A veces pienso que todas las maestras del mundo se llaman María Rosa, que no hay ninguna posibilidad de que se llamen de otra forma. María Rosa se llamaba mi maestra de primer año de escuela y ella fue quien me enseñó a escribir. Tengo muy pocos recuerdos del proceso de aprendizaje. El salón de clase con aquellas ventanas que daban al patio central, el pizarrón, la repetición de sílabas, mamá amasa la masa, el afán de María Rosa, su bondad y agradable simpatía.
Unos cuantos años después se presentó una antología de cuentos que contenía un cuento mío. Por primera vez veía mis palabras impresas en un libro, por primera vez un cuento mío era publicado. La noche de la presentación, alguien tocó mi hombro con suavidad y dijo mi nombre. Me di vuelta y era ella, María Rosa, de pie frente a mí, unos 30 años después. Creo que el universo (“el intolerable universo”) se contrajo en ese momento.
Entre miles y miles de encuentros posibles, el de la maestra y la alumna de primer año, por azar y en esas circunstancias particulares, es el más lindo de todos. En especial si recordamos que la sociedad, y el mundo entero, no esperaba mucho de nosotras, mujeres y niñas, por ese entonces. A lo sumo, que fuésemos “normales”, sea lo que sea que eso significara. Que no diésemos problemas, supongo. Que siguiéramos por la línea previamente marcada. Que nos casáramos con un varón. Que tuviésemos hijos, de preferencia varones. Bueno, que cumpliéramos con eso que se consideraba básico.
No sé cómo lo habrán vivido María Rosa y las demás maestras de esa época, pero para nosotras las niñas, en la escuela, la falta de libertad se expresaba de muchas formas. La actitud, la ropa, los modales, las explícitas, las tácitas prohibiciones, lo que se podía y lo que no se podía, lo que eras si te atrevías, la falta de verdaderas expectativas puestas sobre nosotras.
Una de esas limitaciones, la más tonta y evidente, tenía que ver con el pelo. La orden indiscutible era ir a la escuela con el pelo atado, siempre. Porque no se podía, no se aceptaba, no se toleraba el pelo suelto. Trenzas, dos colitas, una cola de caballo. Y es que a una represión se le sumaba otra, y fue recién a partir de 1985 que hubo esa libertad del pelo, porque el asunto del pelo, de lo que el pelo significaba –esa especie de intimidad a la vista–, era algo que a los militares les obsesionaba.
A las cinco de la tarde nos daban la libertad. Nos separábamos, nos disgregábamos. El viaje de regreso era idéntico a otros miles. En mi caso, verdes, muy verdes árboles, grandes casonas, la redonda geografía del estadio, y el estadio. Me veo bajando del ómnibus, atravesando el descampado que rodeaba la Facultad de Odontología y recorriendo las cuadras que me acercarán a mi casa.
Es el mismo camino que haré pocos años después, ya de regreso del liceo, pero entonces en democracia, con el pelo suelto y vestida de civil, sin el espantoso uniforme (un logro de los estudiantes, claro). Y en ambos casos, hay dos o más viejas del barrio que me ven llegar. Una mira desde una ventana, otra lo hace desde una esquina. Siempre allí, atentas y vigilantes; el aparato represivo y clandestino del barrio activo todavía.
Ahora es abril o mayo y voy en un ómnibus a una entrevista de trabajo (“inútil sin experiencia”). Es una de mis primeras entrevistas, estoy nerviosa y me cuesta imaginar cómo será. Vamos por la ciudad antigua, mil ochocientos algo. La bonita proa, roda, puño, metido allí, en el mar. Remontamos las calles, dejamos atrás el puerto. “Ubíquese...”, decía escrito a mano en la parte trasera del asiento de adelante; allí o en alguna otra parte. “Ubíquese en el centro…”. (Serénese. Sosiéguese. No se destruya. No se destruya así, tan fácilmente.) “Ubíquese en el centro de la corriente”.
Asomo mi cara a la ventanilla, la expongo al aire de la mañana. Miro cada cosa como si fuese una recién llegada, y en cierta forma lo soy. Veo almacenes y galpones. Bares con televisores encendidos. Tiendas de ropa. Negras fachadas. Damos vuelta una esquina, y otra. El ómnibus traquetea como si estuviese a punto de desarmarse. En una esquina, una facultad que parece estar en ruinas; a pocas cuadras, otra facultad igual. Un país para irse, un país del que emigrar (“Adiós, Miguel”).
Todavía no sé que la entrevista de trabajo será un fiasco: unas cuantas mujeres jóvenes haciendo fila en un pasillo mal iluminado, esperando ser atendidas por un señor horrible, sentado detrás de un horrible escritorio. Todavía no sé que faltará un tiempo largo para que las cosas en el país empiecen a cambiar, a mejorar. Mientras tanto, sólo es un ir y venir sin sentido, un deambular ciego por una ciudad detenida, sin presentir el futuro, sin sospecharlo; la vida muda, miedosa de sí misma, dolida y girando sobre su propio dolor, sin solución de continuidad.