En la muestra que aloja el Centro de Exposiciones Subte, que parte de un concurso organizado por la Intendencia de Montevideo a la que se presentaron más de 400 obras, se distinguen tres vertientes creativas. Una que apuesta por un mensaje político claro, con abordajes de temas como los derechos de las minorías, la corrupción gubernamental, la salud mental, el racismo y el abandono de pueblos originarios. Otra que va por lo personal, lo doméstico y la familia, mientras que en una tercera predomina la contemplación de la ciudad y la naturaleza.
En la obra de Marcos Medina, ganadora del primer premio, es claro que la protagonista es la violencia, pero no sólo la que está solidificada en el sistema, sino también la presente en las relaciones y en lo cotidiano. El uso de trazos gruesos y desparejos acentúa la idea de movimiento y ferocidad que predomina en sus ilustraciones. Vemos un cuerpo que sufre, charcos de sangre, cabezas gachas, manos en la espalda, policías sin cara. Y por otro lado una idea de lo sagrado que atraviesa todo. Su estilo claramente bebe del cómic, pero también de los más subterráneos fanzines, y de la estética del punk y el hardcore. Hay flechas que apuntan a palabras sueltas, como en un intento de explicar lo inexplicable, que también llevan a preguntarnos cuál es nuestro rol en todo esto.
El segundo premio fue para Retratos a la Patria, del Colectivo Boicot, que utiliza la moda, típicamente asociada a lo frívolo, para expresarse políticamente. En una búsqueda de nuevas representatividades, las fotografías que vemos fueron protagonizadas por mujeres trans, lo que se enfatiza con el fragmento del manifiesto de Pedro Lemebel que acompaña sus fotografías. Las imágenes, a nivel de iluminación, encuadre, vestimenta, no tienen nada que envidiarles a las producciones de moda de alta costura. Pero hay elementos asociados a la cultura popular uruguaya que producen un choque. En primer lugar, se resignifican ciertos símbolos: la moña escolar, los laureles y el sol que visten nuestro escudo. Hay manos de tijeras doradas y una sirena con la bandera de los Treinta y Tres Orientales clavada en el estómago.
Un ejemplo claro es la fotografía que alude a María Antonieta, donde la referencia parece ser la película de Sofia Coppola. En una reconstrucción muy elegante de una de sus escenas vemos a una reina que descansa en un banco, pero en lugar de rodearse de tortas rosadas y blancas, la encontramos cercada por pop, churros y manzanas acarameladas. El nombre de la imagen es directo: si hay hambre, hay lucha. Tampoco se eluden los temas actuales. En otra foto destaca un vestido amplio, estampado con sellos de pasaporte. La modelo que lo lleva tiene la cara cubierta por una media negra, al estilo de un ladrón, y se encuentra ingresando a un ascensor que se dirige al cuarto piso.
En las libretas de Francisco Cunha hay un recuento del exceso de estímulos que nos atraviesa cuando salimos a la calle: números de puerta, nombres de calles, autos, bancos, personas, luces, semáforos, papeleras, plantas, perros. Su propuesta toma la forma de un inventario; desarma la ciudad. Podría haber optado por ilustrar una calle flanqueada por edificios, pero opta por dibujos sin demasiado detalle, unas escasas líneas temblorosas, uno por cada elemento que ve. Así elabora otra forma de pensar lo que vemos a diario, donde radica su fuerza. Nos lleva a preguntarnos cuánto hay ahí de Montevideo, y cuánto podría ser de una ciudad cualquiera. El hecho de que haya elegido una libreta como lienzo (en realidad son varias, desparramadas en una mesa) le da un aire íntimo, pero también lúdico. Uno se imagina el vértigo del desafío diario de abrir la puerta y dibujar allí todo lo que se cruza ante la mirada.
La obra de Sofía Auliso permite ver la cocina como un espacio artístico y significativo. Está enfocada en las manchas que dejan alimentos y bebidas, una señal clara que dice: alguien vivió aquí. “La cocina es un objeto utilitario que recopila en sus texturas memorias de acciones fugaces. El mantel avejentado por el uso o la copa resquebrajada por un brindis eufórico”, dice el texto que acompaña. Se trata de un tríptico, con lienzos de más de un metro que, para acentuar su apuesta por lo doméstico, están colgados de una cuerda con palillos. En las ilustraciones, las líneas negras se cruzan formando figuras angulosas que ofrecen miradas de distintas cocinas. Pero Auliso no se quedó allí: para ejemplificar su punto usó las propias obras de mantel, por lo que tienen manchas superficiales que parecen indicar el apoyo de una taza o un café derramado. Así, se distingue una perspectiva original, que motiva a pensar en las marcas o recuerdos que dejan las personas en su vida cotidiana y en lo mucho que puede decir una casa de nosotros.
En El traje de mi viejita Denisse Torena crea un espacio hogareño y acogedor dentro de una sala de exposiciones, logrando que parezca el living de una abuela, su abuela. El espacio está lleno de objetos que pueden generar identificación en cualquier nieto: una plancha de hierro, plantas con flores, una mesita donde se apoya una caldera, un sillón de mimbre, todo acompañado con su correspondiente mantel blanco tejido y de bordes redondeados. En una pantalla se reproduce un video donde se la ve hablando con paisajes campestres de fondo, contando anécdotas. La instalación funciona porque apuesta por el afecto y el reconocimiento, genera una sensación de cercanía y –siguiendo en la línea de la propuesta anterior– permite reflexionar sobre cuánto queda de las personas en sus objetos cotidianos.
En Limpieza, de Federico Lagomarsino, vemos en una serie de fotos en blanco y negro una acción sencilla, un hombre limpiando en la plaza Independencia. Nada es demasiado llamativo. La sorpresa aparece al leer el texto que la acompaña. Ahí comprendemos que lo que el protagonista de las fotos intenta limpiar es la huella negra que dejó un hombre que se prendió fuego en mitad de la plaza. Acá lo simbólico opera de distintas maneras. Está el lugar, su centralidad, su ubicación frente a la Torre Ejecutiva, lo que representa y lo que aloja. También la idea de querer borrar, ocultar, olvidar a través de la limpieza. Y la dificultad que implica: debajo de la mancha negra emergió una blanca. Así logra decir mucho con poco e invita a profundizar, entre muchos otros, en un tema como la salud mental, que aún se mantiene como tabú en nuestro país.
A pocos pasos vemos otra propuesta que impacta con lo escrito. Desde la distancia distinguimos formas en colores pastel que recuerdan a tortas, postres o flores. Algunas están rotas, rayadas. Sobre la pared hay pegados varios dibujos con trazos inseguros en negro que parecen representar caras. Si bien el conjunto puede resultar confuso, da una idea de tranquilidad y complacencia, con elementos que podrían decorar una fiesta de 15 o un casamiento. El texto que acompaña es fuerte y directo. Allí Adela Casacuberta narra lo que implica para ella realizar esas ilustraciones desde su discapacidad motriz. En esos múltiples retratos está presente el cuerpo, la identidad desde lo físico, las distintas versiones de uno mismo. Esa mirada inicial azucarada se diluye. El nombre de la obra parece resumir el pensamiento de la artista: Retratos desde la ruina.
Hay una tercera obra donde la perspectiva se tuerce al leer el texto que la acompaña. En Colección Carimba, de Alejandro Cruz, se eleva ante nuestros ojos una distinguida exhibición propia de una joyería. Sobre un fondo azul marino se acomodan varias cajitas acolchonadas con anillos que aparentan ser de oro. Cuando nos detenemos en lo escrito a su lado, la realidad es distinta. Cuenta el origen del Carimbo, marca que se aplicaba con hierro caliente a los esclavos en la época colonial, de la que el Río de la Plata no fue excepción. Los anillos llevan grabadas algunas de esas marcas de propiedad. Destaca la idea de que elijan representar la historia a través de joyas, una posesión que otorga estatus, porque se trata de eso: de posesiones, de poder, de personas como objetos. También de cómo ese racismo perdura y se mantiene en las siguientes generaciones, que cargan con él como una marca.
Ganadora del cuarto premio, la obra de Teresa Puppo habla de la pérdida del lenguaje, del charrúa y del guaraní. Así hace referencia a palabras que usamos a diario desconociendo su origen, desde Yaguarón hasta Ituzaingó. El video que exhibe muestra a una descendiente de charrúas mientras una voz en off lee un poema en español y guaraní. A la mujer no la escuchamos, está silenciada. Las imágenes son poco claras, se mueven, no hay foco, saltan imperfecciones del fílmico, se oye un eco, las pantallas se apagan y se prenden, el video está en loop. Todos estos elementos crean una sensación de incomodidad, de impacto, que se vincula con la temática que trata, ya trabajada desde hace años por la artista.
El tercer premio fue para la videoinstalación Sexagenario con pantalón azul, de Osvaldo Cibils, donde predominan el ritmo y la repetición, con un singular uso de las sombras, los objetos domésticos y los aparatos.
Ante el predominio de la reflexión, Gastón Haro parece apostar por lo sensorial y presenta fotografías de flores coloridas sobre un fondo negro. Los amarillos, fucsias, naranjas y violetas contrastan a la perfección con la oscuridad. Permite así detenerse en sus formas, admirar la naturaleza por lo que es capaz de crear. No son las flores que estamos habituados a ver, son raras: algunas con capullos en forma de corona, otras con pétalos que caen hacia abajo, algunas parecen pájaros, otras criaturas marinas. Haro las exhibe como en un laboratorio, como si se pudiera aislar su belleza.
51º Premio Montevideo de Artes Visuales. En el Centro de Exposiciones Subte (plaza Fabini) de lunes a sábados de 12.00 a 19.00 hasta el 31 de enero. Entrada gratuita.