En mi adolescencia, en el litoral, cuando las librerías eran intermitentes e internet no había alterado nuestra capacidad de concentración, leí a un tal Mario Vargas Llosa con el deslumbramiento y la certeza de dar con algo que sabés que es para siempre.
Con su arquitectura narrativa impecable que desplegaba voces en distintos tiempos, Vargas Llosa no fue sólo un descubrimiento intelectual, fue una inmersión total. Su literatura no era sólo un artificio para analizar, sino un espacio para habitar. No lo elegí: llegó a mí por casualidad, como llegaban casi todos los libros en una ciudad sin libreros y sin amigos que leyeran.
Leer era una actividad solitaria, que de todos modos no parecía necesitar más mediación porque los personajes eran tan sentidos que lograban calmar esa falta de algo más. En ese entonces, las ediciones Debolsillo de Vargas Llosa ocuparon el tercer lugar de un podio que ni sabía que había que justificar: primero Cortázar, después Gabo, y luego él. Entonces, me era más fácil clasificar.
Lo que hacían de sus novelas mis amigas era la sensación de totalidad que todavía hoy, ocasionalmente, me da por extrañar. Es claro que Vargas Llosa escribía como un profesional; Onetti, con su humor insolente, lo llamó “oficinista de la escritura”, aunque de eso me enteré después. Su cálculo de efecto se sentía en cada giro de la trama, algo que me sigue maravillando en una novela: la ausencia de atajos o de azar narrativo, todo medido, calculado con tal precisión que me sentía cuidada por la producción.
La ciudad y los perros fue una demostración de que una novela podía ser una estructura cerrada y perfecta, total. La violencia de sus personajes tenía ritmo, complejidad, me desafiaba. No se trataba de narrar el conflicto social de América Latina de manera documental, sino de una arquitectura literaria en la que forma y fondo se imbricaban de manera magistral.
Y La tía Julia y el escribidor me sigue pareciendo una de las mejores muestras de las trabajadísimas escrituras del yo. Una experiencia distinta, de relato a dos voces, de acumulación de historias disparatadas, que nacían de temas clichés pero a la vez ofrecían una defensa contra la imposición familiar y una parodia a los medios y al consumismo.
En esos años, leer a Vargas Llosa no era un gesto consciente, no era un acto político ni una decisión premeditada. No sabía de su militancia, no había leído sus entrevistas ni sus artículos de opinión. Sólo tenía sus novelas, y en ellas encontraba una destreza narrativa que me formó como lectora sin que yo supiera que me estaba formando.
Pero, con el tiempo, ese Vargas Llosa dejó de existir. O, mejor dicho, dejó de importarme. Hay autores que se mantienen vivos porque siguen creando pensamiento, porque transforman su propia obra con el paso de los años. Vargas Llosa, en cambio, empezó a repetirse. No sus novelas –esas siguen ahí, impecables en su construcción–, sino él, su figura pública, su insistencia en un discurso cada vez más fosilizado.
No voy a reclamarle haber usado su vitrina literaria para hacer política. Añoro el linaje de escritores que participan en la vida pública con una complejidad que evita la degradación de las ideas en pancartas vacías. Pero Vargas Llosa hace tiempo dejó de ser un interlocutor que me interesara.
El escritor que construyó novelas habitables ya no producía nada nuevo. No agitaba el pensamiento, no renovaba ni el amor ni el odio. Se convirtió en una repetición agotada, y cuando la repetición es suficiente, se muere.
El Vargas Llosa de mi formación lectora sigue en mi biblioteca, en el estante de abajo, con esos libros que me recuerdan que leer es un ejercicio no definitivo. Al otro, al cipayo defensor de privilegios, lo maté hace tiempo.