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Ilustración: Ramiro Alonso

Eutanasia o muerte

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Por estos días, la Cámara de Representantes aprobó el proyecto de ley que regula la llamada “Muerte digna”, extremo que popularmente se conoce como eutanasia. Lo legislado se nombra mediante un sintagma cuyo núcleo es un sustantivo modificado por un adjetivo que, según el diccionario de la RAE, significa “que puede aceptarse o usarse sin desdoro” y presenta como sinónimos aceptable, justo, decente, conveniente, adecuado, apropiado.

La propia noción de dignidad es algo elusiva, ya que puede equipararse a honradez, respetabilidad, nobleza, honestidad, decencia o decoro, todas nociones culturalmente reguladas y opinables, que no serían las de los vikingos, que valoraban positivamente morir en batalla. Hagan una encuesta de qué entienden personas diferentes sobre la dignidad y tal vez vean que la palabra es una suerte de comodín que se llena a gusto del consumidor, quien incluso podría no poder definirla, en caso de que le importe.

Eutanasia, por su parte, como explica María Moliner, se compone del prefijo griego eu, que significa “bien” o “bueno”, y la base thánatos, lo cual redunda en la definición de “muerte suave, sin sufrimiento físico” o “práctica consistente en no alargar artificialmente la vida de un enfermo incurable, para evitarle sufrimientos o una larga agonía”. Algo así como una buena muerte, en oposición a una mala, siempre y cuando se haya salvado o salteado la ampliamente extendida concepción de que finalizar la vida es algo siempre negativo e inaceptable.

Las páginas del lexicón permiten pasear por el eufemismo (esa atenuación de lo que no queremos decir), la euforia (creo que acá no va), la eupepsia (digestión normal), la eutrofia (nutrición correcta) o la euritmia (armonía o pulso constante). Al igual que otras muchas palabras formadas con bases cultas (palabras o elementos compositivos de origen griego o latino), pertenecen al ámbito de las ciencias, y muchas veces de la medicina, disciplina que nos cuesta entender por el léxico y por la caligrafía. A veces, como en eugenesia, el sentido originalmente bueno pasa a ser visto como lo contrario si se considera que el término designa la creencia, y su aplicación, de que hay grupos humanos genéticamente superiores a otros, lo cual fue uno de los presupuestos del no muy caritativo nazismo, al que aludió un parlamentario que concentra su discurso en un compuesto de su cosecha fabricado con bases cultas como cleptocorporatocracia.

Las noticias publicadas sobre la aprobación en la cámara baja recibieron los comentarios de rutina en las redes sociales, y seguramente también en bares, peluquerías, ferias y ámbitos en los que la gente se junta presencialmente, si es que esto aún sucede. Con seguridad, los comentarios en vivo son menos virulentos que los que se escriben en internet, generalmente desaprobatorios, bajo los argumentos de que se quiere exterminar a la gente mayor porque es caro mantenerla, de que hay que invertir en cuidados paliativos, de que prima la necropolítica de la “Agenda 2030” (¿ya salió a la venta?), o de que la decisión de morir sólo está en manos de Dios, además de considerar que en el país hay temas más importantes para tratar. Es decir, a muchos receptores del mensaje sobre el trámite de la ley les suena mal.

Como diría el teórico Searle, el acto ilocutivo (lo que se dice), que a su vez es performativo (calma, ya explico), tiene un efecto perlocutivo determinado. Dicho con otras palabras (se puede hacer cosas con las palabras), ciertos actos de habla provocan efectos o crean la realidad y, por supuesto, generan reacciones. Las leyes, particularmente, tienen esa característica. A partir de que se promulgan se regula el relacionamiento entre individuos o grupos, se prohíben o autorizan conductas. Claro está que, para tener este carácter modificador del mundo, deben cumplir con unas determinadas condiciones de legitimidad, como por ejemplo hacer todo el camino en las cámaras y que el presidente ponga el cúmplase, con lo cual queda claro que no cualquiera ni en cualquier situación es capaz de tal poder, excepto la divinidad, si tuviera a bien expresarse lingüísticamente. Debe haber unas “reglas de reconocimiento” de la capacidad de que los textos jurídicos se conviertan en normas.

Tal vez muchas de las reacciones adversas estén dadas por el miedo, o el haber olvidado que hay normas que imponen obligaciones y otras que confieren poderes. Es posible que haya quienes sólo tengan presente las primeras y perciban que la decisión de morir cuando se tiene una afección incurable y un sufrimiento intolerable (autorizada además por médicos, en determinadas condiciones) sea una orden que está dando el Estado y no un derecho que se podrá ejercer. Aparentemente, nadie le impondrá la eutanasia a quienes profesan religiones contrarias a ella, sino que solamente (¿solamente?) se estaría ampliando la libertad. En la muerte también.

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