La clave es la ambigüedad: los actores utilizan sus nombres y sus gestos habituales, pero están accionando y relacionándose en una zona híbrida. Camuflaje y mutación, quiebre y duda son maneras de adelantar el viaje que propone El vapor que incendia las tablas, una propuesta que se mantuvo dos temporadas en el circuito alternativo porteño y que cruza el charco sólo por este fin de semana.
Pero no es la primera vez que su responsable, el director, dramaturgo y músico santafecino Francisco Barceló, viene a Montevideo por cuestiones artísticas. “Fui al teatro Solís con Ojalá las paredes gritaran. Estaba como asistente de dirección y como stage manager. Hicimos cuatro funciones; nada, una experiencia increíble. Y este año estuve con Magela Zanotta, con un drama, Lo que queda de nosotros, en el que también era asistente de dirección, en la Hugo Balzo del Sodre. Es muy amable la gente ahí, así que todo es muy cálido siempre”, apunta.
El espectáculo que lo trae de regreso lo implica de varias formas, ya que parte de su tesis en dirección escénica de la UNA, la Universidad Nacional de las Artes, y plantea un puente entre la experiencia de interpretar y la de quien ocupa una butaca.
“Yo me estaba recibiendo y empezó la pandemia, entonces le di una vuelta a mi tesis. En ese momento trabajaba como guardia de sala de un museo y había una muestra de Alberto Greco; empecé a recorrer todas las salas en busca de un poco de inspiración. Y veo que por cómo estaba dispuesta la muestra, había muchas huellas, firmas, sellos de entrada y salida de un país atrás de los cuadros. Había cosas que hacían que la obra se extendiera más allá de lo que el artista había dejado. Como que el tiempo de la obra para mí también hacía a la obra. Entonces empiezo a investigar hasta dónde está la representación ahí y hasta dónde se empieza a escabullirse de sí misma. Ahí busco ver dónde está puesto el foco de la ficción, hasta dónde develar y hasta dónde entrar. Empieza a aparecer esta idea de ficción y realidad, pensando que el cuadro, en ese sentido, era la ficción, y después toda la realidad que había vivido ese cuadro”, rememora.
Con esa inquietud establece cierto código con su elenco: “Empezamos los ensayos y a investigar, a probar con el cuerpo del actor y de la actriz, e ir torciendo. Por momentos parábamos el ensayo y después seguíamos para extender ese pacto ficcional, de decir, ‘bueno, paramos pero seguimos actuando’. ¿Y qué pasa si acordamos que paramos pero seguimos? Hasta que tuvimos que poner una palabra para cortar de verdad”. Entre tantas contorsiones, ese salvataje terminó siendo “azúcar”, un vocablo adecuado porque no lo usaban nunca como parlamento. Y tenía sentido, como buen excitante que es, utilizarlo para despabilarlos, para poder escapar.
Es que el juego escénico aparenta ser a varios niveles: se desarticulan la estructura y el relato. ¿Qué queda cuando se manipula el eje realidad-ficción? “Una obra que va jugando un poco con ambas. Lo que hacemos, también, es mucho corte. Entonces estamos metiéndonos en la representación y el espectador solo va entrando por convención. Hoy en día el discurso es tan maleable… Uno va a ver teatro y ya se entrega. Cuando lo metiste tanto al público y lo cortás de pronto, ahí develás cuando estás rompiendo la ficción. Pero si a esa ficción, en vez de con realidad, la cortás con más ficción, empezás a desarmar. Y van quedando como ovillos que después uno también va tejiendo en ese relato. Entonces, uno mismo genera mucha identificación con toda la parte de representación. Al hacer tanto contraste es como que algunas partes te dieran un tortazo”.
Difícilmente se pueda en este caso hablar de trama sin aludir a la forma. “Están yuxtapuestos, son parte de lo mismo. A mí particularmente no me gusta dar de comer en la boca”, argumenta Barceló sobre la estrategia de construcción. “Que cada cual haga su propio recorrido. Si bien estamos todos en la misma mesa, que cada cual se sirva lo que le gusta”, cuenta quien actualmente se desarrolla como productor técnico en el teatro San Martín de Buenos Aires y es ayudante en escenotecnia en la cátedra de Diego Siliano en la UNA.
Los ensayos comenzaron como un laboratorio, explica, ya que la dramaturgia es colectiva: “Fui haciendo un trabajo de dirección presentándole ejercicios al elenco y ellos trajeron de ellos también, porque en la obra somos nosotros los que estamos ahí, con nuestros nombres y nuestro ser. Fuimos haciendo trabajos y después editando el material que otro escribía, entonces también estaba eso colectivo de ceder lo propio y que el otro le meta mano a lo que uno largó y escribió”, recuerda.
Luego la obra necesitó sumar gente al equipo para definir los demás rubros, pensar un vestuario sutil, acorde a lo que cuenta, aparte de marcar las coreografías y definir una escenografía que recrea “un loft, con un set de filmación, con un living”.
“Creo que lo metateatral va a estar siempre”, estima Barceló. “De hecho, estoy escribiendo otra obra en la que está muy presente. Creo que hay algo de hacerse cargo del propio lenguaje que el teatro trae y ponerlo a jugar. Vino y se va a quedar, al menos por un tiempo. Porque me gusta el chiste del teatro: que podamos mentirnos y decirnos que nos estamos mintiendo, me parece un gesto honesto en un punto. Venimos arrastrándolo de las últimas vanguardias y creo que es como una expansión de eso”.
El vapor que incendia las tablas, este sábado y domingo a las 20.30 en la sala Hugo Balzo del Auditorio del Sodre. Entradas a $ 450 en Tickantel y boletería de la sala.