Teórico, docente, artista, polemista: desde la década de 1960, a la que vuelve en sus múltiples ensayos, el cosmopolita Luis Camnitzer es una voz distinguible en el panorama de las artes visuales latinoamericanas. Autor de obras como Didáctica de la liberación (Hum, 2008), un largo estudio en el que propone, entre otras cosas, tomar ciertas acciones de Tupamaros como intervenciones performáticas, o de los textos reunidos en De la Coca Cola al arte boludo (Metales Pesados, 2009), en los que reflexiona sobre el conceptualismo y su propia trayectoria, Camnitzer reside en Estados Unidos pero regresa periódicamente a Uruguay, el lugar donde comenzó su formación. El último de esos retornos tuvo lugar en noviembre, cuando vino a presentar Manual anarquista de preparación artística, un ensayo publicado por la editorial argentino-uruguaya Cruce y en el que aborda el asunto de la educación para el arte.
¿Cuál es el objetivo de esta obra?
Surge a partir de una invitación que me hizo hace varios años una curadora en el marco de la Bienal de La Habana. Me pidió que escribiera un par de páginas; le puse “anarquista” con la idea de que el anarquismo siempre ha sido un poco problemático. Después me invitaron a una actividad en una universidad en Lima y extendí ese trabajo a una charla más larga que ellos mismos publicaron. Más adelante lo levantó una revista colombiana, Desbordes, y por último, Diego González, editor y fundador de Cruce, lo descubrió en internet y decidió publicarlo en un librito.
A lo largo del libro está presente la idea del arte como una herramienta o como un medio. ¿Una herramienta para qué?
Para mí el arte no es una manera de producir, que es la mirada tradicional. Tradicionalmente, es de la familia de la artesanía, aprobada por no sé quién, y deja por fuera a otras artes… Por ejemplo, a la fotografía le llevó 100 años ser aceptada como arte y a la serigrafía 5.000. Pero en realidad uno identifica una obra de arte no por cómo está terminada, sino por algo que no se puede explicar, entonces cubre un área que no entra en las palabras y que, por lo tanto, tampoco lo puedo explicar; es lo que yo llamo “artesanía plus”. Eso indica que es parte del proceso del conocimiento y no de la habilidad manual. De ahí se desprende que toda la educación artística está contaminada y mal armada, y que la conciencia del artista tampoco está bien enfocada. A mí me interesa el arte como una forma de adquirir, procesar y expandir la información, y no cómo la presentás. O sea, la presentás coherentemente con lo que estás presentando y no es un fin en sí mismo. Si yo escribo un ensayo a mano, nadie se fija si tengo buena letra o no; pero en arte, paradójicamente, siempre es la buena letra la que cuenta y no importa tanto qué es lo que contiene el mensaje.
¿Todo arte es político?
Yo creo que toda comunicación es política, siempre hay una relación de poder y, por ende, sí es política. Todo arte se inserta en una relación política; si yo digo: “Soy apolítico”, es una declaración política, no hay manera de escaparse. En cierto modo estamos hablando de si lo que estás haciendo en arte se tiene que adaptar a una causa o no. En la medida en que te plegás a una causa estás haciendo arte mercenario, y no lo digo mal, sino en un sentido de que hay que balancear. Si querés que sea arte, tiene que tener el plus. Cuando te dedicás a servir a una causa, estás dejando el plus de lado. Hay mucho arte político que ignora el plus y, entonces, para mí, ya no es arte, puede ser efectivo como propaganda, panfleto o expresión de mi opinión, pero en realidad a nadie le importa, o a nadie debiera importarle.
En un momento hacés referencia a las recetas artísticas. ¿Qué son?
En cierto modo son la garantía de que te sometés al canon que te permite ser conocido como artista.
¿Y quiénes respetan estas recetas?
Todos. Yo también. Porque son las bases de la comunicación, y si te pasás dicen: “Esto no es arte”, y quedás afuera. Depende de quién lo dice, obviamente, pero si lo dicen los entendidos, digamos los guardianes, es un exilio. En ese caso tenés que luchar el doble para cambiar el canon y que te acepten o quedás afuera y punto. La contribución que podés hacer en términos de originalidad es muy pequeña, necesitás un 98% de lo conocido y aceptado, como sostén, para colar un uno o dos por ciento de algo que si estuviera solo no sería inteligible.
También mencionás la idea de desorden constructivo. ¿Qué desorden es constructivo y cuál es destructivo?
Está la destrucción por las ganas de destruir y está la destrucción para ver qué es lo que vale la pena mantener y construirlo de una forma más limpia, sacando los ruidos. Ahora, los ruidos cambian de momento a momento. Por ejemplo, si ahora tocan un oratorio de Bach, eso se convierte en un ruido porque estamos hablando e interrumpe la conversación. Entonces es muy relativo y, en realidad, el caos es una forma de orden incómoda, pero es un orden, y el orden es una forma de caos. En un momento se congela el desorden en algo que percibimos como orden. En realidad, la relación que tenemos con la percepción del universo está basada en eso, estamos enfrentados a un caos que debemos ordenar y nuestras sensaciones permiten crear un orden por lo menos temporal.
¿Cómo se genera o cuáles son las estrategias y vías para desordenar el orden imperante y generar una nueva reorganización?
No hay una receta, para no contradecirme. Pero hay una búsqueda de los límites, podés salirte de ahí o no. Los límites son corporales, o sea, percibís hasta cierto grado. A modo de ejemplo, lo que se nos permite ver son alrededor de 700 nanómetros en una escala de 10.000 kilómetros. Si tomamos la longitud de la Tierra a la Luna, la gama que se nos permite ver es un metro, más o menos. Es decir que prácticamente somos ciegos. Pero con base en esa pequeñez, a esa grieta que nos permite ver la luz, organizamos todo el universo como si fuera verdad. Tenemos que tener conciencia de que estamos viviendo una ficción en cierto punto, que no hay una realidad absoluta, y si la hay no es accesible en la forma filosófica en la que vivimos. Entonces, hay límites biológicos, después hay límites sociales, intereses que determinan que esto está bien y esto está mal. Tenés que seguir lo que la sociedad dice que está bien, como que el postre se come al final de la cena, no al principio. Hay reglas que son absurdas, pero están internalizadas. La noción de rectángulo es una noción económica de eficiencia y la tenemos internalizada como un sistema anónimo de presentación. Los cuadros son rectangulares, pero no vemos el marco, vemos lo que está dentro, es una frontera que separa un interior de un exterior, pero la frontera no la aceptamos como un hecho, hay que hacer un esfuerzo. Ves un cuadro triangular y te llama la atención por el desvío. Ese es el juego con los límites, y esa puede ser una estrategia, pero hay que identificar los límites, y la educación no te ayuda en eso, al contrario, es una lucha constante.
¿Cómo es esto de que el público educa al público? ¿O el público se autoeduca?
Es un ideal, sí. Para mí la educación tiene que fomentar el autodidactismo y no limitarse a dar información, debe haber una reforma importante. Pero lo del público que educa al público surgió cuando fui curador pedagógico de la Bienal del Mercosur en 2007, en donde hicimos que los artistas seleccionados eligieran una frase para definir cuál era el problema que estaban trabajando con la obra de arte presentada. Las frases resultantes estaban en una pared chiquita, cerca de las obras, y el público leía la frase, veía la obra y después dejaba comentarios de en qué medida el artista estaba solucionando el problema que había propuesto o cómo se podría hacer mejor. El público siguiente leía eso e iba dejando sus comentarios. Ese fue un proceso público, no era el artista ni el curador el que estaba tratando de educar, sino que la gente iba educándose a sí misma.
¿Y cómo fueron las repercusiones de ese proceso?
¡Fenomenales! Esa bienal popularmente se llamó “bienal pedagógica”, y no fue un título que le pusiéramos nosotros, sino que surgió del público.
¿Qué pasa con el rol del curador en cuanto al poder y la educación?
Hay varias formas de curar. Está el curador más modesto, que en realidad es el que cuelga objetos en un orden determinado, que lo puede hacer bien o mal. Yo trabajaba en el Drawing Center de Nueva York y la directora que trabajaba allí tenía un ojo increíble en cuanto a museografía; yo le decía: “Vos deberías ser diseñadora de interiores”, lo cual a ella no le gustaba mucho, pero era la mejor curaduría para mí. Después hay un paso más, que ella también lo tenía, que es actuar como vocero de los artistas. Entonces, ahí hay que calibrar el diálogo entre las obras, cómo se comunica una obra con otra para incrementar su lectura, sean del mismo artista o de otros. Y después está el tercer nivel, que es el más peligroso, que es el curador que tiene una tesis y utiliza el arte de los artistas como piezas en el tablero para confirmar su tesis; esa es la gran tentación. Eso lleva a los curadores “divas”, y hay muy poca gente que sobrevive a ese nivel. En 1972, en la documenta 5, Harald Szeemann tenía una tesis muy definida y para confirmarla utilizó esta megaexposición donde mezcló arte popular con alta cultura. Cuando leí la propuesta pensé: “Este tipo está loco”, y después la vi y logró hacerla. Fue una documenta fenomenal. Otro caso similar es el de Okwui Enwezor, nigeriano, que hizo una muestra que se llamó El siglo corto, en la que mezcló todo el panorama inmediatamente poscolonial de África, y también fue fenomenal. Pero estas son excepciones.
En un momento decís: “Voy a tener que explorar la ambigüedad y cómo evitar los malentendidos”, pero un gran número de veces los malentendidos y los errores pueden ser productivos. ¿Esto no sería limitar o censurar la polisemia en algún punto?
Bueno, es una ambigüedad controlada. Por ejemplo, cuando hablamos de manipulación siempre le damos un sentido negativo, pero de hecho cuando hacés arte estás manipulando al público para que perciba dentro de ciertos márgenes que establecés como artista. Cuando hay una causa esto es muy claro, porque si estás haciendo una declaración contra la guerra, no querés que la obra sea tan ambigua como para ser interpretada a favor de esta. Había un pintor norteamericano que durante la guerra de Vietnam hacía cuadros con mercenarios que torturaban a los vietnamitas; eso era muy claro para la gente que estaba en contra de la guerra, pero los que estaban a favor lo miraban y pensaban: “Ah, mirá qué genial, lo están torturando”. Ahí es cuando tenés que entender cómo estás manipulando y a quién. Hay públicos que ya están convertidos, que es la manera fácil de comunicarse, y hay públicos que querés convertir. Y convertir no se trata de explicar o de decir, sino de crear las condiciones para que el público llegue a la conclusión que vos querés sin darse cuenta de que vos ya sabés por dónde querés que vaya, y eso es manipulación. La ética de la manipulación no está en si manipular o no, sino en con qué propósito. Eso la escuela de arte no te lo enseña, pero debería. Las escuelas de arte deberían tener cursos sobre ética, justamente, para calibrar ese tipo de situaciones y evitar el mal uso, y eso se extiende al uso del canon, de si estoy trabajando para entrar en una galería o para que un museo me compre, o para cambiar la opinión del público. Todas esas manipulaciones son distintas y tienen que ser hechas asumiendo la responsabilidad. Es un problema ético.
De acuerdo a tu criterio, gran parte de la producción artística actual es innecesaria y no aporta sentido o conocimiento. ¿Qué es entonces?, ¿sigue siendo arte?
Estamos tratando de definir con palabras lo que sucede entre las palabras. La poesía trata de hacer eso, mal, porque siempre está limitada a la palabra, pero siempre está buscando lo poético. Yo también busco lo poético, pero es inasible en términos de definiciones, a veces lo logro y me doy cuenta después; otras lo logro pero la gente no lo ve… Estás siempre en esa zona indescriptible, precisamente, en la que tratás que esos dilemas y esas preguntas –no son respuestas, sino preguntas– sean transmitidas e investigadas por todo el mundo, no importa si bien o mal. Es ahí cuando yo siento un poco el monopolio que tenemos como artistas. Desde la escuela se nos entrena: hay gente que tiene talento para la actividad manual y gente que no; la gente que se estima que tiene talento es promovida y a la otra se le prohíbe hacerlo. Se termina seleccionando a un grupito que es aceptado que esté apropiándose de una forma de conocer que todos tenemos y que no importa si lo hace bien o mal, importa que lo haga. Yo siempre menciono que cuando aprendés a escribir nadie espera que te saques el Premio Nobel de Literatura, pero cuando hacés arte, sí se espera que termines en un museo, en una galería o en donde sea, y si no es así estás perdiendo el tiempo.
Ahí entramos en otra discusión que es sobre qué es perder el tiempo, qué es el ocio, qué es la inutilidad. Son todas palabras que tenemos como negativas, pero que deberían ser rescatadas como positivas. Porque la inutilidad en el fondo es un campo de libertad, y la utilidad es un campo de opresión. Eso tampoco lo aprendemos en la escuela. El ocio es concedido porque el tiempo está objetualizado y hay gente que lo posee y gente que no. Te dan las vacaciones, te dan la licencia, te dan el espacio; en general, te lo dan para que consumas, porque eso hace funcionar la economía y la economía hace funcionar el país, no a vos, y el país compite con otros países. Entonces está todo al servicio de una ficción extraña en la que no tenés ni voz ni voto.
En todo el texto sobrevuela la idea de la importancia del artista como un ser social en contraposición a un ser individual. ¿Cómo ser un artista con conciencia social? ¿El artista individual debe perder o redistribuir su poder para alcanzar cierta conciencia social?
Depende de cómo te definís como actor social o como profesor, que son dilemas muy parecidos. Yo creo que el buen profesor es el que logra la independencia del estudiante lo antes posible; o sea, que se convierte en una figura prescindible lo antes posible. Lo mismo con el artista: en la medida en que yo sea necesario como artista, soy un fracaso, mi éxito será el día en que no sea necesario. Eso se traduce en que el trabajo del artista no se trata de firmar ni de autoría, ni de permanecer en la posteridad –el museo en ese sentido es el cementerio del artista–, sino de llegar al anonimato. Una contribución, por ejemplo, de Picasso, mientras sea atribuida a Picasso, está encarcelada en el nombre y no llega a tener el efecto que debería tener una vez que se absorbe en el consenso cultural colectivo y pasa al anonimato. Ahí es cuando afectás a la sociedad, además permitís que se convierta en una convención, que termina siendo el blanco de una nueva renovación. Es decir que incluso es un anonimato efímero, y es en ese proceso en que el artista debería tratar de entrar, en lugar de buscar permanecer el mayor tiempo posible en la pared del museo. Allí está la oposición entre el narcisismo y la acción social.
Yo colecciono museos, no es que los museos me coleccionan. Esa es mi estrategia. Porque cuantos más museos tengo en mi colección, más credibilidad tengo, y esa credibilidad la uso para decir lo que digo en esta entrevista. Entonces, ahí importa, y hay una especie de cinismo, que tenés que evitar que te atrape y ser consciente de él. Yo quiero tener 50 museos para poder decir lo que quiero y no puedo permitir que eso sea afectado por esa otra actividad.
¿Volverías a ser artista o preferirías ser educador? ¿O es lo mismo a esta altura?
Son lo mismo: yo veo el arte como una filosofía visual. La materialidad asociada con la producción es el papel que envuelve el paquete de un regalo, el papel no es importante, es importante que sea coherente con lo que está dentro. Pero no se trata de vender papel de regalo, se trata de regalar. Esa parte del regalo real es cómo te afecta el conocimiento, el propio en la investigación y el de los otros. En otras palabras, cómo libera a la gente; es un proceso pedagógico. Entonces, ¿dónde es arte y dónde es educación que ya no importa?
Yo nunca quise vivir del arte, siempre viví de la enseñanza. Últimamente, estoy vendiendo obras y estoy muy contento; si alguien quiere comprar una obra mía es su problema, no es mi problema; hay gente fetichista y gente que no. Pero me permite hacer otras cosas. Y si querés vivir del arte estás de entrada abierto a un sometimiento. Entrás en el conflicto de si hago un cuadro amarillo y lo vendo, el próximo cuadro amarillo que haga yo mismo no voy a saber si lo hago porque vendí uno o porque la investigación no había sido completada. Y esa duda es muy insidiosa y a mí me mueve el piso, preferiría no completar la investigación y sentirme bien a tener la duda de si me estoy prostituyendo. Antes de caer en eso prefiero hacer un cuadro rojo.
¿Cómo ves hoy la educación artística en Uruguay?
Todavía están los coletazos de la dictadura. Hubo un período sin educación pública artística, la Escuela de Bellas Artes había sido cerrada por la Universidad y después la dictadura confirmó su cierre. En ese momento la educación pasó a talleres privados de artistas, algunos buenos y otros no, pero la voz estaba enmudecida. Cuando reabrió la Escuela, para mí, reabrió mal. Era la oportunidad de cambiarla porque estaba fosilizada. Los ejercicios que hacíamos en 1960 todavía se estaban aplicando 50 años después; no había generación de conocimiento, ni relacionado a la contemporaneidad ni relacionado al ejercicio creativo de los profesionales. Eso ahora está cambiando. Por suerte, una cantidad de gente se está jubilando, lo que ha permitido una apertura, que espero adopte otro tipo de políticas. Así que tengo esperanzas. Yo estuve enajenado de la Escuela por 40 años y recién ahora retomo el diálogo. Con la educación privada hay otro problema, que es un problema de estratificación social, que no sucede sólo en Uruguay, sino que es internacional. Lentamente, la producción de arte está quedando en manos de gente que tiene los medios para sobrevivir aunque no venda, pero deja de ser una manifestación colectiva general: representa a una clase económica, y eso refiere a un canon.
¿Creés que las colecciones nacionales deben ser revisadas a la luz de cuánto impacto han provocado y cuánto han llegado sus obras al público? ¿Considerás que las colecciones nacionales uruguayas hacen ese mapeo o cartografía de forma justa o correcta?
Yo no sé qué hay en los sótanos, sé que hay una cantidad de problemas, básicos desde la conservación, de interés… Yo doné obras al Museo Nacional de Artes Visuales que están en Buenos Aires desde hace diez años y no las recogen, no sé qué pasa, pero no es un problema mío. Con las colecciones y las exposiciones, querés promover a artistas que todavía no están en su apogeo, la muestra los ayuda a que lleguen, y esa es una función del museo. Este es un problema que está metido en el proceso del objeto artístico y la formación debería analizarlo de entrada, educando a los futuros artistas para que ubiquen dónde está lo que quieren comunicar, cómo presentarlo y cómo lograr que sea efectivo, aun si no está en el estado de perfección. Por tanto, si llegás a esa conciencia de los dos lados, del institucional y del educativo, una muestra puede ser un laboratorio de investigación para el público y para el artista, y crear una retroalimentación que lleve a término el producto. Pero el museo está interesado en mostrar íconos y el artista está interesado en crear íconos; y al poner el foco en el ícono vas creando objetos que son contenedores de poder, que dejan al público afuera. El público viene a admirar la obra que se supone que es perfecta porque está en el museo. Esa relación de poder es nefasta. Si, en lugar de pensar en íconos, pensás en procesos de conocimiento, en compartir metodologías de conocimiento y en promover la forma de conocer, pasan otras cosas. Eso no lo veo en ningún lado.
Manual anarquista de preparación artística. 70 páginas. Cruce, 2023.