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Tres clásicos de Abbas Kiarostamí en Mubi

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El ciclo Close-Up on Kiarostami programa varias películas del maestro iraní.

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Leído por Andrés Alba.
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El sitio de streaming por suscripción Mubi está emprendiendo el ciclo Close-Up on Kiarostami, con una selección de cinco películas del gran maestro del cine iraní, Abbás Kiarostamí (1940-2016). Por ahora están disponibles tres de los clásicos que primero llamaron la atención del mundo sobre él, realizados entre 1987 y 1997. En ellos se pueden observar varios de los aspectos que lo consagraron y por los que suele ser considerado uno de los grandes directores de cine de los últimos cuarenta años. Está la preferencia por las historias mínimas que transcurren en un breve período. Está el neoneorrealismo, con la presencia de personajes de clase trabajadora. Está la increíble elección y dirección de actores, incluidos los que no son profesionales. Están los juegos metacinematográficos. Y está también su formidable organización visual, basada en un tratamiento muy austero de las imágenes y un fuera de campo muy activo a través de los sonidos y miradas –cuando finalmente vemos “el otro lado” es todo un acontecimiento formal, toda una sorpresa–. Ese tratamiento riguroso se presta a generar motivos visuales que muchas veces componen una estructura sumamente rica en implicancias poéticas y conceptuales.

En Irán hubo, como en prácticamente todo el mundo, una “nueva ola” cinematográfica empezada a inicios de la década de 1960, motivada por la nouvelle vague francesa y también empujada por los cambios sociales y culturales de aquellos tiempos y las posibilidades técnicas (equipos más portátiles y baratos) que permitieron la emergencia de cines independientes. En 1969, la repercusión de La vaca, de Dariush Mehrjui, renovó el empuje de la nueva ola y la puso en el centro de la movida cultural iraní. Fue en ese momento que Kiarostamí, hasta entonces un artista plástico y gráfico, instauró un taller de cine para niños y jóvenes, que pronto se expandió a una empresa de realización, con la cual hizo varios largos y cortos, de ficción y documentales, aparte de producir películas de algunos de sus colegas.

¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), su séptimo largometraje, fue la primera película iraní que captó la atención internacional, e instaló a Kiarostamí como uno de los grandes directores del momento. Impuso una fuerte moda de cine iraní en el circuito de festivales y cines de arte mundo afuera, que a su vez atrajo el apoyo de inversores europeos, lo que contribuyó a consolidar una industria en la que abundan talento y creatividad. El prestigio del cine iraní permanece hasta el día de hoy, con nombres consagrados como Jafar Panahí, Asghar Farhadí, Mohsen Makhmalbaf y su hija Samira Makhmalbaf.

La acción de ¿Dónde está la casa de mi amigo? tiene lugar en la aldea Koker y se desarrolla alrededor de un hecho ínfimo. El niño Ahmad, por engaño, se trajo a casa el cuaderno de su compañerito Mohamed Reza, que justo fue increpado por el maestro porque la noche anterior se había olvidado del cuaderno en la casa de su primo. Ahmad no quiere que el otro niño salga perjudicado y camina hasta Poshteh, el pueblo vecino, para devolvérselo. La cuestión es que Poshteh es grande y Ahmad no sabe precisamente dónde vive Mohamed. Su búsqueda es pretexto para la estructura episódica de la película, basada en encuentros casuales, lugares, situaciones y digresiones que, a su vez, nos familiarizan con los paisajes, construcciones, formas de vida y de ser de esa gente. La situación de un niño concienzudo y sensible, enfrentado a un medio en que nadie parece medir la importancia que tiene su pequeñísimo emprendimiento de devolver el cuaderno, y recorriendo distintos lugares durante una jornada, suscitó la justa comparación con la neorrealista Ladrones de bicicletas (1948, de Vittorio De Sica).

La descripción de la anécdota puede sugerir una de esas películas en las que no pasa mucho y que uno debe apreciar con cierto esfuerzo militante de paciencia, pero no es en absoluto el caso. A través de las actuaciones espectaculares de los dos niños principales (Babek Ahmedpour y Ahmed Ahmedpour) se generan incluso momentos de suspenso: la persecución griffithiana de Ahmad al fabricante de puertas, el momento sensacional en que Ahmad cree haber encontrado a Mohamed pero una serie de obstáculos nos impiden ver el rostro del otro niño por muchos segundos, el maestro que se acerca a corregir las tareas pero Mohamed todavía no tiene su cuaderno y no sabemos qué pasó con Ahmad. No hay muchas películas de acción y misterio que me hayan dejado tan crispado.

Por lo normal, las películas de “contenido humano” suelen diferenciarse de las que se destacan por el preciosismo estilístico. Esta es ambas cosas. Uno puede acompañar el pequeño drama de esos niños, amar y admirar a Ahmad en su heroísmo cotidiano, lealtad y sentido de responsabilidad, conmoverse con momentos de ternura y aprender algo sobre la antropología del Irán rural. Pero, al mismo tiempo, está la proeza formal. El inicio ya es llamativo. Sin ningún tipo de preparación, el primer plano nos golpea en imagen y sonido: la configuración casi abstracta de un detalle de la puerta del aula y, fuera de nuestra visión, el ruidaje de los niños. En las siguientes imágenes, la cámara, casi siempre perpendicular a las paredes de fondo, va escaneando cuidadosamente cada espacio y generando nuevas plasticidades, que llaman la atención sobre, por ejemplo, el montaje maravilloso del plano de un caballo blanco con el plano de una camisa blanca colgada (en el mismísimo lugar del encuadre, y con las mangas como si fueran uno de los pares de patas del animal). Apreciamos la configuración en zigzag del camino entre Koker y Poshteh, perseguimos a los distintos personajes de una manera siempre impredecible e interesante. Ese énfasis en lo plástico contribuye a tematizar algunos elementos: la ropa lavada (sobre todo colgada), las puertas de madera, las proyecciones luminosas de los vitrales en la noche. Estos motivos, a su vez, tienen sus implicancias: las puertas, porque detrás de alguna de ellas puede estar el hogar de Mohamed, y la ropa lavada, porque Ahmad cree distinguir el pantalón de su amigo frente a una residencia. Casi al final ambos temas se combinan, cuando vemos esa puerta que se abre en la tormenta, visualizamos las ropas en la cuerda como fantasmas iluminados, y vivimos otro momento de suspenso (¿volarán los cuadernos?), inefable poesía y poder visual, que Kiarostamí interrumpe cruelmente y sin explicaciones, propiciando el suspenso de la escena final de esta obra maestra.

Luego de ¿Dónde está la casa de mi amigo? ocurrió el devastador terremoto que mató a entre 30 y 40 mil personas en la zona en que se había rodado la película. Kiarostamí hizo entonces Y la vida continúa (1992), en la que un director de cine (interpretado por un actor, pero obviamente un álter ego de Kiarostamí) revisita las locaciones de la obra anterior para ver si los dos niños sobrevivieron (por suerte sí). Y la vida continúa no integra el ciclo de Mubi, pero sí A través de los olivos (1994), que, a su vez, hurga en un pequeño drama que está en el trasfondo del rodaje de la película anterior, configurando el estamento final de la llamada trilogía de Koker.

Pese al enganchado temático, no es necesario haber visto las dos primeras películas para apreciar A través de los olivos. La película puede funcionar en forma independiente, aunque siempre habrá una emoción especial en reencontrarnos con Hossein Rezai (de la segunda película) o con los dos exniños de la primera (ahora casi quinceañeros), así como con el caminito en zigzag, estratégicamente reservado para la última escena. Sobre todas las cosas, es muy punzante el momento en que, luego de una extensa escena en el monte, un paneo al costado nos revela la localidad de Poshteh, enfocada del mismo ángulo en que se la veía de lejos en ¿Dónde es la casa de mi amigo?, pero ahora reducida a una enorme ruina deshabitada.

La película empieza con el actor Mohamad Alí Keshavarz mirando a la cámara y diciendo “Soy Mohamad Alí Keshavarz, el actor que hace de director”. Luego de ese preludio brechtiano, Keshavarz ya no será Keshavarz para nosotros, sino el personaje mismo del director. La película muestra, a veces en forma tierna, curiosa o casi cómica, las vicisitudes de rodar una película como la que estamos viendo (y como las anteriores de la trilogía). Vemos los problemas con el casting de no profesionales, la producción, los retrasos y las condiciones nada glamorosas de la realización (los actores y técnicos durmiendo en tiendas, la asistente llevando y trayendo a todo el mundo en una única camioneta). Vemos las escenas de la película dentro de la película desde el ángulo en el que, aparentemente, se está filmando, y escuchamos los comentarios del equipo en un fuera de campo que parece ser detrás de la cámara. A veces cortamos al contraplano del equipo, mirando el rodaje. En un momento de descanso, Hossein (uno de los no actores contratados para actuar en la película dentro de la película) cuenta al director que parece haber un lío con Tahereh, la muchacha que tiene que actuar con él. Ese cuento corta a un flashback en que visualizamos la historia contada por Hossein. Pero este se interrumpe: resulta que la escena estaba siendo filmada, se trataba de un rodaje. De pronto volvemos como si nada al momento en que Hossein le estaba contando el episodio al director. ¿Qué fue ese seudo flashback/rodaje? ¿La imaginación del director de una posible nueva escena para su película? ¿Un flashforward de su rodaje posterior?

De a poco el foco se va trasladando del rodaje y de las secuelas del terremoto a la historia de amor de Hossein y Tahereh, y el título se refiere al episodio final, el diálogo (o casi monólogo) en que Hossein intenta que la orgullosa muchacha se defina por sí o por no mientras caminan por un bosque de olivos. Tan sólo esta escena ya es una lección de cine, con su dinamismo que de pronto se frena frente al caminito en zigzag, y culmina con un plano de casi cuatro minutos en que vemos la acción decisiva allá chiquitita, a lo lejos, sin estar cien por ciento seguros de qué ocurrió.

El sabor de la cereza (1997) es más sencilla. Un hombre quiere cometer suicidio y busca contratar a alguien para que lo entierre. La búsqueda de esa persona es pretexto para una forma episódica similar a la de ¿Dónde está la casa de mi amigo? Es interesante la exposición demorada del asunto, y es especialmente conmovedor el personaje del último de los candidatos (¿cómo hacía Kiarostamí para encontrar esas figuras y hacerlas actuar con esa intensidad, esa carga, ese carisma?). Pero la moraleja de descubrir las bellezas de la vida es predecible (por más que contenga mucha verdad), la simbología visual que la acompaña es medio simplona (los paisajes terrosos y pedregosos dan lugar a escenarios en que hay niños jugando con trajes colorinches y vegetación verde, y luego un precioso crepúsculo). Está bueno el extenso tramo que transcurre en la casi total oscuridad, en base al sonido y a fugaces imágenes propiciadas por relámpagos, pero luego el final metacinematográfico parece una escapada desesperada frente a la ausencia de un final-final.

En el correr de las próximas semanas se sumarán dos títulos más al ciclo. Son los últimos dos largos de ficción de Kiarostamí, realizados ambos en el exterior: la francesa Copia certificada (2010, con Juliette Binoche) y la japonesa Like Someone in Love (2012).

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