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Diego Moncho Licio.

Foto: Alessandro Maradei

Diego Moncho Licio: “Lo que me divierte es fragmentar las cosas, desarmarlas hasta encontrar el absurdo”

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El actor protagoniza Mateína, una nueva película uruguaya.

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Seguro son pocos los que alguna vez supieron de Carreta Quemada, una localidad ubicada al noreste del departamento de San José con una población que rara vez superó los 100 habitantes. Consta en registros audiovisuales que el actor Diego Moncho Licio la trajo al presente a través de la ficción con su personaje, Don Gomensoro: un productor rural aficionado a la escritura y la política que con sus columnas de opinión en TV Ciudad echaba luz sobre las injusticias que debía sufrir el hombre del interior en la capital.

Un mediodía de otoño, Moncho camina por la calle 25 de Mayo de la Ciudad Vieja y no se permite olvidar un solo nombre, apellido o lugar de San José. Si por un momento le sucede, seguirá pensando en segundo plano mientras sigue conversando hasta recordar al fulano o la leyenda. Así puede contar sobre El Submarino Amarillo, un pequeño boliche bailable con mucha mística y grandes personajes que está abierto hasta altas horas de la noche; la ruta 11 que en su juventud recorrió a dedo para ir y venir desde San José hasta Canelones, donde cursó estudios de técnico en electrónica; un galpón abandonado de AFE recuperado por un grupo de jóvenes que ensaya obras de Shakespeare que sólo pueden verse si se está dispuesto a ir con los ojos tapados hasta un paraje en el medio del campo; los cines Artigas y El Biógrafo: “Ese estaba en una galería y era de gente entusiasta que pasaba cosas distintas al cine comercial”.

A mediados de los dos mil, Moncho sorprendió con su humor original y absurdo en el programa radial Justicia infinita, más tarde llegó al carnaval con La Mojigata, hizo teatro y televisión con el grupo Pocas Nueces, interpretó a un chanta en la serie de televisión El mundo de los videos, participó en un montón de cortos y se destacó en el film La noche que no se repite; volvió a la radio con Otro elefante y mucho antes, al principio, se había metido de colado a actuar en la Semana de la Juventud de San José.

“Entradas agotadas”, reza el cartel de fondo rojo y letras blancas estampado en el acrílico de la boletería de Cinemateca una noche de lunes, antes de comenzar la última función del día de Mateína, la película de Joaquín Peñagaricano y Pablo Abdala Richero que se estrenó este marzo y que tiene al memorioso actor de origen maragato como principal figura.

“Estamos en el futuro. Uruguay está prácticamente igual que en la actualidad, salvo por una única y enorme diferencia: está prohibido el consumo de yerba mate”. Esa es la historia de esta road movie futurista. En una de las primeras escenas del film, Moncho y Fico (interpretados por Licio y Federico Fico Silveira) descansan en silencio en el pasto. La cámara los muestra juntos un rato largo. La estampa de Moncho resulta idéntica a la de Hugo María Ruiz Lombardo, alias El Facha, un actor, cantor y humorista que 60 años atrás le dio vida a un estoico buscavidas de “elevada visión” –según Abel Soria– en la pantalla grande.

“San José tiene una gran historia de gente muy entusiasta que hacía cine desde el mil novecientos y poco”, nos cuenta Licio. “[José Juan] Chabalgoity es uno de ellos, de un grupo que se llamaba Los Filmadores, que por 1920 había empezado a hacer informativos que se pasaban en el cine. Después, en 1960 se hizo una película que se llama El detector, que es una belleza. La dirigió Luis Pugliese Sánchez. Ese grupo hacía cine experimental y esa película tenía hasta ciencia ficción”, recuerda con admiración.

Ato [Homero Donato Pugliese], el hijo de Luis, que también trabaja en cine, hizo una serie documental en la que cuenta toda la historia de ese grupo, Los realizadores maragatos”, recomienda.

“Chabalgoity era todo un personaje; algunos conocen la historia. Era fotógrafo de la Policía. Además de que te sacaba la foto para la cédula era una especie de fotógrafo forense, y había desarrollado una teoría por la que explicaba que la sangre fijaba imágenes. Tiene un libro que se llama La sangre humana, que es increíble. El loco le sacaba fotos a la sangre, las ampliaba y ahí podía descubrir imágenes de la escena de un crimen. Veía caras, por ejemplo. Ernesto Pérez [maestro y actor, dramaturgo] de chico llegó a ir a lo de Chabalgoity para sacarse la foto para la cédula y siempre cuenta que cuando entrabas al pasillo de esa casa veías en las paredes unas imágenes gigantescas que te dejaban impactado”, relata con vivo y contagioso asombro.

¿Cuándo viste El detector por primera vez?

Hace 20 años, en un canal de cable de San José, pasaron ese documental del Ato, que está tremendo. Ahí se cuenta una historia riquísima del cine. Seguramente haya otras en muchos lugares de Uruguay, pero no las conocemos, vaya a saber a dónde fueron a parar. Si en Uruguay ya es difícil conseguir un archivo de cualquier cosa, imaginate en los pueblos, en donde muchas veces depende de la voluntad de una persona.

Siempre mencionás la Semana de la Juventud como algo que te marcó mucho en tu carrera.

Todas las personas que ahora andan en la vuelta haciendo cosas relacionadas con la cultura pasaron por ahí. Era una semana en la que la ciudad era tomada por los jóvenes. Primero se hizo La estudiantina, impulsada por la maestra Josefina Mazzeia. Era una especie de obra de teatro en la que los propios alumnos representaban lo que pasaba en los centros de educación. Era divino, también para los docentes. Por ejemplo, nosotros hicimos una obra y uno de los personajes era la profesora de Matemáticas. Hacíamos sketches y producíamos todo sin saber lo que era producir: la escenografía, el vestuario, el guion. Nos organizábamos y uno iba a garronear pintura a todas las barracas, otro a conseguir madera, y la gente ya sabía que en esa época caía alguien a pedirte alguna cosa. Un día hicimos un carro alegórico en un Ford Thames, con cartón, madera y alambre, que era el Coliseo romano. Nos quedó grande de más, era algo exorbitante. Pero lo que tenía de bueno la experiencia era que de ahí salían pintores, artistas plásticos, actores. Por ejemplo, todo el grupo de Sociedad Anónima (humoristas de carnaval) salió de ahí. Yo arranqué en la escuela a hacer cosas. Escribíamos obras. Me acuerdo de que en tercero representamos una reescritura de Caperucita Roja. En segundo había hecho una obra improvisada que fue un desastre.

Foto: Alessandro Maradei

¿Todo con humor?

Siempre. Y no sé si yo lo quería hacer con humor o si salía así naturalmente. Es que cuanto más serio quiero hacer algo, al final me termino riendo porque se me vuelve insostenible. En la Semana de la Juventud podías participar desde los 15 años, pero yo con nueve ya andaba en la vuelta.

“En la búsqueda del absurdo me doy cuenta de que muchas cosas a las que nos acostumbramos tal vez nunca fueron pensadas. Estaban así, nadie las cuestionó y pasaron 300 años”.

Tu personaje más conocido es una especie de teórico que se pone pensar cómo funciona cada cosa. ¿De dónde surge eso?

No sé muy bien. A mí lo que me divierte es fragmentar las cosas, desarmarlas hasta encontrar el absurdo. Tiene que ver con lo establecido. Por ejemplo, cuando vos entrás a un grupo que ya viene funcionando tiene cosas discutidas previamente que quedan como establecidas. Vos podés sumarte al grupo con esa forma de funcionamiento o irte. Si vos decís: “¿Podemos hablar de cómo son los horarios acá?”, te van a contestar: “No, eso ya está hablado. Hicimos 27 reuniones y llegamos a un acuerdo”. Y con la humanidad y sus cuestiones me pasa un poco eso. Hay cosas que están discutidas, pero yo estoy acá y para mí hay que discutirlas de nuevo. Me da la sensación de que hay demasiadas discusiones laudadas, o cierta distracción que no nos permite discutir las cosas de fondo. Yo lo que hago es humor. No tengo otra pretensión. La libertad de escribir o de pensar es lo que me mueve. Pero en el ejercicio de la búsqueda del absurdo me doy cuenta de que muchas de las cosas a las que nos acostumbramos tal vez nunca fueron pensadas. Estaban así, nadie las cuestionó y pasaron 300 años. Cualquier idea, si le entrás a dar vueltas, te va llevando a otra cosa y a ver la estructura.

Otra cosa que me encanta es jugar con el prejuicio. Creo que la base de millones de problemas que tenemos tiene que ver con los prejuicios entre el interior y Montevideo y la incomprensión de las dos partes. Lo vimos ahora con el referéndum. “Mirá cómo votan estos”, se dice. Y lo que pasa es que en Montevideo se simplifica mucho toda la complejidad del interior, y el interior hace lo mismo con los montevideanos. El prejuicio viene de la ignorancia, que es el estado en el que vivimos. El desconocimiento permanente de las cosas. Y resulta absurdo todo.

En tu personaje humorístico a esas teorías que construís les agregás indignación.

Lo que pasa que es lo más básico del ser humano. Podés ir de cero a 100. Está el chiste de “metete el gato en el culo”, que es la base de todo el pensamiento moderno. Es no poder parar un segundo a pensar o a ponerte en el lugar del otro. Es esa postura de “yo esto no lo discuto más” o “si viene cualquiera de cierta tendencia política, yo no lo escucho”. Entonces vos decís: “Ta, la democracia está toda tomada”. ¿Cómo vamos a construir si no puedo escuchar al otro? Y eso es responsabilidad de todos.

¿Qué te pidieron los directores para tu personaje en Mateína?

Primero, Joaquín Peñaricano [guionista y director] me contó la historia. Enseguida me encantó la temática y cómo se abordaba ese universo. Joaquín es un tipo muy observador, muy sensible y muy humano. Tiene un manejo del humor profundamente absurdo, muy en sintonía con Juceca. Él creó un mundo y todo lo que pasa dentro parte de la idea de que el absurdo es tal para la mirada del otro. Para el que viene de afuera puede parecer absurdo, pero en realidad es lo normal para los que viven en ese pueblo.

La película tiene muchos silencios y un ritmo muy particular. ¿Fue una dificultad para vos?

A mí lo que me encantó de todo eso fue poder salir de un lugar de cierta comodidad.

Salirte de tu personaje más conocido.

Claro, o poder resolver con palabras ciertas cosas que en realidad, muchas veces tienen que ver con el desconocimiento. Lo que estoy aprendiendo en el oficio del cine es que vos sos una herramienta, movida –en este caso– por dos personas que saben lo que quieren. Y lo que tenés que hacer es tratar de dirigir tu trabajo hacia esa búsqueda. Para esta película el trabajo que hicimos con los directores fue: “Vamos a sacarle a los personajes todo lo explicativo, todo lo que pueda ser redundante, para ir hacia otro lugar”. La intención fue evitar cierto naturalismo de resolución de las cosas. Fico también es un personaje increíble, muy gracioso, un tipo con una infinidad de recursos, pero a los dos nos sacaron del lugar donde generalmente resolvemos las cosas.

Hay muchos planos que se quedan un rato largo en tu cara o en la de Fico.

Eso es muy difícil. Yo fui aprendiendo con mis compañeros. Me juntaba con Roberto Suárez [Gutiérrez], con Chiara Hourcade [Lina] o Yamandú Cruz [Polo] y veía cómo trabajaban, cómo preparaban sus personajes. Por más que vos tengas dónde aprender, una escuela de cine o lo que sea, cuando se prende la cámara, no sé qué es lo que pasa. Estás despojado de todo.

Tiene que ver con que eso que queda registrado después le genera algo al espectador. Y puede ser el trabajo de un actor muy experimentado o de alguien que nunca estuvo delante de una cámara; las dos personas pueden lograr cosas increíbles. Yo manejo muchísimo en esta película, y para mí en vez de ser una preocupación era una alegría. Cuando vos hacés acciones hay algo muy interno de uno, del personaje, de la forma de actuar, que lo que se ve después. Ahí está la magia que puede suceder en el cine. Hay algo que le puede llegar al espectador. Ese entramado es lo que más me asombra.

¿Para vos cómo funciona el cine?

En mi breve experiencia, lo que me llevo –o lo que estoy aprendiendo– es que desde el punto de vista del actor hay una cosa que tiene que ver con encontrar en cada escena el lugar emocional donde está colocado el personaje, y llevarlo desde antes, no esperar al momento de la escena. Esto va más allá de lo que se ve en cámara. Más de una vez me pareció que no estaba colocado donde quería y que otros me dijeran: “Quedó brutal”. Y no te voy a decir que me angustia, pero sí me genera un cuestionamiento y me quedo un poco caliente cuando me pasa eso. Si tengo entendido el lugar, si logro encontrar adentro mío la colocación del personaje, cuando lo voy a hacer ya tengo un punto de partida y no tengo que tirar lo que me parece. Eso es interno, es mío. Tiene que ver con mi ética de trabajo. Si en tal escena lo consigo, y a su vez eso coincide con la mirada de los directores, para mí esa es la belleza del trabajo del actor.

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