los materiales que la escenografía debía llevar”, aunque nunca logró financiarla.

“Él ha sido alguien que ha dado permiso: permiso para vivir, permiso para sentir”. Graciela Figueroa.

No recuerda haber visto una versión de Shakespeare “tan perfecta y en el fondo tan respetuosa” como aquella puesta de Hamlet en la vieja sala de El Galpón. “Iba a la esencia. Dio lo que pudo dar. Y fue muchísimo. Para mí, una inspiración. Con cada obra que voy a dirigir, al comenzar me pregunto: ¿cómo lo haría Alberto?”.

Si conmueve, comunica

“No sería quien soy si no hubiese sido discípulo directo de Alberto Restuccia y Luis Cerminara”, responde Gustaf (o Gustavo Perini). “Tuvieron injerencia en mi estilo y en mi camino. A tal punto, que mi debut profesional se da dentro de uno de los monólogos de Alberto, La hipocresía uruguaya” (1997), en el que recitaba un poema. Cuando decías que ibas a esa escuela te decían que era brava y que pocos soportaban”, evoca, a la vez que revela el antimétodo: “Era un espacio experimental de creación y libertad. Ellos estimulaban todo tipo de iniciativa creativa que uno decidiera comenzar. La frase de Alberto era ‘Si conmueve, comunica’. A nivel actoral, lejos estaban de las escuelas clásicas basadas en los métodos y la técnica. Allí se sostenía que el actor era un creador. Poco se pensaba en el ‘qué dirán’”, porque “la idea, justamente, era provocar y conmover, mirar la vida desde otro punto de vista, sin prejuicios”. Por eso, no se volvió una escuela “exclusivamente de actores”, sino que asistían artistas, comunicadores, periodistas (Marcelo Jelen, Daniel Figares, Diego Barnabé, entre tantos).

Ilustración: Ramiro Alonso

“Gracias a esa escuela fui más culto”, admite, al tiempo que revela el golpe de su ausencia: “Con la caída de Casa del Teatro y la muerte del Bebe a fines de los 90 hubo una discontinuidad de esa escuela. El legado, más que artístico, era ético. Como decía el Bebe, ‘jamás te afilies a algo que encierre’. Buscar una voz propia sin ser parte de la manada o de la moda, estar lejos de lobbies, ambientes, folclores y micromundos. Al fin de cuentas: no transar, o hacerlo lo menos posible. De esta forma uno será siempre más peligroso y menos identificable para ser maniatado”. Porque, como repetía Alberto, “cuando uno hace teatro, el qué es el cómo”.

El oficio del actor

A los 25 años, César Troncoso se sumó a Teatro Uno. Allí cultivó la esencia que luego proyectó en una ininterrumpida carrera con personajes que alternan villanos, secretarios de redacción, militantes, informantes; papeles vinculados a la memoria reciente y al peso de experiencias difíciles.

Recuerda que las clases comenzaban con un reconocimiento del espacio, y luego iban derivando en improvisaciones, escrituras automáticas, “ejercicios que tenían que ver con el texto y con cómo decirlo”. “Obviamente que se apoyaba mucho en El teatro y su doble, y en aquellas palabras de Artaud que decían: ‘Sé que también las palabras tienen posibilidades como sonido. Modos distintos de ser proyectadas en el espacio, las llamadas entonaciones’. La idea era que el teatro también tenía esa posibilidad de ruptura; no sólo era el contenido del texto, también un modo de proyectarlo y de decirlo”.

Valora esa capacidad aprendida para arrojarse a la escena, el impulso para no eludir el vértigo. “Yo soy un tipo tímido, y sin embargo, en esas clases terminé funcionando muy bien justamente por la osadía que te permitía Alberto. Me sentí muy cómodo, tomé mucha confianza, pude largarme en un espacio de contención. En ese sentido fue fundamental. También llegamos a hacer un par de muestras y performances vinculadas a Salsipuedes en el Parque de los Aliados, y después llegó un tiempo en que sentí, como María Dodera, con quien había empezado, que necesitábamos otras herramientas que nos complementaran. Que no sólo era nuestra capacidad de improvisación y nuestro arrojo lo que nos iba a dar herramientas. Y nos fuimos a la escuela de La Gaviota. Pero hay un primer lugar de confianza personal, que me valió para pararme en La Gaviota al llegar, que me lo dieron Teatro Uno y las clases con Alberto”.

La inmensidad del teatro

“Teatro Uno fue mi rito de iniciación, mi comienzo como mujer de teatro”. Cuando vino a estudiar a Montevideo, a mediados de los 80, María Dodera se encontró con un parco cartel en un garaje de Rivera y Bulevar que comunicaba: “A las 16.00 se hace teatro”. Unos meses después, ya era parte del elenco de El pequeño fascista que llevo dentro, que llegó a interpretar frente a una improvisada platea de punkis.

Si durante las clases Restuccia llegó a estimularla para que hiciera un guion teatral con una guía telefónica como insumo, era porque buscaba “trascender el lenguaje del teatro hablado para ir a otros confines de nuestra alma”, plantea. En su escuela la teatralidad estaba más viva que nunca. “Él solía traspasar las membranas del mundo íntimo al privado, porque era un teatro ritual, ceremonial, festivo. Hacíamos muchos juegos en los que proponíamos diferentes ideas para llegar a la arquitectura del acontecimiento. Restuccia me enseñó que el arte está dentro de uno y nos habita. Y también me enseñó a desatarme de las instituciones; no depender; hacer teatro donde quiera, cuando quiera y con quien quiera”. La hizo descubrir y decirse: “En cualquier baldosa me monto un teatro”. Y así fue su carrera, signada por este “dios de la escena”. “Era hombre y mujer, trans, Beti, Alberto; generoso y egoísta, padre protector y liberador, bestia y dios. El cuerpo curtido, golpeado, de Restuccia era su propio escenario”.

Con El gimnasio, recuerda, le propuso a Peveroni hacer un texto para que “el maestro pudiera exponer su abanico de posibilidades de teatro y nos pudiera dar una lección. Y fue una creación mayor: era encontrarte con el teatro mismo. Dirigir a Restuccia era casi imposible, porque era dirigir la inmensidad del teatro. Él se paraba en escena y era teatro, porque su cuerpo era el escenario. Me acuerdo que con Gabriel pautamos que en el texto había una parte guionada y otra que se llamaba ‘derivaciones’, para poder mechar la historia de Teatro Uno y hacer una docuficción de su vida y su obra”. Este era un gimnasio “para cuerpos gordos, decadentes, y Beti o Restuccia era un entrenador que, para poder tener clientes, hacía shows teatrales. Fue una de las obras en las que me sentí más feliz, porque le hice un homenaje a mi maestro, y porque él pudo lucir todo su arte escénico”.

Hasta el final, Alberto, Beti, Restuccia continuó su rebelión contra las convenciones sociales, de clase y de género. Se propuso recuperar el vínculo con una humanidad integral perdida, seguir celebrando el desconcierto que producía en el público, y persistir en su deseo por revelar los trastornos de la realidad.

¿Cómo se nos escapan?

Durante sus primeros años de formación, César Troncoso asistió a las clases de Alberto Restuccia en Teatro Uno, una etapa fundamental, dice, en la que logró vencer la inseguridad y timidez que lo apabullaban sobre el escenario. “Hay una cuestión de base, que tiene que ver con la expresividad, con la soltura y con lanzarse, que aprendí ahí. No me doy cuenta de la cantidad de oficios que tengo incorporados, pero sin duda todas aquellas enseñanzas de Alberto están ahí”, reconoce.

Cree que su importancia fue haber protagonizado varios quiebres. “Seguramente no lo haya hecho solo, porque fue toda una coyuntura, un tiempo, y la gente de Teatro Uno que lo acompañaba, pero esa intención de cambio fue muy notoria y ayudó a romper algunas formas que estaban muy instaladas, a pensar un modo diferente de hacer teatro. Hoy hay muchos modos de construir teatro que son así porque en el pasado existió Teatro Uno”.

A fines de los 80, Troncoso acompañó hitos como Aquello era cordura sexual o Eso fue locura, ¡anormal! (ambas de 1988, y variantes de ¡Esto es cultura, animal!), y en Restuccia reconocía a un gurú. “Alberto tenía un buda en una de sus obras, y de algún modo él mismo se había transformado en uno. Su valor estaba dado por esa capacidad de transgredir, de provocar, de quebrar con lógicas muy instaladas y, por lo tanto, anquilosadas. En esa medida, una figura como él, que no se callaba nada, que no transaba más que consigo mismo, servía para mostrar un camino alternativo y para ablandar las rigideces. Posturas y provocaciones como estas le sirven tanto al que provoca como al provocado. En esa medida, creo que el teatro fue más laxo, más flexible, más florido a partir de la existencia de Alberto”.

Se lamenta “que este país se olvide de este tipo de personas que, involuntariamente e incomodando a muchos, desajustados con respecto a la norma, fueron construyendo algo que hoy es natural. Lo que desajustaba hace 50 años hoy se naturalizó. ¿Cómo se nos escapa y no vemos que estos seres provocadores, revulsivos, contestatarios son, en definitiva, los que están construyendo el mañana, y no les damos el lugar que se merecen? Gente que por estar construyendo futuro está muy mal plantada en el presente. Alberto y Teatro Uno construían hacia adelante, y no nos llenaban los ojos a los del presente”.

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