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Adrián Caetano.

Foto: Ernesto Ryan

Adrián Caetano debuta como director teatral con La gayina

8 minutos de lectura
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El cineasta se puso al frente de un elenco de la Comedia Nacional y estrena su versión de Quiroga este sábado en el Solís.

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Adrián Caetano pasó su niñez y primera adolescencia en el Cerro. Cuando se fue a vivir a Buenos Aires sintió el cambio: “No es que me fui del centro de Montevideo a Buenos Aires: me fui del Cerro a Buenos Aires. Fue un shock cultural. Al poco tiempo me fui a Córdoba y ahí me sentí mucho más cómodo, es más parecido a nosotros”. Durante ese tiempo no cortó el vínculo con nuestro país: “Nunca dejé de venir. Creo que la vez que estuve más tiempo sin venir fue entre 2006 y 2010, por una crisis económica grande que hubo, pero después todos los años venía. O de vacaciones con mis hijos, o a ver familia, alguna vez por trabajo, como fue la serie Uruguayos campeones”.

Varios factores fueron sumándose para que finalmente decidiera volver a vivir a Montevideo durante la pandemia: “El gobierno de [Mauricio] Macri, la pandemia, el que allá no se podía filmar y acá sí. Me llamó la gente de No te Va Gustar para hacer un videoclip, crucé el charco y después me fui quedando. En Argentina seguía la gente encerrada y acá podía caminar, podía ver gente. Ahí empecé a cranear un poco la película que hice con Netflix, Togo. Y me salió más laburo afuera. Siempre me quería venir a vivir a Uruguay y por un motivo u otro no la pegaba, y ahora que no me lo había propuesto me fui quedando. Y acá estoy”.

La mayor parte de los personajes de tus primeras películas y series no pertenecen al universo más urbano sino a las afueras. ¿Tiene que ver con el Cerro?

Yo creo que todo tiene que ver con todo si uno es realmente consecuente con lo que le pasa a la hora de sentarse a escribir o de pensar una película. Mi viejo fue proyectorista en el cine del Cerro y el 60% de mi cultura cinematográfica transcurrió en el barrio. Después me fui a Buenos Aires y seguí yendo al cine, pero no con la misma asiduidad: en el Cerro iba al cine casi todos los días. Me acuerdo cuando venían las vacaciones y te daban los bonos escolares con descuentos. Yo vengo de una familia bastante humilde en general y el cine era un gran escape. Pensá que yo me fui de acá viviendo el peor Uruguay, sobre el fin de la dictadura, entonces el cine era como un sano lugar de escape a toda esa realidad bastante dura que vivíamos.

Solés hacer referencia a que te gusta la narración cinematográfica clásica, empezando por John Ford.

Sí, pero no sólo en el cine, en la literatura también: Salgari, Julio Verne, Poe; un poco más adelante, Borges, Cortázar. Y Quiroga, por sobre todas las cosas, Quiroga. Porque me quedaba cerca, porque lo había leído mi vieja, lo había leído mi viejo, lo había leído mi vecino. Quiroga era un referente cultural súper sólido. Leí Cuentos de la selva cuando era chiquilín y me gustó, pero leer Cuentos de amor de locura y de muerte fue como una piña en la cabeza. No sé si de literatura precisamente, sino de imaginario. Ese imaginario oscuro, profundo, muy cruel y muy cercano, muy nuestro. Así que sí, lo clásico me tira. Y no sólo lo clásico en sí, porque Victor Hugo también es un clásico de la literatura, sino lo clásico popular, que no quiere decir banal o pobre –hay gente que hace ese linkeo fácil–, sino popular por su forma de comprensión. Es más fácil escribir difícil y que no te entienda nadie que escribir sencillo y que te entiendan todos.

En series como El marginal y Tumberos se percibe ese interés por lo popular.

Tumberos era mucho más sofisticada. Era muy popular pero tenía una sofisticación muy complicada, tenía un mambo onírico, la política y la magia negra. Creo que El marginal es muy popular pero sin toda esa magia: sólo el mundo de la cárcel, sólo la violencia.

Tito Prieto, que trabajó en Togo y en Uruguayos campeones, recuerda verte en el Catete, el boliche que tenía tu abuelo y que tiene que ver en parte con esos universos populares también.

El Tito era más chico que mi vieja y más grande que yo, entonces no llegaba a ser amigo de ninguno de los dos, pero me acuerdo de él, claro. Yo ayudaba a mi abuelo a atender esa cantina, una cantina de timba, de carrera de caballos, de fútbol y de casín; se jugaba mucho al casín ahí.

“Cuando filmás algo y lo proyectás es una película, no importa si está bien filmada. Y en el teatro pasa lo mismo: lo que pasa en el espacio arriba del escenario es teatro”.

¿Habías tenido algún vínculo con el teatro antes de ponerte a dirigir La gayina?

Por 2015 me ofrecieron hacer una obra en la calle Corrientes y por razones personales no pude hacerla y me quedé con ganas. Cuando me vine para acá me llamó Rogelio Gracia, que es un amigo, y me dijo: “Che, estoy haciendo un musical con el coro de niños del Sodre y está bueno pero no tenemos noción de puesta en escena”, y me mandé. Eso lo tomo como la primera vez que me metí un poco en el teatro. Era hacer la puesta en escena de un musical con más de 100 niños. Se llama La principesa, una versión femenina de El principito. La hicimos en 2021 y el año pasado, y en los dos casos le fue muy bien. Ahí empecé a darme cuenta de cómo era más o menos la puesta en escena, pero lo que estoy haciendo ahora es totalmente diferente.

Foto: Ernesto Ryan

Estoy aprendiendo un montón de cosas y me doy cuenta de que no sé tanto de teatro. Pero me pasa como con las películas: cuando vos filmás algo y lo proyectás es una película, no importa si está bien filmada. En el teatro pasa lo mismo: lo que pasa en el espacio arriba del escenario es teatro. Será teatro de este o del otro, pero es teatro, y estoy descubriendo eso. Lo que más me divierte es que es un desafío, algo nuevo.

La verdad es que llegué ahí porque me convocó la gestión, me convocó Gabriel Calderón. Yo tenía ganas de hacer algo en audiovisual y teatro al mismo tiempo, y un día le dije que tenía ganas de filmar Ana contra la muerte. Nos juntamos a charlar y un día me dijo: “No la voy a hacer porque me llamaron para dirigir la Comedia Nacional”. Al poco tiempo me llamó y me convocó para hacer un clásico. Me habló de García Lorca y le comenté que tenía ganas de hacer algo de Horacio Quiroga, que es un proyecto que tengo desde hace años: había reescrito La gallina degollada como guion de película y la mandé acá como en tres oportunidades a concursar. La mandé al FONA, al ICAU, pero nunca tuve la suerte de que ganara. Y cuando Gabriel me habló de los clásicos, le dije que para mí Quiroga es un clásico. Y ta, encaramos.

¿Cómo fue el trabajo de adaptación? Roberto Suárez aparece como asesor en la dramaturgia.

Sí, también fue una sugerencia de Calderón. Lo que hizo él, que me parece que está bueno y le agradezco, es rodearme de gente que sabe mucho de teatro. Porque hay cosas que son diametralmente distintas al cine. Lo que hice fue agarrar el guion que tenía de la película y adaptarlo a un libreto teatral. Después lo empecé a hablar con Roberto, me tiró un montón de puntas y lo fui acomodando. Y Gabriel también me estuvo dando una mano en los ensayos. Lo que más me interesa es la mirada externa que ellos tienen, que es lo que más me ayuda. Y tengo un elenco increíble.

“El trato hacia la discapacidad es el gran problema de la sociedad, es la discriminación per se”.

¿Cómo fue la búsqueda del contraste entre la niña rubia y “normal” y sus hermanos con discapacidad?

Leyendo el cuento en profundidad, creo que la gente quiere la vida sin problemas y ante cualquier problema lo esconde o lo ignora, lo deja tirado. Como que se ha puesto muy superficial la vida. Quiroga tenía una mirada de repente demasiado compleja, era todo lo opuesto. Creo que de lo que quiere hablar el cuento es de eso; amén de que la discapacidad es el gran problema de la sociedad, es la discriminación per se, porque la gente con discapacidad no se puede nuclear, en particular la que tiene discapacidad intelectual. Y la verdad que viviendo acá y ensayando la obra y leyendo me doy cuenta de que esta es una ciudad súper inhóspita para la gente con discapacidad y ese es un problema para la sociedad. Si estuvimos no sé cuántas décadas para hacer las bajadas de los cordones en las esquinas, imaginate con otros temas.

La obra es como una piña muy fuerte de realidad a una pareja que lo único que esperaba de la vida eran cosas bonitas, ideales. Y creo que el comportamiento bastante fascista, si se quiere, de la gente “normal” es que a los problemas hay que eliminarlos. No hay que enfrentarlos, debatirlos y solucionarlos; hay que eliminarlos. Pasa con la gente en situación de calle. Ya he visto en varias oportunidades que la Policía los levanta y los saca; no soluciona el problema, no sabe qué hacer con ellos, pero como que los saca. Y es una discriminación de la peor calaña con los más débiles. No se puede defender a alguien con discapacidad si no lo cuida alguien más, y la sociedad no está preparada para cuidar a nadie últimamente. Esta familia tiene que ver con eso: las cosas no son como ellos esperaban, pero en vez de afrontarlo lo esconden, lo tiran a la basura y no se hacen cargo. Y es muy difícil construir cualquier cosa así.

¿Cómo se traduce eso escénicamente? Hay momentos muy crudos.

Yo no eludo ningún momento, pero tampoco mi intención es ser morboso. Porque la obra pasa por otro lado, pasa por el desprecio por el débil. Hoy, más que nunca, hay un gran desprecio por la debilidad. En la obra el desprecio llega al punto de que hay un abandono, como si eso no fuera a traer consecuencias de alguna u otra manera. Hay tanto odio y tanto desprecio que es inevitable que eso se te vuelva en contra. Y ahí es donde radica el terror. El terror para mí siempre radica en lo cotidiano. ¿Qué es lo que más terror te da? El terror cotidiano, el terror en la paternidad y en la maternidad. Y en los hijos. Y en los niños eso es súper terrorífico. Pero también lo que sufren estos niños es terrorífico. Y es una obra de terror pero también es una tragedia griega y un melodramón. Tiene todos los condimentos como para que la pasen mal. Y ojalá también permite reflexionar un poco sobre el lugar que les damos a las cosas que no suceden como esperamos que sucedan.

¿Por qué la sugerencia de que el público vaya de negro, blanco o gris?

Porque la obra es en blanco y negro. Hay algo re loco en el imaginario de la gente de que el blanco y negro es como si fuera más real. Y es todo lo contrario, porque vos ves en colores, no en blanco y negro. Pero la idea del blanco y negro es tenerte como en un domo de realidad, de que lo que va a pasar ahí tiene algo de verdad. Y como es en 360 grados, los que están enfrente también deberían estar en blanco y negro para no perder esa estética. Por eso se pide por favor que la gente vaya en esa gama de colores.

El año pasado se cumplieron 20 años de Un oso rojo, que coincidió con una gran crisis social y política en Argentina. 20 años después, vuelve a haber una crisis económica tremenda en Argentina. ¿Ves algún paralelismo entre aquel momento y este?

Yo creo que ahora es peor, porque lo que se propone es volver al pasado. No puede ser que las propuestas de solución sean volver al pasado. Me acuerdo de que cuando la crisis de 2001 se vivía con esperanza, decíamos: “Esto es una crisis, pero vamos a salir y vamos a salir bien”, y fue así. Vivimos la crisis, se rompió todo y tuvimos la suerte de que vino el kirchnerismo a gobernar y empezó a haber laburo y empezó a haber estabilidad. Y no sé si es tan sencillo ahora. Porque los que dicen traer soluciones auguran que vamos a estar peor y que todo es culpa de lo bien que estuvimos. Es como un castigo lo que vamos a vivir. Bueno, acá también estaba eso de “se acabó el recreo”. No sé por qué nos van a castigar, pero se ve que ganas de castigar no les falta.

La gayina en la sala Zavala Muniz del teatro Solís. De jueves a viernes a las 20.30 y domingos a las 18.30 durante junio y julio. Entradas desde $ 250 a $ 400 en Tickantel.

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