Los Ángeles, 2029 y un plano estático aterrador: una maraña de fierros retorcidos yace junto a varios fósiles humanos. Al fondo, el panorama es igual de desolador, lleno de esqueletos de edificios. Al segundo de empezar, todos los signos nos gritan “apocalipsis”. Irrumpe una ráfaga de rayos láser, seguida de una nave de otro tiempo. La distopía se termina de pintar. De repente, primer plano de una especie de tanque de guerra futurista que aplasta –como si fueran nueces– a un montón de cráneos apilados. Un breve texto nos dice algo de una guerra entre máquinas y humanos, pero que la batalla final no será en el futuro sino en el presente.
Aparecen los créditos iniciales, como digitados por computadora, y por el fondo se desliza un contorno metálico y azulado, se prende la llama del misterio. La música aporta más de la mitad del aura inquietante: la base percusiva suena metálica pero bombeante, es el golpeteo de una máquina, y a su vez es rítmico, orgánico, late como una vida; es el corazón de un aparato. La base se entrelaza con el sintetizador, que suena tan ochentero como futurista, con una melodía misteriosa y épica. Las líneas azuladas se alejan y por fin vemos el título de la película.
Hace 40 años se estrenó en casi todo el mundo The Terminator, de James Cameron (en Montevideo se pudo ver por primera vez en julio de 1985, en el extinto cine Trocadero), protagonizada por Arnold Schwarzenegger, y el resto es historia y distopía. Una película producida con escaso presupuesto, para lo que es el estándar de Hollywood, de la que nadie esperaba mucho, pero que resultó un éxito que catapultó las carreras tanto del director como del actor austríaco y dio inicio a una franquicia explotada hasta niveles apocalípticos.
Cuando ideó y dirigió Terminator, Cameron rozaba los 30 años y era un director más que desconocido: tenía un solo film, Piranha II: The Spawning (1982), que es de terror, pero no por el género: quizás sea la peor película debut de un director que luego se volvió pornográficamente mainstream. Era la continuación de Piranha (1978), pero ahora los peces carnívoros volaban, porque habían sido modificados genéticamente para pelear en Vietnam...
En los 80 se llenó de películas clase B del clásico “vigilante” que vaga por la noche en plan vengativo, matando gente por fuera de la ley en la ciudad yanqui corrompida de turno, como The Exterminator (James Glickenhaus, 1980), y quizás no fueron pocos los que pensaron que Terminator era otra de esas, para olvidar apenas se sale de la sala de cine.
Andá, máquina
Pero Cameron se las ingenió con una idea de ciencia ficción y acción, con volteretas del tiempo: en el futuro, las máquinas adquieren una inteligencia artificial tan avanzada que les da por rebelarse (comandadas por Skynet) contra los humanos, se arma la guerra nuclear y todo eso. Pero, como el líder de la resistencia humana da batalla, las máquinas mandan un Terminator al pasado, un cyborg (“humano” por fuera, máquina por dentro), con una potencia imparable, para matar a la madre de aquel rebelde. Así no nace, se ahorran la guerra, etcétera.
La pericia de Cameron –que coescribió el guion junto con Gale Anne Hurd, su entonces esposa– para dosificar la información y dar lo mínimo indispensable, con el fin de mantenernos en vilo y a su vez imaginar todo lo demás, es magistral. Con la economía del guión se van construyendo los personajes, a paso lento pero amenazante. Es como aquella famosa teoría del iceberg de Ernest Hemingway, bien minimalista: al principio nos queda claro que el tipo ese grandote, callado y temerario quiere matar a una tal Sarah Connor (Linda Hamilton), pero no sabemos por qué –y ella tampoco–. Entonces, todo se va dilucidando y encajando como un puzle: la quintaesencia del cine, alejada de la sobreexplicación seudocientífica que ostenta algún que otro director, y con escenas de acción a secas de puro espectáculo.
De todos modos, nada de esto tendría gancho si no fuera por quien encarnó (¿o “maquinó”?) el rol de Terminator. Schwarzenegger es el mejor de los peores actores. O sea, es el Marlon Brando de los que “no saben actuar”, pero Cameron le dio el papel de su vida. La clásica frase “es un aparato”, para etiquetar a un intérprete rudimentario, le calzó justo al humano con más pinta de cyborg. Moverse sin swing y sin pestañear y hablar muy poco, ideal para este fisicoculturista devenido en actor. Incluso, su natural tono de tosco austríaco terminó de darle la brisa de otro tiempo y espacio, como si las máquinas que lo programaron no hubieran escuchado nunca el fluir del buen inglés (es famosa la anécdota de que Schwarzenegger tenía problemas para decir la frase “I'll be back”, que se volvió legendaria).
Es un lugar común decir que Terminator 2 (1991), también de Cameron, es mejor que la primera, y quizás lo sea en términos de espectáculo y juegos artificiales (ya solo su introducción infernal y abrasiva es una locura), pero la primera, más rústica técnicamente, tiene ese dejo clase B oscuro, con algo de slasher, más terrorífico, y Terminator es malo, malo: en la primera escena aniquila a un punk, mientras que en la segunda película pregunta por qué la gente llora… Ambos filmes desprenden la visión de una tecnología futurista totalmente omnipotente, pero Cameron pecó de ingenuo, porque se acerca 2029, las guerras siguen siendo entre humanos y la inteligencia artificial se usa para crear fotos y noticias falsas.