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La mujer desnuda.

Foto: Carlos Dossena

La desnudez revolucionaria: Estudio para La mujer desnuda en el Solís

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Leído por Abril Mederos.
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Roxana Blanco (¿o ya encarnó su personaje primordial, su somersiana Eva?) entra pausada por la platea del Solís hacia el escenario, como pausada, rítmica y profunda será su voz, y cuenta –nos cuenta, a nosotros que somos espectadoras y espectadores, que sobrellevamos o gozamos de la invisibilidad que cede a menudo esa tan denostada cuarta pared– La mujer desnuda. O mejor, nos coloca en su comienzo. Nos lo regala, quizá cambiando algo, pero en todo caso manteniendo la fuerza que Armonía Somers le imprimió a su incipit: “El día que Rebeca Linke cumplió los 30 años, ocurrió lo que ella había venido sufriendo por adelantado desde hacía mucho tiempo: nada”. Y nos lleva de la mano por esa historia de festejo triste, de rupturas y despojos, de casas de campo suspendidas en la atmósfera, de cabezas cortadas y vueltas a montar y, va de suyo, de liberadora y arriesgada desnudez.

Estudio para La mujer desnuda, versión libre escrita y dirigida por Leonor Courtoisie, con dramaturgia de Laura Pouso, ofrece materializada y multiplicada en escena una versión posible del personaje (interpretado, a la vez, por Blanco, Florencia Zabaleta y Alejandra Wolff) que causó –como en el pueblo de rústicos que la misma lucidísima Armonía colocó en su texto– el escándalo entre nuestros intelectuales cuando la revista Clima lo publicó en 1950. Y si no corresponde aquí reproducir los maliciosos patéticos cotilleos que negaron que una mujer pudiera concebir semejante ruptura –porque la lectora y el lector fisgones pueden encontrarlos, sin traba, con una simple búsqueda en la web–, sí cabe pensar en qué términos este Estudio nos coloca frente al texto de Somers hoy.

Para pensarlo es necesario volver a Blanco-Eva y a su relato en un escenario donde todo, absolutamente todo, está a la vista. Sin telón de fondo y sin bambalinas, la espaciosa sala principal del Solís exhibe orgullosa su desnudez: un paño celeste señala precariamente un espacio rectangular –el espacio de la acción, aunque esta se desborde y migre hacia otros lados, como la propia mujer desnuda–; sobre él y en su entorno, algunos elementos: mesas, pilas de troncos, árboles, una serie de reflectores apagados al fondo, arneses vacíos sobre el escenario, en un costado un bomberito real contra incendios para un texto que termina con un fuego devorador. La escenografía de Paula Kolenc es tan práctica como simbólica. A la vez que activamente auxilia a los actores en sus acciones, movimientos, descansos, avisa ominosa al público su potencialidad, que algo va a pasar con ella en el futuro: que los reflectores eventualmente se dispararán, que de los arneses inevitablemente va a colgar algo, que con los troncos se construirá. La iluminación de Leticia Skrycky, que recurre a los anticlimáticos tubos lux, completa eficazmente esta descarada autoexposición. Para cuando entra Florencia Zabaleta, nuestra Rebeca Linke, tras el breve exordio de Blanco, es evidente, nos es evidente, que el mundo en el que nos sumerge Somers en su texto es aquí sólo una parte de la historia.

La propia artificiosidad de lo visto, la distancia metateatral que llama la atención sobre sí, será la otra. Si la Linke somersiana no se sospechaba personaje, sino que era esta mujer que cumplía los 30, a la que no pasaba nada y actuaba temerariamente sobre esa nada, la de Courtoisie aparece mediada, es una Linke inequívocamente personaje y las actrices que le prestan el cuerpo llaman, nos llaman, la atención sobre ese préstamo. La directora opta por volver evidente su construcción y con ella la de los demás personajes del pueblo y sus dramas: aquellos mellizos que la ven primero (interpretados por Joel Fazzi y Camilo Ripoll), aquel cura sacrílego (Luis Martínez), los habitantes de la casa invadida por ella (Fernando Vannet y Serena Araújo), son en escena, a la vez, personajes y actores. ¿Qué efectos de sentido para el espectador, nos podemos preguntar, tiene la distancia en esta trama de liberación, de ruptura y de riesgo o, si tiramos más de la cuerda, en cualquier historia? Incluso, cabría –escuchando a una Rebeca que denuncia el cuchillo de utilería con el que debería cortarse la cabeza o cuando se nos invita a desnudarnos– interrogarse sobre la posibilidad hoy de contar en escena cualquier historia sin reflexionar sobre las mediaciones (la técnica, el entramado, la elección de este u otro gesto, de esta o aquella palabra, de determinados objetos y no otros, en síntesis, el estudio) que hacen posible su mismo relato.

Para nosotros, posposmodernos, interesa reflexionar (quizá más hoy que en plena posmoderna furia autorreferencial) sobre lo que conservamos y descartamos de las historias, sobre cuáles relatos nos interesa guardar quiméricamente intactos y de cuáles exhibir sus mecanismos, sus tics, sus vacíos. Si, como se ha repetido hasta el mareo, los recursos metaficcionales modifican la percepción de quien ve o quien lee, obligan a revisar las fronteras entre la realidad y la ficción y, haciéndolo, redundan en vacua mueca irónica o en puro acto de trágica rebelión irremediable y eventualmente subsumido por el mercado (según la varita teórica que los mirara, en especial a finales de siglo XX, es decir, en su momento de auge), parte de estos efectos atañen a Estudio para La mujer desnuda. El gesto meta de Courtoisie es eficaz en la medida en que imprime su huella en La mujer desnuda, en que entrelaza ostensiblemente su voz con la de Somers y, de esa manera, reinterpreta y reinstala la desnudez real y simbólica del texto de 1950 en sus propios términos, sea manteniendo su tenor simbólico, sea a través de una literalización encarnada, como apuntamos, en la dramaturgia, las actuaciones, las luces, la escenografía. Y, no menor, reconduce a aquel juego de espejos, de persona y personaje, de múltiples posibilidades del yo que la directora plasmó en su puesta precedente, Casi sin pedir permiso, en 2019. Al tiempo que hace aquello, el gesto meta de Courtoisie acaso niegue una necesaria total inmersión del público –y eventual, aunque algo utópica, apasionada complicidad– con la que Somers llamó en su texto esa “mujer revolucionaria”. O tal vez la refunde, pero manteniendo las distancias.

Estudio para La mujer desnuda. Texto y dirección de Leonor Courtoisie y dramaturgia de Laura Pouso. Con Roxana Blanco, Florencia Zabaleta, Alejandra Wolff, Serena Araújo, Joel Fazzi, Camilo Ripoll, Fernando Vannet y Luis Martínez. Teatro Solís. Jueves, viernes y sábados a las 21.00, domingos a las 19.00.

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