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El J-pop, las katana y Marx: rescatando a Japón de sí mismo

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Entre el tradicional comportamiento de comunidad y el estimulado individualismo del samurái, el comunismo nipón crece de la mano de la cultura popular.

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Entre los innumerables canales que hay en Youtube, donde locales o extranjeros tratan de explicar las peculiaridades de Japón, destaca Let’s ask Shogo, con un millón y medio de seguidores. Shogo Yamaguchi (1983) es un japonés pulcro y amable que se presenta como Your Japanese friend in Kyoto (“Su amigo japonés en Kioto”), ciudad en la que vive con su esposa e hijos. En un inglés impecable, fruto de seis años en Estados Unidos durante su infancia, explica en videos de alrededor de 15 o 20 minutos infinidad de detalles de la vida cotidiana japonesa, desde cómo comer sushi correctamente (con las manos) hasta cómo tocar un koto (arpa japonesa) o por qué los japoneses odian las barbas (seguramente esto último no lo sabían). Cuando su emprendimiento comercial fracasó por la pandemia, decidió dedicarse a los contenidos en Youtube, y no le fue nada mal: su valor comercial en la actualidad se calcula en unos 500.000 dólares anuales.

Shogo es un entusiasta practicante de diversas artes tradicionales: iaido (firuletes con la katana), sado (ceremonia del té), teatro noh y tocar el shakuhachi (flauta de bambú), y suele subir videos de todo eso. También comparte reflexiones e información sobre temas más generales, como su video de 2021 sobre el libro 日本人」という、うそ: 武士道精神は日本を復活させるか (Shogo lo traduce como La mentira del pueblo japonés; una traducción más ajustada podría ser Lo que se conoce como “el pueblo japonés” es una mentira. ¿Puede Japón producir un resurgimiento del espíritu del bushido?) del psicólogo social Toshio Yamagishi (1948-2018). Shogo, como practicante de diversas artes tradicionales, se siente interpelado por la tesis central del libro: la adopción general del bushido (código del guerrero samurái) por parte de la sociedad japonesa, particularmente luego de la Segunda Guerra Mundial, vendría estando en la raíz de todos los problemas sociales del Japón contemporáneo. La lista de estos problemas es larga y diversa, aunque Shogo no los mencione, y van desde el envejecimiento de la población, el aumento de las enfermedades mentales, la delirante carga horaria laboral, la soltería generalizada, la sensación de soledad extrema o los problemas de vivienda, hasta el acoso en los medios de transporte, los otaku (fanáticos del manga –historietas– y del animé –dibujos animados–, que en Japón están bastante mal vistos por considerárselos unos vagos) o los hikikomori (adolescentes que eligen encerrarse en sus cuartos y no volver a salir; como el fenómeno ya lleva décadas, varios deben haberse muerto ahí adentro). Y como esos, muchos más.

Shogo lo explica muy bien en su video, dejando la cuestión abierta, y mejor parece que lo explica Yamagishi, pero, lamentablemente, el libro no está traducido. La cuestión de fondo es que la sociedad japonesa ancestral es, desde hace milenios, profundamente grupal y cooperativa, y para hacerse una idea al respecto alcanza con leer alguno de los libros de Lafcadio Hearn (1850-1904), el mejor observador occidental en el país, que retrató con un estilo incomparable a los japoneses de a pie. La pulsión japonesa por el comportamiento grupal pudo verse en el último mundial de fútbol, cuando luego de cada partido la hinchada completa limpiaba el estadio. Ese comportamiento es visto en general con extrañeza por los occidentales, que no logran aprehender muy bien sus raíces. Lo ven como una especie de mentalidad extraña, casi de hormiguero, sin entender lo básico: la sociedad japonesa, el pueblo común, tiene desde sus orígenes una impronta que a lo que más se parece es al socialismo. La comunidad está antes que el individuo.

Opuesto a esto está el bushido, un código moral y de comportamiento cristalizado en el siglo XVIII, que sería la base del poderío del guerrero japonés aislado, el samurái, sometido a la voluntad de su jefe, el shōgun, a su vez sometido al Tennō Heika (“emperador”). Hay mucho de notable y admirable en varios elementos del bushido, una mezcla de taoísmo, confucianismo, budismo zen, sintoísmo y sentido común aplicado a cortar gente con espadas de primera calidad, pero que en el fondo es un código extremadamente individualista, referido solamente a la casta samurái, que nunca fue más de cinco o seis por ciento de la población del país. Los samuráis pueden parecer encomiables y dignos de admiración hasta que uno se entera de que en el idioma japonés existe una palabra, tsujigiri, para nombrar el al parecer bastante frecuente acto con el cual el samurái pelaba su katana porque sí y empezaba a cortar gente al azar en la calle.

Así planteada entonces, la tensión social japonesa se resume grosso modo en colectivismo ancestral contra individualismo guerrero. La cosa es que, luego de la derrota en la Segunda Guerra Mundial y la ocupación estadounidense, Japón se convirtió en otro campo de batalla de la Guerra Fría, al cual los ocupantes se dedicaron con entusiasmo a inocular poderosas dosis de liberalismo económico, individualismo, capitalismo puro y duro y, claro, anticomunismo.

No es que el anticomunismo fuera un elemento extraño en el país; de hecho, ya en los años 30, concretamente desde 1928, en plena fiebre imperialista, el gobierno se preocupó de masacrar con notoria energía a todo el movimiento sindical y al Partido Comunista en particular, incluyendo por ejemplo al escritor Takiji Kobayashi (1903-1933), autor de Kanikosen (1929), la más célebre novela japonesa de ideología comunista (y célebre significa que su última edición, de 2008, lleva vendidos 1.600.000 ejemplares), asesinado a palazos en una comisaría. El gobierno del emperador Hiroito (1901-1989) llevó la tarea a cabo a pesar de estar ocupado en otros menesteres tales como cometer atrocidades en la China ocupada o aliarse con Hitler (1889-1945) y Mussolini (1883-1945) para dar forma al Eje. En definitiva, el delirio imperialista de extremísima derecha, la guerra, el militarismo delirante, la derrota, los bombazos nucleares, la capitulación de Hiroito (al que la población general veía literalmente como un dios) y la ocupación crearon una herida social de dimensiones mayores que el monte Fuji. El pueblo japonés quedó a la deriva, separado de su milenario colectivismo. Con el diario del lunes está bastante claro lo que esa gente hubiera necesitado: dosis moderadas a fuertes de socialismo que los reconectaran con su forma tradicional de relacionarse y con su espíritu comunitario. Pero bueno, estando del lado del Telón de Acero del que estaban (y viendo lo que en ese momento había del otro lado, digamos todo, tampoco es que les hubiera ido mucho mejor; y si no, pregunten en Corea del Norte), recibieron lo que recibieron, lo ya nombrado y una mirada fresca y deslumbrada de sus nuevos jefazos yanquis sobre el bushido. Para el Occidente liberal y capitalista el código samurái no podía parecer menos que una maravilla.

Tan maravilla les pareció que el bushido mal entendido se convirtió en una suerte de manual de conducta para actividades tan poco marciales como la especulación financiera en los años 80 y otros fugaces entusiasmos cuestionables condenados al fracaso. A falta de samuráis reales, sus representaciones cinematográficas tuvieron mucho éxito, motivando personajes como el de Kevin Costner en El guardaespaldas (1992). Hasta donde se sabe, no hay películas de samuráis que traten ese asunto del tsujigiri, aunque abundan las que hacen alusión a otras particularidades del gremio, como el seppuku (suicidio ritual consistente en regar las tripas sobre el tatami, alfombra almohadillada típica de las viviendas japonesas de toda categoría) o el wakashudō (relación afectiva entre un samurái mayor y su protegido más joven, similar a la de Aquiles y Patroclo). En general, la visión occidental de los samuráis proviene de películas con contenido menos inquietante, como la muy magistral Yojimbo (1966) de Akira Kurosawa, que es la favorita del personaje de Costner.

En la actualidad, el comunismo parece estar reflotando en Japón, cosa nada sorprendente viendo el trasfondo histórico de sus habitantes. Hay que decir que la tarea emprendida en los años 30 para sofocar el pensamiento socialista no fue nada sencilla, no en vano Japón fue el primer país donde se publicó una traducción de las obras completas de Marx (1818-1883) y Engels (1820-1895) en 35 volúmenes en 1932, a cargo de Itsurō Sakisaka (1897-1985), un importante economista marxista que sobrevivió a la cárcel y la purga de los años 30. La dialéctica marxista, el análisis teórico y la colectivización pegaron muy fuerte en el espíritu japonés, y de hecho se puede considerar al país uno de los polos académicos principales de análisis marxista antes y después de la Segunda Guerra (en el medio ya se sabe qué pasó), aunque en gran parte aislado del resto del mundo por la barrera idiomática. Actualmente, a nivel teórico-académico y no tanto está teniendo mucho éxito el libro del filósofo marxista Kohei Saito (1987) 人新世の「資本論」(traducido como El Capital en la era del Antropoceno), editado en 2020, y por mucho éxito se entiende un cuarto de millón de ejemplares vendidos de un tratado sobre la necesidad del decrecimiento económico como condición imprescindible para frenar el deterioro medioambiental, en la línea de su pensamiento teórico anterior, que define como ecomarxismo. En general, los ecologistas tienden a rechazar a Marx por su pasión por el productivismo industrial. Saito explica que no es tan así, y que en realidad sus reflexiones (las de Marx) sobre el vínculo entre economía, industria y entorno natural fueron evolucionando y quedaron inconclusas. Si en el siglo XXI el marxismo va a encontrar un camino para seguir desarrollándose, seguramente va a ser por el lado que dice Saito.

No sólo teóricamente es que el comunismo gana fuerza en el país, porque hoy como ayer conceptos marxistas como el regreso a los tipos arcaicos de la propiedad y la producción colectivas no pueden dejar de despertar ecos en la conciencia ancestral japonesa que menciona Toshio Yamagishi sin que haya bushido ni individualismo liberal que logre aquietarlos. A comienzos de los 50 se legalizaron los partidos comunistas, socialistas, trotskistas y demás, que fueron acomodándose a las nuevas condiciones y a las sacudidas extremistas de los años 60. A partir de 1968, dicen los que saben, se comenzó a formar una verdadera nueva izquierda, y en los años 90 tomó mucha fuerza el movimiento juvenil. El Partido Comunista en particular logró conectar con jóvenes y adolescentes, de manera muy japonesa: bailando coreografías y cantando J-pop.

Hasta 2014. fue una tradición anual el Festival Akahata (“Bandera roja”; Akahata Shinbum es también el nombre del diario oficial del partido; shinbum significa diario o periódico), un encuentro musical que tuvo más de 40 ediciones en las que recibía a delegaciones de juventudes comunistas de decenas de países. Tanto el festival como la tendencia al canto y al baile del Kyōsantō (Partido Comunista) fueron y son agriamente criticados por otras facciones de izquierda, versiones niponas del bolchetristismo local. Y es que tanto el festival como el espíritu general del partido están muy en sintonía con la cultura de Akihabara, el barrio cool de Tokio, dedicado al comercio de electrónica pero también a diversas manifestaciones culturales como el manga, el animé, videojuegos y lo que sea que esté de moda entre la juventud japonesa, sobre todo los otaku. No dando ni un paso atrás, en 2019 el Kyōsantō presentó su nueva cara oficial: la idoru (“ídolo” musical, generalmente femenina, persona real o animación como en este caso) Koyō no Yōko, que en tres videos canta y baila energéticamente algo que sólo puede definirse como kawaii kyōsanshugi (kawaii: encantador, adorable, en general de manera infantil; kyōsanshugi: comunismo). Los videos de Koyō no Yōko se pueden encontrar [en esta página web](www.jcp.or.jp/yokomv/], lamentablemente sin traducción, pero igual son muy adictivos.

Y mientras todo esto sigue en desarrollo y el marxismo kawaii con Koyō no Yōko a la vanguardia trata de salvar a Japón de sí mismo, Shogo acomoda su impecable kimono, sorbe su té, contempla pensativo su katana y medita sobre si el bushido debe salvarse o es mejor dejar que se extinga ante las enseñanzas del gran senséi Marx.

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