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“Allí, una feria de barrio, todavía”

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Allí, una feria de barrio, todavía. Por muchos motivos las prefiero. Por motivos obvios, quizás. Los productos frescos, la variedad, los precios. Todo eso está bien y es lógico, pero falta algo. Falta un motivo más, falta uno que es esencial.

Me fijo en uno de los puestos, uno de los carros de venta de quesos, por ejemplo. El olor a queso sale suave del carro ubicado casi al final de la cuadra, donde termina la feria. Arriba, alta e inaccesible como una jefa, está la dueña del pequeño negocio. Una mujer común y corriente, afable y con una voz particular. La miro con interés. Saca finas lascas de queso con su cuchilla y las entrega a una anciana diminuta, y enseguida a una muchacha risueña, y rápidamente a una niña de unos cuatro años.

Siempre se me acepta un pedazo de queso, dice con su voz grave, y entonces veo la cuchilla apareciendo y el brazo estirándose para que la niña pueda desprender la lasca sin lastimarse. La oímos reírse cuando la niña saca la lasca con éxito. Las cuatro o cinco personas que estamos allí de pie y esperando nos reímos también, con ella.

Todo lo que vendemos acá es comestible, la escucho decir. Hasta los táperes estos, dice, mostrando al público un táper de plástico con algo adentro. Y enseguida continúa cortando y guardando grandes pedazos de queso, sacando y guardando pequeñas cosas, poniendo nueces en una bolsa del tamaño de una billetera, y también cereales, avellanas y pasas. Cada tanto se seca las manos en el delantal azul y uno, cualquiera, podría imaginar los dos o tres delantales que tendrá siempre en su casa, limpios y listos para usarse, para poder llevar adelante y con dignidad su jornada.

Estamos todos en la misma, la oigo decir. Cada tanto dirá ese tipo de frases, algunas como rápidas síntesis existenciales y otras meras muletillas que le facilitarán el trato. La mujer dirá y repetirá esas frases con llamativa gracia y energía, repleta de vitalidad, como si ella misma las hubiese inventado. Desde allí abajo la miro y la envidio un poco. Todos la miramos y la envidiamos un poco. Estamos quietos, como pequeños muñecos de plástico, formando una especie de semicírculo, las cabezas un poco echadas hacia atrás para verla bien, para escucharla.

¿Hoy qué lleva, vecina?, pregunta, enfatizando el “hoy”, y la vecina correspondiente va diciendo su pedido de a poco, para darle tiempo a que encuentre y embolse cada cosa pedida. Parece un juego, uno en el que todos somos parte, y entonces los quesos son rectángulos de plástico, suaves y algo resbaladizos, y las nueces son pequeños trozos de madera, y las pasas, frutos chicos, recogidos por un niño del piso o de una planta cercana. La mujer del carro finge darnos alimentos y nosotros fingimos recibirlos. El dinero que usamos es de juguete, billetes demasiado pequeños, sacados de algún otro juego de caja.

Y después la mujer gira para hacer de cuenta que acomoda algo en el fondo del carro, un queso, otro trozo de queso, envolviéndolo en un nailon primero y en un papel después, mientras todos la escuchamos hacer su comentario apropiado, repetir su muletilla necesaria. Y la voz de ella es ese sonido que sale proyectado hacia afuera, como si surgiera del centro de su espalda. Pero enseguida vuelve a girar y nos hipnotiza otra vez con su mirada risueña y sus comentarios justos, agradables. Nunca dice algo inapropiado y tampoco sucede eso abajo, del otro lado. La niña come su lasca de queso sin quejarse, la muchacha sonríe por nada y para nadie, y la anciana diminuta es sustituida por otra anciana también diminuta.

Todavía de pie y a un costado, miro los movimientos de todos, disfrutando de la escena, y de ese calor nuevo (es un veranillo en agosto), pensando también que me abrigué demasiado, y que tengo sed, y la sed y el calor y el olor a queso, quizás, me recuerden algo de la infancia, un día de verano en el balneario, una mañana, una remera a rayas y el roce del traje de baño, y si te lamías la piel del antebrazo todavía encontrabas ahí, suave, casi desaparecido, aquel gusto a agua salada.

Es la sed, y el olor del agua, y los pies descalzos, una mañana de verano. Y es la mujer con su delantal azul, moviéndose todavía como un gran playmóbil dentro del carro, girando una vez más, mientras el sonido de su voz sale una vez más, grave y como amplificado, desde el centro mismo de su espalda.

Por cosas como esas las prefiero, pienso ahora. Por cosas como esas preferiré siempre las ferias de barrio.

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