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Foto: Federico Gutiérrez

Cómo me volví ignífugo

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Qué sencillas serían las mudanzas si sólo se tratase de trasladar. Pero aunque vayamos a un lugar más grande, irrumpe el mandato de ordenar, alivianar, depurar. La biblioteca, con sus libros en doble y triple fila, es lo más agobiante, aunque en realidad no es tan trabajosa: hay criterios.

Los libros repetidos se van. Los que puedo conseguir fácil en pdf o epub se van. Las traducciones malas se van (chau, Anagrama noventera). Se van unos libracos muy malos escritos por personas famosas que guardaba para escribir algo sobre ellos (calculo que si llego a tener tiempo y ganas para empezar no me molestará buscarlos en otras bibliotecas). En cambio, algunos libros pequeños, aunque no muy prometedores, se quedan, porque no me los imagino a mano en otra parte.

Viaja intacta también toda una sección que mentalmente llamo “batllismo” y que es un continuo de ficción, historia y política. Ahí Juan Carlos sigue siendo rey y los repetidos no se descartan (cuestión de ediciones distintas, prólogos especiales y fetichismo residual).

Situación límite con los diccionarios. Son el colmo de lo que internet volvió redundante. Hace unos años me costó explicarle a mi hijo grande para qué podía servir hoy una cosa así, tanto más lenta, limitada y pesada que un celular. Pero no puedo abandonarlos todos. Me sorprende sentir afecto por unos cuantos: los primeros bilingües que me regaló mi padre, uno espantoso que deshice en el portafolios escolar, una ganga técnica rescatada en una feria, uno tan geométrico, exacto y elegante como el idioma que transporta.

A contracorriente, persistentemente y por debajo (en la parte de atrás de mi cabeza, como dicen en inglés), la idea de que mi biblioteca es también un archivo, un depósito en caso de catástrofe. Hoy el escenario Farenheit no incluye fuego, sino desconexión. El miedo a quedar offline no es tan infundado: que no bombardeen los servidores rusos y ucranianos.

Justo llego al estante de ciencia ficción. Algún Vonnegut (tío Kurt) en español se queda. Ursula Le Guin y mi tocayo en iniciales Ballard viajan en la misma caja. Encuentro una malhabida antología china y varias de autores rusos que había olvidado. Pienso en los dementes que tiraron libros de Chéjov y Dostoievski cuando arrancó la guerra. Sigo divagando con Rusia y llego a Stalker: muchos grandes libros los vi en el cine. Y la mayoría de los que me marcaron de grande los leí prestados, por amigos o bibliotecas. El placer de leer sobre la Interbalnearia un On the road de la Artigas-Washington. Los cuentos de Pynchon, también de ahí. The Man in the High Castle, sacado del Anglo y liquidado de un tirón durante la madrugada frente a la estufa a leña. Mimesis, la mejor recomendación de Medina Vidal, de la biblioteca de la Facultad. Zama, querido Zama, que sigue sin aparecer.

Esos, más que muchos de los que están, deberían armar esta especie de identikit monstruoso que ocupó el living, invadió el cuarto y ahora va por mis narinas.

***

Al Quijote le falta la tapa.
Demasiada poesía en francés.

***

No sé si Ballard fue el primero que jugó con el índice de textos como biografía exprés, pero la idea me inquieta porque estoy siendo muy malo con las revistas. Apiladas en armarios, marchan casi todas, menos algunas que hicieron mis hermanos y amigos, otras en las que publicaron cosas mías, un par de fanzines históricos y unas diez o veinte especialmente buenas. Mientras descarto a lo bestia, apenas revisando, se me ocurre que al menos debería sacarles fotos, aunque no lo hago. Pero en plan autobiográfico, si los libros eran cartas, las revistas eran postales. De algún modo, son más yo que la biblioteca. De literatura, de carreras, de rock, ¡de grabación de música!, cómics, cómics, cómics, marcan capas geológicas de intereses y mapean recorridos viajeros mucho más precisamente que los libros. Revistas para estar al día, revistas para admirar, revistas para hacer revistas.

Es injusto que las barra así, a ellas y a sus toneladas de polvo, pero no por esa fantasía autobiográfica grandilocuente, sino porque me doy cuenta, mientras las voy metiendo en bolsas, de que representan mejor a algo así como el estado de la cultura. Hay más voces, hay más vidas en las revistas que en los libros. Son postales y también hemogramas. Y sin embargo, tenemos que partir. Viajaremos más livianos, renaceremos sin alergia.

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