Un niño salió a jugar. Al abrir la puerta vio el mundo. Al pasar por el umbral provocó un reflejo. Nació el mal. Grace Zabriskie, en Inland Empire.
Hace unos meses, en una clase que doy en la Escuela de Cine del Uruguay, les pregunté a mis alumnos cuál era su David Lynch favorito. La pregunta (que era bastante espontánea, parte de la clásica charla de calentamiento que se hace al inicio) sorprendió por doble vía: en primer lugar, no les estaba preguntando si les gustaba David Lynch o no, como hago con otros directores que daba en el curso, sino que asumía que al menos alguna de sus versiones encastraba con sus intereses; segundo, me puse a pensar qué significaba que a alguien le gustara un período y no otro de Lynch.
Entre estas dos sorpresas habita una extraña certeza: la de que, atravesando tres generaciones, Lynch, sin ser un cineasta definitivamente mainstream, se convirtió en una especie de santo patrono de las artes, una figura mítica que quizás no llega a la popularidad de Martin Scorsese, Francis Ford Coppola o (para fanáticos más recientes) Quentin Tarantino o Christopher Nolan, pero que sí se presenta como un mojón crucial para definir un estado de gracia. Lynch se fue convirtiendo, en cuestión de tres o cuatro décadas, en el saludo masón cinéfilo que para la generación de mis padres fue Ingmar Bergman: un autor que de ser nombrado ya supone un montón de cosas añadidas, la pertenencia a una comunidad.
Hay una explicación para esto. Lynch ya era una cuasi celebridad subterránea en los 80, pero su obsesión nostalgiosa con una americana pastoral previa a las disrupciones políticas y sociales de los 60 era un fenómeno demasiado cercano para verlo con la claridad necesaria (de hecho, toda la década conservadora estuvo marcada por esta fijación con los tiempos aparentemente sencillos de la década de 1950). Eso que llamamos la generación boomer, a la que pertenecía Lynch, entreveraba sus recuerdos con los de pueblos como Lumberton o incluso Twin Peaks, y si bien el efecto de lo extraño dentro de lo conocido podía ser sin dudas ominoso, carecía de esa especie de distanciamiento instrumental para comprenderlo del todo. La generación X que dominó los 90 ya podía percibir y disfrutar más en su totalidad estas rarezas, pero desde una especie de bravura, una forma de entusiasmo surrealista y antropofágico que se entremezclaba con un mundo audiovisual (sobre todo marcado por la irreverencia de la estética de MTV) que abrazaba esta rocambolesca profusión de imágenes y sinsentido. Creo que recién fue el público millennial, el de los ansiolíticos por encima de los alucinógenos, el de la vida doblemente encabalgada entre la realidad y lo virtual, de un palimpsesto de tiempos en que lo retro y lo actual se solapan ya no como una proclama o una disrupción, el que pudo incorporar de una forma orgánica, casi por ósmosis, el complejo mundo de David Lynch. Hace rato que Lynch dejó de imitar al mundo para que el mundo se vuelva lynchiano. Pero mis estudiantes son centennials, es decir, una escala más en esta evolución.
Entonces, la pregunta: ¿cuál es tu Lynch favorito?
En la clase, en la medida en que los estudiantes contestaban, fuimos desarrollando diversas teorías acerca de la personalidad de quien respondía, únicamente a partir de su atracción por una constelación específica de la filmografía del director que moriría unos meses más tarde.
Los que responden Cabeza borradora (1977) suelen ser pibes y pibas que disfrutan por dimensiones iguales el aspecto solitario y comunitario del cine, van a películas como ritos y la forma en que procesan lo que ven está muy atada a sus emociones basales.
Los “azulaterciopelados” (Blue Velvet, 1986) son los clasicistas del lynchismo que, más allá de hallar el placer convulsivo en los estallidos psicóticos de Frank Booth, en el fondo necesitan tener su barca anclada en un muelle cercano: sin decirlo, les gusta saber que uno entra a un mundo por una oreja (aunque sea una amputada y repleta de hormigas, como las manos del protagonista de Un perro andaluz) y que eventualmente puede salir por la otra; una oscuridad estratificada, mitológica.
Los que gustan de la “trilogía de Hollywood” –Lost Highway (1997), Mulholland Drive (2000) e Inland Empire (2006)– quieren ir más a los bifes y ya no necesitan, no quieren una puerta de entrada y salida: ya no es suficiente hablar de un mundo de sombras creciendo dentro de la luz. Todo es una combinación de penumbra, rayos quemantes y enceguecedores y negrura vantablack, en un adentro y afuera rizomático que emula más a las madrigueras de conejos que a un túnel.
Los fans de El hombre elefante (1980) son criptodarks, o al menos románticos que se guían principalmente por lo sentimental; les gusta el relajo pero con orden y muchas veces piensan en otras posibles tramas más normales en las que podría haber brillado Lynch.
Los fans de A Straight Story (1999) son similares, pero por lo general son mucho más vocales en su anhelo por una narrativa más firme: buscan en el cine alguien que les cuente una historia y sienten que si Lynch bajara un poco sus humos oniroides podría llegar a ser un John Ford mefistofélico.
Los fans de Wild at Heart (1990) son unos pervertidos: ven el infierno lynchiano como un pelotero en llamas y quisieran embadurnarse de su intensidad sexual, violenta y pictórica como lo hace la madre de Laura Dern con un lápiz labial.
Los que aman Dune (1984) son los más freaks: unos fetichistas del kitsch accidental (es muy posible que les guste John Waters por partes iguales), que suelen considerar lo fallido como una versión más elevada de la imitación, gente que encuentra cosas en la calle y las lleva a su living como adorno y mobiliario sin siquiera lavarlas.
La serie Twin Peaks es una mezcla de todo lo anterior, pero lo crucial para que alguien sea verdaderamente lynchiano es amar por igual la primera y tercera temporada y odiar la segunda (aunque si amás la segunda es posible que también seas un fan de Dune).
En lo que respecta a los cultores de la precuela Fire Walk With Me (1992)… mejor tenerlos a una distancia prudencial.
El molde de la mueca
Todo este quiz psicológico digno de la revista Cosmopolitan entraña una inesperada certeza: David Lynch fue siempre distinto, pero a su vez siempre el mismo. Así como uno puede reconocer de manera casi instantánea un cuadro de Francis Bacon o Edward Hopper (grandes influencias en él), lo mismo puede decirse de un fotograma de Lynch, no sólo por sus contenidos (los dinners y estaciones de servicio, las cocinas con manteles cuadrillé a lo Norman Rockwell, los ominosos semáforos colgantes, las refulgentes cercas blancas, los círculos de luz abriendo un radio preciso en cosas perdidas en la oscuridad, el uso del plástico y lo melamínico entremezclado con el lambriz y la leña, los tacones vinílicos como para bailar jitterbug, chaquetas de cuero y vestidos acampanados a lunares), sino por la forma y sus ritmos.
En su mundo los colores no sólo son estridentes, sino que desprenden un aura de radioactividad oleosa y tóxica, como el azul prusiano de la caja misteriosa de Mulholland Drive y el de los cortinados del Slow Club de Terciopelo azul. Ya desde Cabeza borradora realizaba el molde maestro de rostros y expresiones insignes, esa especie de mueca exagerada y arrugada que por sí sola no es lynchiana, pero que en su duración cataléptica termina de configurar su especificidad.
En esta categoría, los gritos y el llanto son sus líneas de Nazca, el agujero en el cortinado que hace entrar la oscuridad. Los gritos encuentran su mejor medio en los ojos saltones y deficiencia de colágeno, casi de carnácula de pavo de Grace Zabriskie (la madre de la desaparecida Laura Palmer en Twin Peaks): cuando ella grita, los parlantes de nuestro televisor se saturan, pero incluso muteándola hay algo de la imagen que se quiebra. Recuerdo en especial la primera aparición de Bob en Twin Peaks: nunca entendí si lo que hasta el día de hoy me hace erizar la piel es el rostro imprevisto –accidental, realmente– del peludo canoso a los pies de la cama, o una identificación no mediada con el horror de la señora al verlo.
Y por otro lado, en el rostro de la actriz Laura Dern, casi una constante en los elencos de Lynch, el llanto deja de ser una reacción emocional para convertirse en una acción fisiológica, algo no pasivo, sino activo y secretorio: una rara cualidad en su cara alargada, en su pera cuadrada y pronunciada que al arrugarse vuelve todo un poco más absurdo y escabroso. Su inocencia de America’s Sweetheart se descompone de forma extraña cuando reacciona llorosa y desconcertada ante la aparición de Isabella Rossellini en Terciopelo azul.
Lynch en el mundo, Lynch en Montevideo
Si reconocemos los rostros lynchianos es porque estos mismos elementos fueron tiñendo nuestro mundo. Montevideo puede ser muy lynchiana cuando nos topamos con los readymades involuntarios que quedan regados entre cosas robadas y deshuesadas por pastabaseros en la Ciudad Vieja; nos damos de frente con los habitantes del Black Lodge cuando nos adentramos en la extraña fauna de los alrededores de hospitales públicos durante la madrugada; lo hallamos de casualidad en ancianas pintarrajeadas a quienes nadie les avisó que el labial les manchó los dientes; lo capturamos en las lágrimas de los fieles de san Cono y lo registramos en la ingenuidad del nombre y logo del Novillo Alegre, como así también en las luces azuladas de los pocos cibercafés que siguen en pie, en las piscinas vacías del Neptuno, en el rojo carmesí de la cuerina de los sillones del pool Las Vegas, en los cines eviscerados y reconvertidos en iglesias pentecostales y en los extraños juegos de luces que se producen en el interior de garajes nocturnos.
El mundo posmoderno en que vivimos es lynchiano en la medida en que el moderno fue kafkiano: hay un camino de migas que los une, y que los supera, una línea punteada hacia el más allá y que ya no tiene retorno, porque diversas alimañas del bosque se comieron lo que usábamos como referencia.
Posmodernismo sincero
Cuando nos referimos a lo posmoderno casi siempre lo hacemos pensando en un distanciamiento, una posición irónica e instrumental en la que los grandes discursos caen en su función coagulante y aglutinadora para que quede de ellos sólo su piel, sus cueros de culebra. El pastiche es algo así: una manta hecha de los parches de diferentes épocas y diferentes referencias que forma un tejido más amplio (o quizás más expansivo).
En esta posición sobre la verdad y las referencias, el director posmoderno más diáfanamente citable es Tarantino, cuyo universo diegético y extradiegético es dado por la hiperkinética multirreferencialidad en la que las personas son definidas a partir de su posición sobre artículos culturales o de consumo, sobre los que pueden tener largas conversaciones. Pero la discusión entre John Travolta y Samuel L Jackson al inicio de Pulp Fiction acerca de cómo se le dice a la hamburguesa cuarto libra con queso en otros países nunca podría haber ocurrido si antes no hubiese habido un Dennis Hopper desquiciado que indicaba en Terciopelo azul las virtudes de la cerveza Pabst Blue Ribbon por encima de todas las otras.
Así también, casi podría decirse que todas las películas de David Lynch son una especie de homenaje oscuro de clásicos estadounidenses. Wild at Heart es, en sus bases, una reversión anfetamínica de El mago de Oz (Victor Fleming, 1939) fusionada con Piel de serpiente (Sidney Lumet, 1960), de la misma manera que Mulholland Drive es un trasplante pesadillesco de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1951) con salpicadas referencias de Gilda (Charles Vidor, 1946).
Las referencias a otras películas incluso pueden ser más sutiles, como por ejemplo la violación verbal de Bobby Peru (Willem Dafoe) a Lula Fortune (Laura Dern) en Wild at Heart, que parece una continuación más estrambótica (pero no mucho más perturbadora) de la tensa seducción que despliega Treat Williams hacia la misma actriz cinco años antes en Smooth Talk (Joyce Chopra, 1985).
Y la lista podría extenderse: los colores y la luz en el cine de Douglas Sirk son como los restos de una polución atómica que contamina toda la filmografía de Lynch. Jacques Tati está en la espacialidad y puesta en escena de los gags alrededor de esa crítica/fascinación con los artículos de consumo masivos, mientras que Hitchcock y Preminger parecerían disputarse en una pulseada la paternidad de la creación de esa femme fatale muerta que es Laura Palmer en Twin Peaks (su retrato es tan insistente como el de Gene Tierney en Laura y el de Kim Novak en Vertigo).
Sin embargo, pese a toda esa confluencia de referencias, nunca se sintió que fueran un puras citas vacías o prolongaciones de un placer juvenil (como a veces sí ocurre con Tarantino). Lynch no oculta sus referencias, o más bien lo contrario, las pone demasiado de frente, pero en esa total frontalidad es que empezamos a ver los costados más oscuros. Lo que hace Lynch con Hitchcock o Sirk es lo mismo que hace con los llantos y los gritos: los extiende un poco más, los petrifica hasta su descomposición –¿se ha filmado algo más lynchiano que la loca sonrisa de Mia Goth sostenida hasta la desintegración física durante los créditos de Pearl?–, hasta que un nuevo significado (preverbal, inconsciente, inconfesable) empieza a crecer como un moho.
El origen del mal
Lynch fue el gran director de lo orgánico dentro de lo inorgánico, del plástico envolviendo el cadáver, de lo vivo en lo muerto y lo muerto en lo vivo: un pasto verdísimo que por debajo tiene un continente ensordecedor de escarabajos que parecen devorar todo; la voz de una mujer que canta al borde del llanto y que se desvanece en el escenario pero su voz sigue sonando; un ventilador de techo que solamente por ser filmado con un efecto de step printing se convierte en el anuncio o encarnación de un mal primigenio.
Cualquier película posmoderna suscribiría la noción de que el bien y el mal son asunto de lenguaje o interpretaciones, o que incluso, por fuera de esto, el bien y el mal son algo irrelevante. Nada más lejano a esa idea que el cine de David Lynch. Todas sus películas están sostenidas sobre una lucha entre el bien y el mal, pero son un bien y un mal no psicológicos. Podemos pensar, por ejemplo, en Laura Palmer y cómo el misterio de quién la mató en la primera temporada de Twin Peaks se contesta en Fire Walk With Me: nos enteramos de que el perpetrador es el padre, pero al mismo tiempo no es el padre, sino Bob, una especie de espíritu que rige en un mundo paralelo.
Así, el bien y el mal en Lynch siempre disputan en una serie de posesiones, donde ningún terreno está liberado, donde todo es varias cosas al mismo tiempo, como la mitosis identitaria de Bill Pullman en Lost Highway, o Frank Booth, que es padre violento y niño de mamá a la vez en su violación a Dorothy Vallens (y ella que sufre y goza, mientras Jeffrey Beaumont, en su posición de voyeur, se horroriza y se erotiza).
Muchas lecturas sobre estas películas, sobre todo las lacanianas, tratan de interpretar estas disrupciones como diversas instancias y divisiones de un mismo psiquismo, y de hecho puede funcionar (siempre he sentido que ningún otro film logra filmar de manera tan demoníaca la dimensión del incesto como Fire Walk With Me). Pero, de alguna manera, siempre que incurrimos en esto hay una defensa, un intento de poder atar a Lynch, tratar de clavarlo en una plancha de corcho como a un insecto.
Lynch murió de problemas respiratorios por la misma afición a los cigarros que en su boca se volvieron icónicos unos días antes de que Hollywood se prendiera fuego, como si al fin abrieran del todo el cortinado del Black Lodge. Se resistió a las explicaciones fáciles, fue posmoderno sin ser irónico y cambiaba las leyes de la física de una habitación con sólo poner un pie o decir una palabra. Hay un más allá de Lynch, pero ya no hay un camino de retorno de Lynch: todo lo que tocó quedó transformado para siempre. Su sombra está en todos los objetos, en todos los rostros y en todas las palabras como una mancha de petróleo pegajosa e imposible de limpiar.